Historia del Héroe y el Demonio del Noveno Infierno – XVI

By on julio 1, 2021

VII

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Tigre de la Luna llevaba un registro minucioso de las actividades de Hunac Kel en un libro bellamente decorado llamado Códice de Mayapán. Por 1562, ya en tiempos de la Conquista española, el sacerdote franciscano Diego de Landa dio a la hoguera, durante un célebre auto de fe en el pueblo de Maní, un número desconocido de papeles, libros y esculturas mayas que cayeron en su poder, incluido el códice mencionado. Landa, un fanático religioso, consideraba todos esos libros y esculturas como cosas del demonio. Aquel acto de barbarie acabó con buena parte de las fuentes de la historia de esa cultura admirable, privando a los estudiosos de documentos inestimables.

Milagrosamente, dos sacerdotes sagrados copiaron, en el más absoluto secreto, un número de páginas del Códice de Mayapán, entre ellas las relativas a los cónclaves de la Confederación de Mayapán celebrados en aquella ciudad. Tigre de la Luna redactó, a modo de excelente crónica, los pormenores de uno de ellos:

Dos veces al año concentrábanse en Mayapán los integrantes de la Triple Alianza con objeto de tomar acuerdos relativos a la paz de los reinos confederados. Pero la verdad es que lo que menos les importaba era debatir, sino emborracharse y comer opíparamente. El único que se cuidaba de tomar y de comer con exceso era Hunac Kel, adicto al ejercicio y a la vida sana. Los reyes de Chichén Itzá y de Uxmal, Chac Xib Chac y Ah Tutul Xiu, y su élite de capitanes no dejaban escapar la oportunidad de ser agasajados, y no paraban de beber y comer a lo bestia. Por aquel entonces, Chac Xib Chac era un cincuentón, y Ah Tutul Xiu había cumplido setenta años; Hunac Kel apenas frisaba los veinte.

En los banquetes, Chac Xib Chac solía brindar por los tiempos dorados que se vivían:

–Y vendrán más –proclamaba, echando el pecho hacia adelante, como acostumbraba cada vez que se dirigía a una multitud, o a ciertos personajes que quería impresionar–, gracias a nuestra Confederación de Mayapán, un formidable escudo contra todo aquel insensato que pretenda asaltar nuestros dominios. No hay duda de que los dioses nos amparan contra los envidiosos y los aventureros.

A veces, hombre extravagante y amigo de los caprichos absurdos, pedía a sus pares sesionar en la selva en vez del palacio de Hunac Kel:

–Estaremos en contacto con la Naturaleza –explicaba–, y escucharemos las melodías de los mejores cantores: los pájaros de nuestra tierra.

Para trasladarse a la selva era preciso desplazar a más de quinientas personas, entre sacerdotes, capitanes, músicos y soldados, aparte de víveres y licor para por lo menos un mes.

–Pero estaríamos más cómodos en el palacio de Hunac Kel, donde contamos con todo, sin tener que mover un dedo –protestaba el rey de Uxmal. ¿Por qué estarse en la selva tanto tiempo sufriendo incomodidades, el calor y las picaduras de los mosquitos?

–¡Nada, nada! –porfiaba el de Chichén Itzá― Ahí estaremos más a gusto, señor, lejos del pueblo, madriguera de resentidos y chismosos, donde acaso pudiera ocultarse un traidor.

Hunac Kel, a quien yo había enseñado a disimular su profunda aversión por Chac Xib Chac, prefería no intervenir y, finalmente, todos se fueron de excursión muy dentro del bosque, donde escogieron un claro amplio y desyerbado, para construir una choza de tamaño considerable; dentro de ella acomodaron los bártulos de los dignatarios. Rodeándola, a prudente distancia, se instalaron los sacerdotes, exceptuándome a mí, que siempre permanecía cerca de Hunac Kel por disposición suya; enseguida alojaron a los capitanes en chozas menos ostentosas, y más atrás, en los lindes de la selva, veíase el barracón de la soldadesca, hombres más morenos que el común de la gente que sudaban horrores bajo los rayos de Kin o, por las tardes, empapados de las lluvias tropicales bienhechoras del maíz pero, en aquellos momentos, aborrecidas de los estoicos guerreros.

En el claro del bosque, protegidos por los techos de palma de su alta cabaña, conversaban, a veces de cosas intrascendentes, los soberanos de las principales potencias mayas, a los que se sumaban los jefes de los reinos menores, pero no menos importantes para el conjunto de la Confederación. Los reyes se la pasaban bebiendo balché, y comiendo, a modo de botana, platos de charales tostados, ciertamente sabrosos. Los jefes de Mayapán e Izamal bebían y comían a otro ritmo, sin prisas, el primero, por hábito que había aprendido de su padre, Barbas de Ardilla, y el otro, Ah Ulil, porque era viejo, desdentado, y no de mucho aguante.

