El fin de la inocencia

By on agosto 29, 2019

Luis Carlos Sierra Martínez

I

Mis pensamientos discurren incoherencias, mis labios laten más rápido que mi corazón y mis brazos sujetan mis piernas en posición fetal para desarraigar temores, pero ni así logró alejar las voces, mixturadas con los estampidos de las M-1, que cimbran mis oídos y flaquean mi alma. “¡¿Qué puta madre hago aquí?!”, grito mientras me retuerzo en la esquina de un  salón de clases de la Normal de Maestros. El Marrano está desparramado a mí costado, la pared frena la caída de su amorfo cuerpo al divorciarse de su mente, no deja de convulsionarse. Sus ojos están fijos en mí, aunque me mira desde la ausencia. Tiene el ánimo sojuzgado. De sus labios escurre saliva y su extensa panza está manchada de un líquido verde que huele a madres.

En un suspiro nuestras vidas se volvieron irrelevantes, incluso para la calaca que deja sentir su fría presencia. Aprieto con fuerza los ojos para alejar la obcecación que me dificulta respirar, pero ni así logo digerir el cambio tan drástico de mi destino en tan solo unas cuantas horas. De mis ojos emerge un llanto silencioso, necesito sacar mi frustración, no es para menos: el camino que transitaba de boyante puerta ancha y espaciosa, que dejó pasar libremente mi ego, resultó ser una falacia. Ahora esa misma vía me transgrede con la muerte.

Cuatro horas atrás, un camión urbano nos escupió como un pedazo de carne que se le atraganta, sobre la bulliciosa explanada del Politécnico en el Casco de Santo Tomás. Nos acompañaba Pepe, quien exclamó: “¡Son un chingo!”, y se quedó corto. Frente a nosotros una selva humana bullía entre arbolados edificios y se perdía en el horizonte donde era cercada, custodiada y vigilada por un cordón multicolor, según la corporación.

Una tenue brisa palideció el cielo y refrescó el calor de fin de primavera, lo que dilató nuestro espasmo y nos impulsó a buscar a los preparatorianos de la UNAM.

– La manifestación será histórica… ¿se preocupan por la matanza de Tlatelolco?, ya pasó, fue hace tres años. Creen que el gobierno se atreverá a otra masacre igual, no… no es tan pendejo. Además, tenemos otro presidente, -nos alegaron entre miradas de complicidad y nerviosismo, cuando fueron la semana pasada a nuestra escuela para invitarnos.

– Pero nuestro presidente era el secretario de Gobernación, y ya ven lo que dicen, que él es el malo, -cuestionamos con el miedo revoloteando  como una mariposa en nuestros pensamientos; apenas éramos unos mocosos de secundaria.

– ¡Bájenle!, no tienen de que temer. Y por si dudan, Gobernación ya autorizó la manifestación, -entre carcajadas nos convencieron tras acusarnos de culeros.

Tlatelolco, el 68, es tan solo una quimera en mis recuerdos. Los maristas del Instituto México nos recluían en el salón de clases contra las <<demoniacas>> marchas estudiantiles sobre Avenida Universidad, a unas cuadras de la escuela. Recostaba mi cabeza sobre el pupitre, apoyada sobre mis brazos, para no delatarme ante la esperada explosión de las palomas, de esas dé a cinco pesos, que poníamos un grupo de compañeros en los escusados para que sonaran más fuerte y resquebrajaran el miedo latente en el plantel. Reclinado, mis sueños no tenían límites, las pisadas de los revoltosos me hacían cosquillas en las plantas de los pies,  su respiración en las marchas silenciosas susurraba a mis oídos y las leyendas de los panfletos contra el gobierno alimentaban mi imaginación. Me sentía parte de ellos y hoy era realidad, y siendo apenas un mozalbete, aunque no lo parecía. El copete que me acaricia la boca deja entrever unos ojos fijos, de dura mirada; lo que sumado a mi corpulencia de más de un metro ochenta centímetros, aumenta la edad a la inocencia de mis 15. Además, me visto a la moda: camiseta blanca con estampados, pantalón de terlenka de campana ancha y tenis, con los que precedo a mis amigos con pasos presurosos para no tropezar, y la cara levantada y el vistazo expedito para no cargar distracciones, pero sobre todo para encubrir el temblor de mi cuerpo lacrado por las miradas que se cruzan rápidas como un látigo, que se detienen en todos los detalles, pero nadie se atreve a sostenerlas, ni los estudiantes parados sobre jardineras o bancos denunciando con manos bailarinas y melodiosa voz la violación a la autonomía de la Universidad de Nuevo León, pretexto de la marcha. Detrás de mí, el Marrano con sus eternas chancletas transpira el tenso ambiente por sus inseparables manchas de sudor alrededor de las axilas; y Pepe, a su izquierda, mueve perezosamente la cabeza en 180 grados, con la mirada atenta en su entorno, buscando anticiparse a los problemas.

