El último combate

By on enero 22, 2015

Realmente no recuerdo cuántas peleas enfrenté a lo largo de mi vida, pero sí las que perdí. Crecer en el sur profundo de Mérida implica pagar un precio y, en mi caso, la cuestión de ‘agarrarme a golpes’ con otra persona fue una necesidad social más que una afición natural.

En San Antonio Xluch’ enfrenté combates serios, la totalidad de ellos sin la mínima experiencia. Toda la información que mi cerebro registraba en eso tiempos eran las películas de Bruce Lee, los libros de defensa personal que leía y practicaba siempre a solas, y los consejos de mi hermano – él sí era un peleador experimentado.

Las primeras peleas fueron más por necesidad que por gusto.

Las primeras peleas fueron más por necesidad que por gusto.

La banda que controlaba la colonia me hizo la vida imposible por más de 15 días para orillarme a mi primera confrontación con un lugarteniente. Apenas empezaba a esquivar madrazos cuando el líder decidió ser mi rival. A base de patadas lo mantuve alejado y cuando entró de frente lo alcance con golpes rectos. Él me hizo creer que atacaría por un costado y, al abrir mi guardia, me pateó en los testículos. Quedé tirado y tardé en recuperarme más de media hora. Fue mi bautizo de fuego, mi primera derrota y mi pase para formar parte de ellos.

Estando en segundo de Secundaria, acudí enfermo a clases. La calentura me puso mal y, para colmo, un colega apodado ‘El Cuervo’ me estuvo fastidiando todo el día y logró comprometerme para un duelo detrás del laboratorio.

Me sentía mal pero no podía echarme atrás pues en esos años no hacías lo que te dictaba el sentido común, sino lo que ‘la bola de cuates’ ordenaba. El ave negra me lanzó una bola de madrazos que se estrellaron contra mis brazos (que protegían mi cabeza). Como no respondí, se decretó mi derrota, la segunda en mi cuenta.

Mi vida era tranquila. Estudiaba y realizaba otras actividades. Pero las peleas formaban parte del entorno.

Mi vida era tranquila. Estudiaba y realizaba otras actividades. Pero las peleas formaban parte del entorno.

Las siguientes peleas fueron contra ‘intrusos’ de la colonia aledaña que comenzaban a ‘invadir’ nuestra zona, como argumento de una mala película oriental de acción. Eran peleas de uno contra uno, y sin patadas en el suelo ni golpes bajos. Participé en tres batallas campales: una contra la banda de San José Tecoh, en la cual un vecino sacó su rifle de perdigones y disparó contra todos; otra contra los de la Emiliano Zapata, más salvaje; y la última en pleno Xluch contra los ‘del final’, en la que incluso hubo motos incendiadas, llovieron piedras y hubo heridos graves.

Una tarde escuché que mi hermano menor Juan lloraba, y supe que le había pegado uno de tres hermanos chilangos que vivían enfrente de casa de mi madre. Los imbéciles querían imponer su ley y trataban de dominar aquella zona. Salí furioso a reclamarle al agresor y de inmediato comenzamos a golpearnos. La balanza se estaba inclinando a mi favor cuando los otros dos cobardes intervinieron y entre los tres me patearon en el suelo. Logré levantarme y huir de la escena. Mi tercera derrota fue injusta y la necesaria revancha llegaría poco tiempo después.

Para alejarme de ese entorno, mi hermano Enrique me llevó a vivir con él y me hizo ver que me había pasado años idolatrando las artes marciales pero jamás las había puesto en práctica. ‘Deja de idolatrar a Bruce Lee, imítalo’, fueron sus palabras y éstas calaron muy hondo en mí.

Inicié la búsqueda de una academia adecuada, visitando las que existían en Mérida a inicios de la década de los 80´s. La fortuna hizo que conociera al sensei Hernán Sobrino Baeza, un maestro cuyo método era muy efectivo en el combate real. Su hermano Porfirio era el maestro, y Hernán el director. De ambos aprendimos y con ambos entrenamos a un ritmo realmente demandante.

 Mi sensei Hernán Sobrino Baeza y su hermano Porfirio, sacaron lo mejor de mí como artista marcial.

Mi sensei Hernán Sobrino Baeza y su hermano Porfirio, sacaron lo mejor de mí como artista marcial.

