A la memoria de don Eloy Centurión, “Don pajarito”
Con los ojos de la memoria veo pasar al barbero con su caja de madera pulida incrustada en su cadera. Silbando una melodía, saluda con excelente dicción a los vecinos. Es un atardecer envolvente, una luz inolvidable de un día extraviado entre tantos meses y años.
Aun cuando en el pueblo hay barberías, los barberos ambulantes recorren las calles y caminos de “tras el pueblo” donde viven personas humildes entre los humildes que requieren de sus servicios. Sus cortes de cabello son únicos e inmutables: Para todos es el mismo.
Silban una canción anacrónica, proveniente de alguna película viejísima o de una orquesta ya desaparecida, pero cuya armonía prevalece en la memoria musical. Este barbero recorre el pueblo todas las tardes. Además ayuda a terminar una casa, levanta una albarrada, alivia los dolores de las articulaciones, acomoda un hombro, entabla una conversación, y lleva mensajes de un lado a otro.
En su caja de madera, pulida por fuera por el uso continuo y cotidiano más que por algún barniz o resina, lleva una o dos tijeras, un peine, una tacita de peltre, un cabito de jabón, una escobetilla, la navaja que afilaba con su cinturón. Encima de ellos un pedazo de tela blanca, limpia, aromática, que colocaba alrededor del cuello. Una silla de tijera, un taburete, una piedra, cualquier elemento podía servir para sentarse.
Donde estaba el barbero se arremolinaban los vecinos; ancianos, jóvenes y niños, de pie, de hinojos o en cuclillas, sobre la albarrada, a mirar nada más y porque sabían que habría conversación, chistes, cuentos, viejas historias del pueblo, anécdotas, moralejas. Por entre ellos se convocaba y transitaban sombras de personajes ya idos, o fantasmas que retornaban en la visión de cada quien, de cada cual.
No faltaba quien hacía peticiones: “Oye, cuenta el chiste del barbero de Chuburná”, “Dinos otra vez de tu encuentro con el rey de los venados que te pasó el 15 de noviembre aquél”. El cortador de cabellos alimentaba, hacía crecer la imaginación y la fantasía en la cabeza de sus oyentes y, con una paciencia infinita y una concentración matemática, mientras narraba iba derribando matas de cabello y deforestando las cubiertas de mundos a la vez ajenos e inaccesibles.
Pero lo que más llamaba la atención era su estupenda dicción y corrección al referirse a las personas y al hablar en general: “Buenos días, caballero”, “Doña Guadalupe, ¿Cómo está usted? ¿Tomando fresco del atardecer?”, “Qué tal, don Gregorio. ¿Cómo sigue esa rodilla?”. Se escuchaban todas y cada una de las palabras perfectamente pronunciadas, cada letra seguida y en el lugar que le correspondían, los oídos percibían con delicia aquella manera de expresarse. Quizá allí también radicaba el hechizo de sus relatos: que los decía con una inobjetable diafanidad, transparencia y limpieza.
Allí queda esta imagen. En el mejor de los casos, los barberos ambulantes aún continúan recorriendo las calles de sus pueblos, de esta misma ciudad, llevando un poco de decoro y arreglo personal a quien lo solicita, y también un poco de plática y, con su labor permanencia, a esos oficios nobles, sencillos y plenos de humildad, pero a la vez valiosos en la conservación de nuestra memoria y tradiciones orales.
Juan José Caamal Canul