– Llegaron las mulitas, -cacarearon los estudiantes de la Prepa 6 al vernos cruzar por las inmensas puertas de vidrio de Ciencias Biológicas, haciendo alusión a que hoy es Jueves de Corpus.

– ¡¿Mulitas?, su abuela!, -les respondo respaldado por mi puño con el dedo cordal levantado.

– Pensamos que no vendrían.

– ¿Y yo quién soy?, -responde indiferente Pepe, quien sobresale de nosotros dos por su baja estatura y su cuerpo indolente.

– ¿Y el Enano?, -nos preguntaron al brillar su ausencia, ya que él fue quien los llevó a nuestra escuela. Sin embargo, no se presentó en la parada de autobús acordada, junto al voceador que pregonaba: <<¡Marcharán estudiantes…autoridades alertas!>>.

Un escalofrío recorre mi cuerpo y mi corazón hincha mi pecho al recibir un marro que sostiene una gran pancarta que reza: ‘No más gorilas. Rechazamos la reforma educativa’. El otro marro que sujeta el extremo opuesto de la manta fue dado al Marrano. Uno al lado del otro, al frente de una angosta franja de una gran pitón humana.

– Ordénense que ya vamos a empezar. ¡Las mulitas adelante!, – rieron los estudiantes. Junto a ellos, en primera fila, quedó Pepe, quien no quería separarse de nosotros.

II

En el fondo de una húmeda barranca de Mixcoac, a una hora en que la bruma difumina el paisaje y cala a través de la ropa haciendo que el pecho se sienta chiquito, Marcos espera a sus secuaces abrigado por una chamarra de mezclilla, a las puertas de un sombrío predio custodiado por grandes muros sobre los que descansan cercas eléctricas; respirando, ya sin concebirlo, la bazofia de la sociedad. Es el nido de los Halcones, donde el entrenamiento del combate cuerpo a cuerpo se difumina entre dos hectáreas de pinos. No está solo, estacionados frente a los muros media docena de camiones del Ejército custodian la escena; mientras a que un costado de la barranca, los vehículos del basurero municipal calientan motores para iniciar su recorrido por la zona poniente de la ciudad.

Moreno, pelo a rape, pantalón de mezclilla, camiseta negra y un paliacate rojo amarrado alrededor del cuello, <<¡de color sangre!>>, fue la orden; encendió un Raleigh, <<pero sin filtro>>, pedía al encargado de la tienda sintiéndose un cabrón distinguido. El humo lo regresó años atrás, cuando las cadenas sostenidas por sus dedos encorvados rompían el viento y uno que otro hueso en los pleitos de la barriada de Santo Domingo, donde los palos sacaban apagados quejidos de los cuerpos, y todo por un pedazo de terreno pedregoso para jugar la cascarita de fútbol. Era de los más canijos, y de los primeros en ser reclutado por el grupo paramilitar cuando tenía 16 años de edad, <<la de la comezón, la de aprender a perderle el miedo al miedo, de hacerse uno hombrecito>>, se burlaban los comandantes. Su violento andar se volvió letal con las capacitaciones y pronto le redituó. <<¡Tienes el don, la furia…!>>, lo ascendieron sus superiores, y un sustancioso aumento de sueldo le permitió dejar atrás su barriada y habitar, con su familia, en una residencia clase media alta del sur de la ciudad, donde los días difíciles de trabajo se desvanecían entre botellas de mezcal que con largos sorbos vaciaba en las noches con su vecino, hijo de un burócrata.

