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Contemplación

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CONTEMPLACIÓN

Tu mejor producto es esta preparatoriana que no cumplió los quince. Qué hermoso es verla colgada sobre la cabecera. Su cuerpo no muestra señales de putrefacción después de cinco meses. Al sacudirle el polvo que se cuela por la ventana del patio, creíste percibir que respiraba, y la recuerdas en la prefectura del colegio, cuando la conociste: reprendías a una niña dark por inhalar coca en los baños del gimnasio; ella apareció con la nota del maestro consejero que le acreditaba la tutoría de su compañera. Dejaste que se fueran, y has permanecido atrapado en la estela de sus movimientos, de sus risas, y por aquella mirada intensa que decidiste conservar.

La tuviste al alcance de la mano, en silencio, briosa, soberbia. La resistencia que pareció intentar su cuerpo fue apagándose con lentitud, después de haber inoculado esa mezcla de curare, alucinógenos y feromonas que has desarrollado en el laboratorio del colegio. Siempre has tenido la firme intención de recrear los secretos de la alquimia que de niño poblaron tus lecturas. Para qué volver a casa a intoxicarse de soledad, si la química es un reto para tu inteligencia: te ayuda a compactar el tiempo de esta vida de recluso que has decidido imponerte. ¿Quién podría descubrir que la elocuencia de tus clases era la pantomima inventada para permanecer en el laboratorio? Ya tu madre veía en ti esa promesa de ciencia, y trató de cultivarla con libros: “después que leas la biblia y la vida de los santos, te doy éstos que conseguí de Julio Verne”. Tan piadosa la pobre. La escuchabas rezar toda la tarde, mientras atrapabas ranas en los charcos del patio de casa. Cuando empezaban las letanías a la inmaculada, entretenías el asco descuartizando anfibios, desmembrándolos con paciencia.

Tu escondite favorito era el ropero. Cuando él llegaba, corrías a guardarte haciendo caso a mamá: “no es que no te quiera, no sabe cómo tratarte”, te decía. Desde que fuiste conciente de la rutina de esconderse al entrar la noche, lograste percibir la transformación que aquél sufría en cada visita: “preguntará que cómo estoy, ¿y tú?, ¿estás bien?, ¿te hace falta algo?, no me sirvas mucho que sabes cómo se me sube, sabes que no debería seguir viniendo, pero al tercer día no aguanto más sin verte; ven, siéntate a mi lado, acércate un poco, princesa; ven, abrázame, pequeña; recemos a dios que perdone nuestras faltas. Reza conmigo, Rosario; reza, porque sabes que no debo tenerte. ¿Por qué lo permites? No debo seguir teniéndote, tengo que irme; ruega por nosotros, ruega por nosotros, ruega por noso… hijo, hijo, puedes salir, ¿quieres cenar?”; y el burbujeo en el matraz Erlenmeyer justo a punto de ebullición.

Tuviste que raptarla para consumir el miedo que de noche rasga ventanas y puertas en esta ciudad que desespera. Una vez a tu disposición, la amaste con todas las células, inyectando tu energía, tus silencios, al morder su carne. Estática, inmóvil, con la sangre hirviendo y la mirada retadora e incandescente, no tuviste problemas para poseerla sin amarras, sin usar la fuerza. La sustancia trabaja rápido aflojando músculos, desconectando los impulsos del cerebro para dominarlos. La oscuridad cerró los ojos, incapaz de presenciar la consagración de carne virgen ante el acero. Del mismo modo en que los cerró cuando eras niño y tu madre llegó con el semblante descompuesto, hecha un guiñapo. Corriste a su encuentro, mientras caía de bruces sobre el camastro: aquel hombre de las visitas había muerto.

No faltó quien culpara a tu madre y, por añadidura, se desquitaran contigo cuando atrevías tus pasos a la calle. Los otros niños del barrio te regresaban a tu refugio a trompadas y escupitajos de escarnio: “hijo de puta, ¿estás listo para ser acólito, pinche maricón? ¿Acaso tu madre oficiará las misas ahora?” Con el tiempo lograste reducir las condenas en la mente para esta ciudad que quiere permanecer despierta, y te mantuviste en las alcantarillas del desprecio.

Recuerdas el aliento de tu madre al desangrarse en tus brazos. Aunque no logres dilucidar por completo el suceso -tantos años han pasado-, permanecen las palabras hirientes de la discusión. “¡Sólo tenía quince años! ¡¿Cómo puedes juzgarme?! Nunca he estado seguro de lo que pasó. ¡Estabas ahí, fuiste testigo!”. Claro que estaba ahí, y lo recuerdo con nitidez, aunque desde lejos, como en otro plano, como un observador que siempre te ha contemplado. Puedo verte discutir con ella, te miro culparla de las injurias que recibes en la calle, te escucho preguntar por tu padre: “¿era él?”, decías, “¿cómo intentas inculcarme fe, perdón y esperanza si te revolcabas con un sacerdote?” Puedo verte rompiendo la botella después de recibir la bofetada. ¡Mientes…, no es verdad! Cuando llegué estaba herida. Vi salir al asesino. Corrí tras él. Te equivocas, era yo quien corría tras de ti.

