Itzimná

By on diciembre 22, 2016

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CAPÍTULO 37

Itzimná

Cada nuevo día que pasaba en mi recién conocida vida, me llevaba de sorpresa en sorpresa. La sorpresa de la imponente máquina de hierro, la sorpresa de los cines lujosos e iluminados, de los parques llenos de chiquillos que jugaban en el verde césped y, más adelante, descubriría la sorpresa de las hermosas ferias que se llevaban al cabo, por temporadas, en esos mismos parques por donde ya también nosotros correteábamos.

Eran ferias ambulantes que corrían de parque en parque, permaneciendo en cada lugar de acuerdo con la acogida que allí tuviesen, o con la importancia del parque. A cada una de esas ferias acudía el número de juegos mecánicos y de espectáculos adecuados a las dimensiones del lugar de que se dispusiese y, como el parque de San Juan era bastante grande, teníamos la suerte de disfrutar de esas ferias cuando menos dos veces por año. Sin embargo, las fiestas de nuestro barrio no alcanzaban las proporciones de las ferias realizadas en otro lejano parque que, por ese entonces, resultaba bastante retirado y, hasta cierto punto, desconectado de nuestro medio.

Itzimná era, en ese tiempo, más que un barrio de la ciudad, un verdadero municipio. Era una pequeña población donde, separadas por un amplio trecho cubierto en parte por monte y en parte por terrenos de pequeñas haciendas, se levantaban lujosas casas residenciales de gente que buscaba la tranquilidad y la paz del campo. Gente que, teniendo vehículo propio, podía comunicarse con Mérida en el momento que lo desease. Era una población donde, junto a las casas residenciales, se levantaban las humildes viviendas de la gente que laboraba en esas haciendas que las rodeaban, gente que tenía que acogerse al horario de los camiones que los unía y llevaba “al centro”.

Eran tiempos en que el servicio de camiones, incipiente y poco organizado, no alcanzaba la eficacia y la continuidad de los actuales. Los camiones corrían sin tiempo ni hora determinada. Y sin embargo, para la gente de esos barrios la incompetencia de los camiones no resultaba ni mucho menos desesperante, ni siquiera de mayores consecuencias. Era gente que no se llegaba con frecuencia al centro. Para satisfacer sus necesidades principales, aquella pequeña población contaba con tiendas abundantes y muy bien surtidas, y contaba con su propia iglesia, una iglesia que, al correr de los años y ya con el servicio de los camiones en mejores condiciones, se convirtió en la más visitada por las chicas quinceañeras que ya comenzaban a soñar con el matrimonio. Posiblemente la parroquia contaba con algún santo casamentero.

Lo cierto al caso es que los martes en Itzimná llegaron a convertirse en una verdadera y concurrida romería de muchachillas que desfilaban por esos rumbos, desde las primeras horas de la tarde hasta ya caída la noche. Y romería de muchachos que, formando grupos, grandes y pequeños, se estacionaban a las puertas de la iglesia, distribuidos por todo el amplio atrio, gozando de aquel desfile de féminas.

Esos martes de romería, cuya práctica perduró varios años, llegaron a constituirse como un hábito y una costumbre de nuestro medio de aquel entonces, una costumbre de nuestra tranquila urbe, que todavía conservaba una buena parte de su vida colonial. En esos martes de devota e inocente coquetería, florecieron muchos romances, quizá bajo el amparo del santo que se visitaba, y la complicidad de aquel lugarcito tan apacible y tranquilo. Hasta que un día la romántica costumbre desapareció bajo el duro efecto de las palabras de un nuevo párroco que condenaba las visitas como sacrílegas e irrespetuosas para el santo visitado. Se acababa de esta manera aquella costumbre que comenzara muchos años antes de nuestra llegada a la blanca Mérida, cuando ya aquel municipio, ante el irremediable crecimiento de la urbe que se extendía en forma arrolladora, pasaba a ser uno más de los barrios que la rodeaban.