Ah Ulil gustaba de recordar la vez en que, dando un paseo durante uno de estos congresos, se extravió en la selva y un colérico jaguar negro estuvo en un tris de destriparlo: –Yo estaría muerto de no haber sido por tu oportuna presencia, Hunac Kel, pues acabaste con la fiera con tus flechas. A ti te debo la vida.

–Bueno, son mis rumbos, Ah Ulil, no lo olvides–dijo Hunac Kel satisfecho en su vanidad de que se recordase ese suceso–y me conozco la selva como la palma de mi mano. Aquella tarde me intrigó tu excesiva demora en regresar de tu paseo y sospeché que algo no andaba bien. Corrí dentro del monte y te encontré tratando de zafarte de las garras del jaguar negro que te mantenía en el suelo listo para saciar su hambre.

–¡Y qué fiera tan grande! –gritaba Ah Ulil–. Me había tumbado y estaba por desnucarme. Fue cuando milagrosamente apareciste.

–Lo demás es historia–concluyó Hunac Kel sonriendo–pues sólo me bastaron dos flechazos bien colocados para acabar con la bestia.

–Este suceso, sin duda –dijo Ah Ulil– figurará entre tus hazañas.

–Si mi biógrafo Tigre de la Luna no se olvida de registrarla en el Códice de Mayapán –rio Hunac Kel mirándome con el rabillo del ojo.

Chac Xib Chac, a quien disgustaba escuchar elogios sobre Hunac Kel, desvió enseguida el curso de la conversación:

–Creo que es la hora de nuestros juglares –dijo–. Yo me he traído como siempre a Ah It’s Al, El Letrado, que le ha cantado a Chichén Itzá como ningún juglar. A ver, poeta ¡alégranos el día!

El Letrado, un hombre espigado de mediana edad cubierto con una capa cuadrada y un penacho adornado de flores, ascendió por una pequeña plataforma de madera colocada en medio de todos los señores y cantó, acompañado de un tunkul:

En Chichén Itzá hay una pirámide

donde el tigre rojo pernocta su melancolía.

En Chichén Itzá duermen los ecos

y las sombras de reyes y guerreros.

De pronto, como era su costumbre, Chac Xib Chac interrumpió ruidosamente el desarrollo del canto:

–¡Ay, señor Letrado, no hay duda de que eres el mejor poeta de todos! Sin embargo, me hubiese gustado que en lugar de “ecos y sombras de reyes y guerreros” itzáes, que me huele a difuntos, te refirieras a nosotros como los personajes que somos, vitales y dispuestos al combate… Pero, en fin, vosotros los poetas sois gente muy especial a quienes, según dicen, vuestros versos os vienen como por inspiración divina y de eso no sé mucho. Pero prosigue, Ah It’s Al, con tu cantar.

El Letrado disimuló su rabia al verse interrumpido, pero nada podía argüir ante el rey. Sin embargo, en venganza, eliminó varias estrofas de su composición y concluyó de esta guisa:

Pisan la suave sombra del mediodía los venados,

las serpientes de piedra

descienden desde la cúspide

de equinoccios y solsticios,

y en la alta noche los astrónomos

desvelan la encrucijada de la Eternidad.

Todos ovacionaron al Letrado quien, todavía disgustado, hizo una rápida genuflexión y, bajándose de la plataforma, se sentó en una estera.

Chac Xib Chac, cuya profunda ignorancia no le permitió reparar en que el poeta había eliminado buena parte de la composición, se regodeaba ante la ovación de los invitados:

–¿Que os parece mi juglar? –preguntó, y sin esperar respuesta, añadió–. Yo le he encargado al poeta cantar mis glorias, que no son pocas; que me consagre una oda, o un himno, que sé yo…y se dirigió al Letrado– ¡Vamos, poeta! No te hagas de rogar y ocúpate de escribirme un inspirado verso.

El Letrado ensayó una nueva genuflexión y, furioso, abandonó la escena.

A poco se oyó la voz cascada del rey de Uxmal:

–Yo también dispongo de un gran poeta –dijo Ah Tutul Xiu– y su nombre es Ah Kinich, el Señor Ojo del Sol, que ni de ojo ni de sol tiene nada, pues, como veréis, es ciego, y más pálido que el manto con que viene arropado. Sin embargo, nadie está arriba de él en la bella Uxmal en el arte de componer versos, pues no sólo conoce a la perfección las reglas de la retórica, sino que es poeta inspirado y no tengo que decir que sabio, porque todos los poetas son sabios –y, volviéndose al Señor Ojo del Sol, lo invitó a tomar la palabra.