La sombra de un Halcón le disipó los recuerdos. Fueron llegando uno a uno, por separado, y se colocaron de espaldas al muro, en fila. No hubo palabras de bienvenida, no se permitieron ese lujo, solo escondieron sus miradas en el humo de los cigarrillos. Estaban demacrados, con ojeras, nerviosos, de movimientos rápidos pero torpes. No habían dormido ante el reto de sus jefes: <<¡Ahora si maricas, veremos de que huevos están hechos!, mañana serán la punta de lanza de la fuerza pública>>. Con orden apagaron sus colillas y se subieron en silencio al camión correspondiente, para ser trasladados a una estación del subterráneo, donde un silencio sepulcral los recibió; el amplio corredor los acogió sólo a ellos y el túnel repitió sus pisadas, haciéndolos sentirse más numerosos.

El humo de los puros de mariguana opacó las miradas angustiadas de los plumíferos; sus comandantes no los perdieron de vista para evitar excesos. Luego de comer un par de tortas de pastel de puerco con cebolla rancia, y una coca cola al tiempo, <<¡para que no se indigesten a la hora de los chingadazos y luego les dé cagadera¡>> -se mofaron sus jefes para acallar las quejas-, fueron llevados a doscientos metros de la manifestación, al frente del Ejército.

III

La apelmazada boa humana, a la que no se le veía principio ni fin, comenzó a tensar y destensar sus músculos, sin ritmo ni pacto, pero su fin común la incitó a un ordenado zigzagueo impulsado por cánticos al “Che” Guevara. Las risas reforzaron su andar. Una efímera primera barrera, integrada por curiosos y vecinos, reporteros y turistas, impidió que se desparramara.

La serpentina marcha fue interrumpida en dos o tres ocasiones por granaderos que fueron replegados por un grito que salió de las entrañas del animal: <<¡No nos detendrán!>>, seguido del Himno Nacional. Me lo sabía desde preescolar y lo había cantado cientos de veces, pero nunca había experimentado la potestad de sus estrofas, me sentía indoblegable en mis principios, aunque no entendía bien eso de la autonomía. De vez en cuando volteaba con orgullo rumbo al Marrano y lanzaba una rápida mirada a Pepe, pendiente de no perderlo.

Las ‘goyas’ a la UNAM y los ‘huelums’ al Politécnico sustentaban el cadencioso movimiento de la anaconda, pero un súbito silencio frenó su culebreo, cuando la mayoría de su abultado cuerpo posaba sobre la Avenida de los Maestros. El Marrano estaba perdido en su historia, avivaba la tensión al mostrar sus grandes dientes mientras miraba amenazante a los curiosos. Se divertía de sus reacciones, por lo que pasó de largo su medroso resguardo tras postes, puertas, postigos. A su derecha, la eterna barda de la Normal; a mi izquierda, una de tantas calles que morían en sus muros, de donde, a dos cuadras de distancia, cimbró amenazante un grito: <<¡Viva la Universidad de Nuevo León!>>, de jóvenes de sonrisa malsana, con un paliacate rojo amarrado al cuello y macanas y varas de membrillo en lo alto, quienes corrían a nuestro encuentro. Mis rodillas temblaron, pero no tenía tiempo para menudencias. Quité la pancarta del marro y con la pesada hebilla de mi cinturón en la otra mano los miré desafiante, pero su sofocante embestida y el grito <<¡No son estudiantes, son los Halcones!>> flaquearon mis piernas y engarrotaron mis manos, el madero se deslizó al suelo. Apreté mi bajo vientre y corrí escondido en las sombras del muro rumbo a la entrada de la escuela, distante 200 metros, esquivando las alas de los agresores que envolvieron a todos sin distinción. Con la mirada dispersa quedó Pepe, esperando su destino.

La algarabía de manifestantes y albañiles de un edificio en construcción alentaron mi atrabancado andar, luego de que los primeros habían repelido la acometida de los agresores con  palos, picos, palas, varillas y hasta una llave inglesa. En un efímero gozo, los Halcones replegaron sus alas y sonaron los primeros disparos. Mi acelerada carrera flaqueó y desvió mi vista del camino, y al atravesar el portón de la Normal choqué con una estudiante uniformada.

– ¿¡Quiénes son, qué pasa!? –me dijo alarmada mientras nuestros ojos giraban y los cuerpos se contemplaban.