Por otro lado, en Mérida dominaba el “rey de los deportes” y era entonces en Itzimná, antes de que soñara en contar con el Estadio Salvador Alvarado, y más adelante con el parque Carta Clara, donde se verificaban los encuentros profesionales de aquel espectáculo apasionante. Allí, en uno de los costados del parque, donde luego se levantara el Colegio Montejo, se hallaba ubicado el amplio terreno que se utilizaba para los juegos. Con el nombre de Parque de Béisbol se le conocía, y hasta cierto punto llenaba su cometido.

Fue precisamente en este lugar donde yo presencié los primeros juegos de aquel deporte y donde, como buen chiquillo, arrancó mi afición por esos juegos, aquella afición que, imponiéndonos algunos sacrificios, nos empujaba domingo a domingo a ir en busca de un espectáculo tan emocionante. Hablo de sacrificios, porque eran muchas las veces que, teniendo solo los centavos exactos para el importe de nuestro medio boleto de niños, a la galería soleada, el viaje de ida y vuelta lo hacíamos caminando mientras, entre chistes y bromas, tratábamos de hacernos más entretenido y llevadero el largo trayecto. Ya para entonces vivíamos en el barrio de Mejorada, y eso representaba, entre ida y vuelta a la casa, una distancia no menor de cinco o seis kilómetros, posiblemente un poco más, si tomamos en cuenta que por esos tiempos no existían todavía, ni mucho menos, las actuales calles que en forma directa comunican los citados barrios. Eran entonces patios y solares que obligaban a dar la vuelta por el aristocrático Paseo de Montejo, para rodear después por calles de la colonia Jesús Carranza, que eran caminos un tanto pedregosos, bordeados por humildes casitas de paja y embarro. Pero asistíamos por nuestro gusto y afición y eso nos acortaba el camino, un camino que, para nuestro grupo dominguero formado por mi hermano Rafael Emiliano, mi primo Manuel Barrera Baqueiro, un vecino llamado René y por mí, ya era bastante conocido y bastante caminado, porque la temporada de pelota grande abarcaba no menos de cinco meses del año, y algunas veces un poco más.

Ese era el Itzimná deportivo de nuestro tiempo, el lugarcito apartado y quieto que solo cobraba vida los sábados y domingos, en la temporada de la pelota y en la época de su feria, de la feria que resultaba muy alegre y rumbosa de todas cuantas se celebraban en los barrios y en las colonias de nuestro Mérida. La feria más renombrada y concurrida en las épocas de mi infancia porque, siendo un parque bastante amplio, el lugar era más que suficiente para que se instalasen toda clase de juegos de los entonces conocidos, además de las ventas de dulces, de frutas y de antojitos, y de las carpas para las clásicas “tandas”, que eran semilleros de artistas y que, desgraciadamente, nuestro medio no valoraba. De artistas que nacían, vivían y morían en aquellas “tandas” sin que nunca progresasen y de las que muy pocos intentaban abandonar para buscar mejores y más amplios horizontes.

Eran hermosas aquellas ferias celebradas en los barrios y entre las cuales la de Itzimná resultaba la más antigua y, posiblemente, la mejor celebrada. Era una nueva vida que se abría a mis ojos, llena de luz, de alegría y colorido. Una vida que llenaba el aire de música, de ruido, de gentes, de risas infantiles. Una vida de derroche y casi de lujo. Yo lo había ignorado todo durante muchos años, años en que me pasé la noche correteando por las oscuras plazas de Hopelchén y Dzibalchén, dedicado a juegos simples y sencillos al lado de amigos que quedaron olvidados y rezagados durante los felices días que estaba viviendo en mi nuevo lugar de residencia, porque aquellos mis primeros días en la capital yucateca, esos mis días mágicos de diversiones y juegos, fueron suficientes para olvidarme de mis dos queridos pueblitos y de todo lo que en ellos tuve y disfruté.

Raúl Emiliano Lara Baqueiro

Continuará la próxima semana…

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