Crónicas Retrospectivas XVIII

By on junio 2, 2016

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REBELIÓN DE DON LINO MUÑOZ CONTRA VICTORIANO HUERTA

El Coronel José María Ceballos, jefe político de Progreso, cuyas arbitrariedades y tiranía desencadenaron los acontecimientos a que nos estamos refiriendo, se encontraba descansando en sus habitaciones, situadas en la planta alta del Palacio municipal, en la noche de los trágicos sucesos.

De guardia en la puerta, vigilando el sueño del sátrapa pueblerino, se encontraba el soldado de primera Francisco Casares, miembro del cuerpo de la policía montada del puerto.

Este escuchó, minutos después de la media noche, el ruido de disparos y vítores a don Venustiano Carranza, primer jefe del Ejército Constitucionalista que había empuñado la bandera de la insurrección contra el usurpador Victoriano Huerta.

El guardián se asomó a uno de los balcones del edificio y vio numerosos grupos de personas frente al palacio. Dio la voz de alarma e hizo algunos disparos contra los grupos.

El ruido de las detonaciones despertó al coronel Ceballos (que posiblemente también no estuviese dormido porque su conciencia le impidiese conciliar el sueño) y, provisto de un rifle Winchester, salió de sus habitaciones y disparó contra la gente que se hallaba en la plaza.

Desde uno de los balcones del palacio, el coronel Ceballos contempló la defección de parte de las fuerzas del 16o. Batallón y vio como un grupo de defeccionados irrumpió en los salones de la planta baja, en compañía de varios soldados del 26o. Batallón que hacía pocos días habían llegado a Progreso, procedentes de Santa Cruz de Bravo. Después de dar muerte al sargento de la policía, la gente del grupo en cuestión se dirigió a las cuadras, en donde se apoderó de armas, parque y caballos.

El resto de los amotinados, con la ayuda del sargento primero Pedro Ugalde, de los sargentos segundos Francisco Marinos y Emilio Puerto, y del cabo Eulalio Ponce, de la policía de Progreso, se hizo dueño de los corredores de la planta baja.

El coronel Ceballos bajó la escalera con el propósito de dar órdenes a los soldados pero, convencido ya de la defección, subió de nuevo a sus habitaciones llevando en pos de sí a varios soldados que lo perseguían. Mientras estaba abajo el Coronel Ceballos, llegaron a la planta alta tres soldados que exigieron a Irabién que se los entregara pero, avisados de que no estaba en el lugar, penetraron en las habitaciones para efectuar un registro minucioso, pues no dieron crédito a lo dicho por Irabién.

Cuando estaban en aquella operación, llegó nuevamente el coronel Ceballos, que era perseguido de cerca por otros soldados. Los que se encontraban adentro lo apresaron en el acto y lo obligaron a bajar de nuevo para entregarlo, como en efecto lo hicieron, a los sublevados y a su jefe supremo, que estaba al frente de ellos.

Al tronco de un ciprés que se encontraba frente a la jefatura política fue amarrado el coronel Ceballos y allí iba a ser pasado por las armas, pero los rebeldes cambiaron posteriormente de idea. Lo desataron y lo condujeron entre filas sobre la calle 34 poniente, con dirección al rastro público, hasta llegar frente a la casa que ocupaba el señor Venancio Verde, en donde se le puso de pie junto a una cerca de madera que sirvió de paredón para el ajusticiamiento. Este se llevó a cabo frente a la casa número 164 de la calle 35.

Un tiro en la frente acabó con los días del coronel Ceballos. Triste, pero merecido fin de un hombre que pudo haber sido útil a los intereses del pueblo si hubiese seguido la misma línea de conducta que lo caracterizó durante su permanencia en la Sultana del Oriente. Pero se imbuyó de los procedimientos de su amo, el dipsómano Victoriano Huerta, y se hizo odioso. La bala que le dio muerte fue el instrumento de la justicia popular que, tarde o temprano, se revuelve airada contra los tiranos.

Las últimas palabras del tiranuelo fueron las siguientes:

Al vencido se le debe perdonar”. ¿El temor a la muerte hizo olvidar acaso al coronel Ceballos que la usurpación a que servía no tuvo compasión con los representantes legítimos de la nación mexicana, y que el chacal no perdonó a los mártires de la democracia, don Francisco I. Madero y licenciado José María Pino Suárez? ¿Qué perdón pudo esperar quién jamás perdonó a sus contrarios? ¿Cómo iba a ser perdonado por el pueblo el servidor incondicional de un régimen cuyos dirigentes jamás se ablandaron ante las voces de millares de mexicanos que impetraban gracia por las tropelías y las iniquidades de que eran víctimas? Cuando no se escucha la voz del pueblo que pide justicia, no le queda al pueblo más remedio que empuñar las armas y matar.

[Continuará la semana próxima…]

Esteban Durán Rosado

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