 – ¡Los Halcones, corre! –chillé, pero no me escuchó, los disparos opacaron mis palabras y el dolor esculpió su rostro. Se desvaneció en mis brazos. Me desatendí, mis músculos flaquearon y se me escurrió. Corrí, sortee el zumbido de los disparos, subí unas escaleras y me dejé caer en el rincón de un salón de clase, donde me encuentro.

Debo calmarme, sino sucumbiré ante mí peor pesadilla: mi espíritu doblegado. Respiro profundo, me pongo de pie y me asomo por la ventana para otear, para solazar mí alma. Grave error, me recibe una atmósfera lúgubre, un velo rasgado por ráfagas de balas por donde se cuelan rayos de luz para pintar de rojo el suelo. Atraen mi mirada desesperados gritos de <<¡Únete pueblo, únete pueblo!>>, apagados por ametralladoras y cuerpos cayendo dejando una estela de sangre al ser arrastrados por sus compañeros. Ya en la paranoia, estudiantes lapidan una ambulancia de la Cruz Roja hasta que las irónicas voces los apaciguan: <<¡No son ellos! Los de la Verde se llevan a los heridos para rematarlos>>.

Esas voces, esas voces. Las oigo por todos lados, en todo momento, ¿serán ecos de los disparos?, ¿será el suspiro de la calaca?, como el susurro espectral que alerta: <<No se asomen, hay francotiradores en los edificios cercanos, ya mataron a uno, en el segundo piso>>. ¡Estaré quedando loco!  Regreso a mi refugio donde la sarcástica sonrisa de la muerte no puede alcanzarme en mi posición fetal y con mi boca anolando el dedo gordo de la mano derecha. Quiero pensar en nada y pienso en todo, mis recuerdos aparecen y desaparecen sin orden e incompletos, otras veces incompresibles,  absorben mi atención, cumplen su cometido de alejarme de la realidad.

IV

Marcos, como los demás líderes, recibió un frío acero con un sensible gatillo, listo para hacer arder sus letales entrañas, similar a los que había acariciado en las prácticas de tiro contra blancas siluetas, pero ahora su dedo índice temblaba ante su tacto, lo que trató de disimular con una carcajada que desfiguró su rostro y un grito que ventoseo sus entrañas: <<¡Contra los traidores a la patria!>>. La vergüenza de ver a su parvada rechazada en las propias puertas de la Normal excitó su dedo y fue de los primeros en sucumbir ante el gatillo; apuntó a un par de revoltosos, uno alto y otro gordo, que penetraron al inmueble. Una sombra que flotaba entre éstos inició una lenta caída. Sintió el sabor de la muerte y su índice se congeló hasta que el arma se vació. Las órdenes se confundieron entre gritos, llantos y últimos suspiros, y la pared y la acera frenaron su desplome al arrebatarle la huesuda su conciencia.

Pasada la medianoche, los chalados Halcones regresaron a su nicho. No hubo despedidas, adioses, golpes entre las manos, señas ni un hasta mañana; todos querían decir nada.

A Marcos lo esperaba su Harley-Davidson, negra y de asiento de cuero, regalo del comandante por sus años de leal servicio, sin cuestionar nunca la autoridad. El camino a casa estuvo acompañado de un sentimiento de culpa, de haber fallado, alentado por la muerte que lo abrazaba. La realidad lo regresó en las puertas, subió a su cuarto, agarró una botella de mezcal y abrió la ventana. Le pesaba la vida. Una ráfaga de viento hizo vibrar a la huesuda que aún lo cubría.

V

Mientras el ocaso teñía de gris las cosas, las voces fantasmales nos citaron a una reunión en la dirección del plantel, en el tercer piso del segundo edificio, donde se agitaban miradas perdidas, risas idiotas, discusiones estériles, llantos angustiados. De los dos pisos inferiores brotaban la impotencia, la desesperación, la incertidumbre de niños y niñas, jóvenes, maestros y maestras, desde preescolar hasta licenciatura, quienes quedaron atrapados. <<¡Los sacaremos en nuestros autos!>>, consolaban los tutores a los más pequeños, quienes no habían dejado de llorar. Los mayores, se farfulló, que Dios los bendiga, saldrán por su cuenta. <<¡Malditos revoltosos que vinieron a inquietar la tranquilidad de la Normal!>>, reclamaron.