Ah Kinich impresionaba el ánimo por las dos grandes cuencas vacías de sus ojos: vestía de blanco y sostenía en la mano derecha un largo bastón para guiar sus pasos. Sin embargo, gozaba de un notable sentido de la orientación, así como el de la percepción del efecto escénico que pudiera producir en la audiencia. Trepado en la pequeña plataforma de madera, se expresó con facilidad:

En Uxmal restalla el látigo de los resplandores

Quien asciende a la cúspide de la pirámide

toca a los astros,

percibe la respiración de los dioses

y acaso escuche el tañido

del címbalo de oro

que fulgura en las manos de un rey mago.

Chac Xib Chac interrumpió de nuevo: –No es malo tu juglar, Ah Tutul Xiu –le gritó al señor de Uxmal–. Sobre todo tomando en cuenta la desgracia de su ceguera. Sin embargo, prefiero a mi Letrado. Mas escuchemos como da fin a su actuación Ah Kinich.

El invidente, hierático, concluyó el canto a Uxmal:

Entre los ecos de una caverna

vive todavía la abuela de ese rey,

castigada de siglos.

A sus pies yace, en silencio,

el rencor de una serpiente fugitiva del infierno

El público aclamó con emoción al Señor Ojo del Sol.

–En este canto –explicó Ah Tutul Xiu–, el poeta rescata parte de la historia legendaria de nuestra Uxmal. En él figuran la pirámide del Adivino construida en una sola noche, el mágico címbalo de oro cuyo sonido enorme e impensado marcó el principio del fin del mal gobierno del viejo rey, y el destino de la abuela del nuevo soberano, el rey mago. Se dice que la abuela, transcurridos mil años, vive todavía en una caverna de la selva, custodiada por una serpiente brutal.

La leyenda fue tema de conversación entre los dignatarios por unos momentos; luego cantaron otros juglares y, al final, Chac Xib Chac, en tono burlesco, se dirigió al anfitrión, que poco había hablado:

–¿Y tú, Hunac Kel? –le preguntó–. ¿No has hecho preparar algunos versos a tu poeta Ah Nachan Pat para la ocasión? Me gustaría escucharlo… ¿o es que ha temido enfrentarse a mi Letrado…?

–No –dijo Hunac Kel–, ni siquiera lo he invitado a comparecer. Está un poco enfermo y se ha quedado en casa a descansar. Ah Nachan Pat es un hombre viejo, entiéndelo. Por ahora me escribe algunas estrofas heroicas que nos cantará en nuestro próximo congreso.

Pasado el momento de los juglares, los invitados prosiguieron con la comilona y la conversación:

–Los dioses han sido generosos con nuestros pueblos–dijo Chac Xib Chac mientras se introducía, groseramente, un gordo puñado de charales tostados en la boca–. Pronto cumpliremos dos siglos de vivir en paz y prosperidad gracias a la Confederación de Mayapán fundada por nuestros ancestros. No sé vosotros, pero yo no me he andado con miramientos y he hecho sacrificar una gran multitud de esclavos en honor a los dioses. He ofrendado los corazones tiernos de niños y niñas, principalmente ante Ah Puch, nuestro iracundo dios de la muerte ¿por qué no? Ah Puch es la más temible de nuestras deidades porque con él se acaba todo; con él no tenemos escapatoria; si no le regalamos sangre humana de la mejor calidad, se enojará y nos tenderá su trampa mortal para cogernos; quizás nos mande una hemorragia con la que nos desangremos del todo, o tal vez nos pudra el cuerpo; o, como le ha ocurrido a un querido amigo que se abstuvo de ofrendar un poco de su propia sangre, el dios, ofendido, lo hizo enflaquecer hasta quedar en los puros huesos, que se hicieron polvo. Ah Puch, si lo desea, puede hacernos morir repentinamente, sea bien al salir de nuestra casa, o en los caminos, ahogados en nuestro propio vómito de sangre. Por eso le temo y le regalo con festejos y sacrificios todo el tiempo. Y gracias a ello he cumplido cincuenta años y tal vez viva otro tanto.