Durante los siguientes 108 meses estuve dedicado en cuerpo y alma a ese dojo, con resultados muy eficaces. Entrenaba tres veces por semana, combatiendo todos los viernes. El método de Hernán mezclaba el estilo chino de kung fu denominado Wing Chun, con técnicas de full combat, boxeo y karate shotokan. Nos entrenaba para ser eficaces y prácticos en peleas reales. Aprendimos a lanzar varios tipos de golpes, patadas, codazos devastadores para el rival. También aprendimos técnicas defensivas, pero el método era mayoritariamente agresivo: no permitía ataque, buscando liquidar al contrincante antes de que se convirtiera en una verdadera amenaza.

Mi cinta negra la gané hasta después de 3 años de preparación, enfrentando a los mejores en mi peso del dojo. Mi avance me hizo formar parte de la escuela. Además de los combates, me tocaba realizar una muestra del manejo del nun-chaku (arma que aprendí a dominar instruido por mi amigo Teodoro Vargas).

En las exhibiciones yo era el encargado de la demostración de nun-chakus. A la derecha mis profesores, Porfirio y Hernán Sobrino.

En las exhibiciones yo era el encargado de la demostración de nun-chakus. A la derecha mis profesores, Porfirio y Hernán Sobrino.

Ser seleccionado significaba que el entrenamiento se intensificaba con más días de práctica y combates contra alumnos de otras academias. En esos tiempos los combates de full contact no estaban permitidos en Yucatán, lo que nos obligaba a viajar a Quintana Roo, Campeche y Tabasco para participar en eventos que se realizaban generalmente en gimnasios o unidades deportivas.

Enfrentábamos a cintas negras de Tae Kwon Do, Karate y Full, arrasando con todos. Nuestro brutal entrenamiento nos brindaba una ventaja sobre los sorprendidos oponentes. Nuestra estrella era Ángel Geman, poseedor de un derechazo devastador y una visión felina.

Calentando previo a un combate en Cancún.

Calentando previo a un combate en Cancún.

A pesar de ello, el destino me tenía reservada mi cuarta derrota en el vecino estado de Campeche. Viajamos en una camioneta descubierta, había llovido, el evento era al aire libre, con la duela del ring mojada y, para colmo, no había peleadores de mi peso, sino de 4 kilos arriba. Hernán me aconsejó: ‘esa patada de giro que tiras es tu mejor arma, trata de meterla cuando tengas oportunidad’. Fueron tres rounds agotadores, entrando con todo contra un oponente más alto y fuerte, además sucio. En un momento al tirar una pata de giro resbalé y estando en el suelo me lanzó una patada a la cara que apenas pude esquivar. El público se prendió y al terminar el round me sentí como en una escena de ‘Rocky’, recibiendo el abrazo de mis maestros y colegas. Sin embargo, los jueces le dieron el triunfo al tabasqueño a pesar de la rechifla del respetable. ¿La ‘razón’? Me acusaron de no tirar las seis patadas mínimas reglamentarias en el segundo round. ‘No tiró seis, tiró diez, pelanás’, gritó una señora.

En Campeche, poniendo contra las cuerdas a mi rival tabasqueño.

En Campeche, poniendo contra las cuerdas a mi rival tabasqueño.

Curiosamente, fuera del mundillo marcial no volví a pelear con nadie. Sin embargo, una noche el destino puso en mi camino la posibilidad de llevar a cabo un último combate. Estando platicando con mi amiga Patricia Abdala, en la calle 95 de la gasolinera ‘Los Cocos’, pasó un personaje famoso por ser el madreador del rumbo. Al tipo se le hizo fácil pasar y agarrarle las nalgas a la dama. Ella se sacó mucho de onda y yo la tranquilicé, invitándola a entrar a su casa.

Alcancé al ‘tocanalgas’ a dos cuadras advirtiéndole: ‘Oye, lo que acabas de hacer fue una falta de respeto y al que no se le educa en la casa se le educa en la calle’.

“¿Y tú me vas a educar, hijueputa?”, respondió mientras levantaba los brazos en posición de boxeador.

‘Por supuesto, amigo’

Caminé hacía él y antes de que se diera cuenta yo ya estaba girando para meterle una patada de dragón en pleno estómago proyectándolo un metro hacía el suelo. Comenzó a vomitar y jalar aire, balbuceando de dolor. El combate había terminado en segundos. Desde entonces tuve algunos percances pero nada comparado con las confrontaciones que experimenté en aquellos años locos.

Ricardo Pat

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