La orden llegó: <<¡Saldrán tres niños y un manifestante!>>. Llegó mi turno, con el rabillo del ojo divisé al Marrano dos lugares atrás. Deje el inmueble con el cuerpo curveado, la cabeza baja y arrastrando los pies por una pequeña puerta lateral, marcándome el camino dos niños y una niña, y seguido por el mismo contingente, de no más de siete años de edad. El poco de orgullo que me quedaba se desplomó, nunca fui más humillado. Yo, quien digo que todo lo puedo, pendía mi seguridad de unos escuincles que de seguro no sabían leer ni escribir.

La concurrida avenida México-Tacuba estaba vacía, custodiada por miradas inquietas y temerosas, de gente que se aglutinaba con la penumbra de los edificios. A cada lado y en cada vía, a cien pasos de la puerta, un par de ambulancias de la Cruz Roja eran una barricada para el tránsito peatonal y vehicular; un obstáculo para cosas tangibles. Prudentes, para no levantar el agresivo aroma rezagado en el suelo, los paramédicos atrajeron a los niños. A mí sólo me hicieron bruscas señas de que siguiera mi camino.

– ¿Pero a dónde? –les pregunté con voz quebrada.

– No sé…allá tú, no te metí en esto.

Se me acercó el Marrano.

– ¿Y Pepe?

– Su mirada se me perdió antes de entrar a la Normal, -respondí casi en silencio.

La desierta avenida, velada por siluetas agazapadas en su entorno, se agitó ante un grito: <<¡Los Halcones!>>. Más tarde que nunca, marcaba mis nudillos en una puerta húmeda por mis sollozos y mi súplica: <<¡Ayuda, ayuda!>>, hasta que me tranquilizó otra voz pasajera: <<No te alarmes, sigue tu camino>>. Me siguen por todos lados, ¿esas voces, hasta cuándo me dejarán en paz?

–  Vamos a la estación del Zócalo, la de San Cosme está cerrada, -escurrió de mis labios un bisbiseo que alentó mí paso.

– Pero son 15 kilómetros, -apeló apocadamente el Marrano.

Mi mirada perdida hizo caso omiso a su súplica y se posó en mis pisadas para evitar sucumbir; y el tiempo alejó su existencia.

Entramos al Metro teniendo como cómplice al silencio. El Marrano solo me siguió cuatro estaciones, y al bajarse la luz de las lámparas blanquearon su cabello, la calaca aún buscaba otra presa. Por costumbre, me bajé en la estación Churubusco y me encaminé a mi casa, a diez cuadras de distancia, sobre la calle Carreteraco.

El portón del garaje no me representó obstáculo alguno, no tenía cerradura, y en la puerta principal mi papá me encaró con los cabellos entre los dedos:

–  ¿¡De dónde vie…!?, -pero mi cara pálida y mis envejecidos ojos rojos respondieron su pregunta antes de que concluyera.

– Vete a dormir, mañana hablamos, -me murmuró con tierna voz.

Mi cabeza no tuvo pujanza para levantar mi vista. Las piernas me flaquearon y a duras penas subí las escaleras, y al entrar a la recámara mi pesado cuerpo se desmoronó sobre la cama.

Amainaron mis fuerzas y solté a mi corazón, oprimido desde que vi al Marrano y a Pepe para ir a la marcha. Por fin descansó y de inmediato comenzó a derramarse por mis ojos. En un amargo y trágico día perdí mi inocencia, pero puedo presumir salí bien librado, el daño solo fue en mi alma, pero ya se repondrá. La muerte que me acogía esperando mi último suspiro para llevarme con la estudiante que me salvó la vida, se separó de mí lentamente y se asomó por la ventana donde se esfumó dejando un seco sonido en los cristales. Mi cuerpo se negaba a despegarse de la cama, por lo que tarde unos minutos en correr la cortina y abrir la ventana, donde me esperaba mi vecino ofreciéndome una copa de mezcal. El alcohol ahogó cualquier comentario.

– Vi la muerte, – exclamé al aire entre susurros.

– Soy la muerte, -me respondió y con dedos cadavéricos me jaló de la camisa, y mi último recuerdo es el seco golpe de mi cabeza con la banqueta.

lucasierramartínez@gmail.com

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