–Yo también le temo–admitió Ah Tutul Xiu, tras sorber de su trago de balché–, y en su honor he practicado sacrificios de hombres y mujeres, aunque no tantos como tú, Chac Xib Chac; mis largos años han sido prósperos y en buena salud, aunque hoy sufro los achaques de la vejez, que me es cruel y me impide disfrutar de los placeres carnales, de la comida y de la bebida. Con todo esto, no me quejo, y Ah Puch jamás me ha tendido ninguna de sus trampas mortales, cosa que agradezco. Por cierto –añadió, volviéndose a Hunac Kel–, Chac Xib Chac nos ha recordado que la Triple Alianza cumple doscientos años: tú, en Mayapán, ¿cómo piensas celebrar la efeméride?

Pero Hunac Kel pareció no escuchar la pregunta: su pensamiento se hundía en esos momentos en los horrores del Noveno Infierno del dios de la muerte, tema que Chac Xib Chac se había sacado de lo más negro de su alma para fastidiar a su anfitrión. Y al parecer, lo había logrado: Hunac Kel, enfurecido, pensó en saltar de su asiento y romperle la cara a Chac Xib Chac, pero yo, tirándole del manto, le advertí por lo bajo que aquellos señores no eran unos cualesquiera sino sus huéspedes de honor, que golpear a uno de ellos constituiría un escándalo de repercusiones inimaginables. Hunac Kel se calmó, en apariencia, no así su cerebro, atormentado por la calavera brutal de Ah Puch, tal como la había enfrentado aquella hoy remota noche en que, siendo niño, Chac Xic Chac lo había empujado contra el ídolo aborrecido.

La voz de Ah Tutul Xiu, que repetía la pregunta por la tercera vez, sacó finalmente al abstraído Hunac Kel de las tinieblas del Noveno Infierno:

–Decía, Hunac Kel, ¿cómo has pensado celebrar los doscientos años de la Liga de Mayapán?

Pero justo cuando Hunac Kel se recuperaba de su momentánea enajenación y se disponía a responder, Chac Xib Chac lo interrumpió con majadería:

–Escucha, Tutul Xiu, ¿por qué molestar a Hunac Kel cuando yo puedo encargarme de la celebración?

–Pero, Chac Xib Chac –razonó el rey de Uxmal–, nuestra confederación porta el nombre de la sagrada Mayapán, no el de Chichén Itzá. Y el rey de Mayapán es Hunac Kel y no tú.

–¿Y eso qué importa? –insistía groseramente Chac Xib Chac–. Sin pretender ofender a nuestro anfitrión, Chichén Itzá es una ciudad más grande y famosa que Mayapán, y ante un festejo de esta naturaleza, al que asistirán multitudes, Mayapán no se daría abasto, y el mayor de sus templos redondos no posee, ni con mucho, la majestuosidad de nuestra pirámide de Kukulcán, destino obligado de peregrinos de todas las latitudes. Además, abundan los señores ricos en mi ciudad, dispuestos a sufragar los costos de la celebración de la efeméride, cuestión que aprovecharía mi amigo Hunac Kel a sus economías. Sin embargo, os suplico que no toméis a mal mi propuesta, amados reyes y príncipes, y obrad como mejor os plazca, que yo acataré lo que nuestro consejo determine.

Pero Chac Xib Chac, con sus artificiosos argumentos, ya se había salido con la suya, sus pares se mostraron convencidos de que su alternativa era la más ventajosa solución para todos, y es que si alguna ciudad provocaba el respeto y la admiración de propios y extraños ésta era Chichén Itzá, con su espectacular pirámide que parecía haber sido construida por los mismos dioses, su Cancha del Juego de Pelota, la más grande de la historia maya, y su lúgubre Cenote Sagrado, con sus enormes fauces siempre abiertas y dispuestas a devorar todo lo que tuviera vida para alimentar el ego de decenas de sitibundos dioses, en primer lugar el temible Ah Puch.

Todos los soberanos aprobaron la moción de Chac Xib Chac. Hunac Kel intentó protestar:

–Yo bien podría organizar las celebraciones –esgrimió–. Mayapán es suficientemente grande para recibir a toda esa gente.

Pero era demasiado tarde y Chichén Itzá había sido la elegida. Hunac Kel sintió un justificado odio contra Chac Xib Chac que lo había humillado públicamente, entonces tuve que persuadirlo de nuevo para que dejara las cosas en paz.

–Son las experiencias de la vida, querido rey –lo consolaría más tarde su maestro; ellos son viejos y tú un veinteañero y te han tragado de un bocado. Mas no importa: deja que este engreído de Chac Xib Chac cargue con el cuantioso costo del festejo. Además, no olvides que Chichén Itzá palpita en tu corazón. Tú así lo has declarado.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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