Siempre has permanecido oculto, pero desde aquella noche comenzó tu peregrinar y aprendizaje. Entraste de mozo al colegio y, con empeño y constancia en el trabajo, lograste llamar la atención del director para que te permitiera estudiar, siempre y cuando no descuidaras tus obligaciones. Desde la primera vez que entraste al laboratorio, supiste que eso era lo que querías. Te has esforzado el doble de lo que cualquier jovencito hubiera hecho. Pero te hiciste huraño, ganándote el respeto de los maestros, pero no la aprobación de tus condiscípulos, como hasta hoy.

Con los años, aprendiste a percibir que las colegialas abordan a sus hombres, indóciles a la furia de la iglesia y sus rituales de ceniza y, aunque te mantuviste esquivo a sus caprichos, no podías soportar el desprecio a quemarropa que aventaban sobre los vitrales del templo al que comenzaste a asistir, para cumplir con el dicho de que las aguas siempre toman su nivel. “¿Qué podía hacer, sino refugiarme en otra religión?”. Te involucraste con todas para escapar de la algarabía de esas jóvenes inquietas que sitiaban tu mente. Todavía te veo llorar bajo la regadera, de rodillas, balbuceando entre sollozos el padre nuestro, mientras te limpias el semen de las manos. ¿Hallaste consuelo al introducirte a los apostolados, o al intentar compartir esa visión de la esperanza en la resurrección invicta?

Pretendías enredar los días en círculos de seguidores de algún sistema filosófico, metodista, evolucionado, con tal de alejarte de las mujeres. Pero la abstracción de ideas no cambia la sensación picante del cerebro: miedo a la intemperie de violencias, de la carne, del deseo, de la noche. Confiesas la persecución de las miradas. Miradas como buitres que intentan picotear la calma. Sabes que sólo muy dentro de la sombra encuentras alivio. Estás consciente de que tenía que llegar ese día.

El dolor que esparce sus pupilas intenta arañar la piel, igual que aquella noche. Ella se incendiaba en estertores al asimilar la mezcolanza. Inyectaste la dosis final en el cuello: los músculos adquiriendo rigidez. Desde un rincón has arrastrado dos postes que colocas al centro de la habitación. Ella, todavía consciente, con su mirar soberbio, traza en el aire la fuerza del espanto. Esa mirada que se alarga abarcando el espacio del encierro. Descubre paredes vacías, blancas, los pisos limpios. De frente, una mesita coronada por una biblia abierta que oculta la foto de tu madre. En el costado opuesto, hacia la derecha, una ventana: la ruta de escape… pero… se confirma inválida.

Nervioso, como siempre que una mujer se te ha acercado, palideces. Pero ahora la tienes quieta, callada, sin riesgo de que se aleje o te rechace. No como esa maestra, que cuando ibas a besarla comenzó a reír y dijo: “no puedo seguir con esta broma”, y añadió gritando: “¡salgan todos, he ganado la apuesta!”, y salieron tus compañeros de cátedra en medio de burlas. Esa mujer que ahora alimenta las flores del jardín. Una madrugada aprovechaste practicar el sueño que has ido armando con dedicación. Era la oportunidad del primer ensayo. Todo salió mal: el compuesto no funcionó y, al primer clavo, quedaste bañado en sangre. Tuviste que desmembrarla como a las ranas de tu niñez. Conoces tan bien el colegio, que no tuviste problemas para desaparecer su archivo de la dirección, no sin antes lograr que grabara su voz en la contestadora del rector, explicando la necesidad de irse con urgencia a cuidar a su madre. Perfeccionaste el sueño utilizando algunas callejeras. Nada podía fallar. Sabías que únicamente tendrías una oportunidad de poseerla.

Y lo has conseguido. La tienes a tu disposición. Vas acercándote y ella, inmóvil, te mira suplicante, con ternura. Le acaricias la mata de pelo negro desplegada sobre los hombros. Juras que la cuidarás, que el tiempo no afectará su carne, su hermoso rostro aceitunado.

Cada noche, sumergido en sacrificios, oraciones, lágrimas, le prometes pulir su cuerpo, mantener esa tonalidad de piel que te ha hecho escogerla y adorarla desde que la viste en la prefectura. Y en estos cinco meses has cumplido, ella sigue pulcra, saludable y llena de gracia. Esa noche supiste que, por fin, ella iba a ocupar el sitio que merecía: para contemplarla siempre y rogarle que bendijera los rituales de abandono a que te sometes. Ella es tu diosa, a quien proclamas los milagros de la carne.

Mírate acomodar los maderos. Enciendes incensarios: el humo repta en la piel y se introduce a los pulmones. Es hora de acabar los traumas, diluir las pesadillas, alejar pensamientos que agobian el espíritu por esta decadencia en que la ciudad se ha hundido, este olvido en los rincones al que te han arrojado. Ella será el instrumento de tu salvación.

Desvanecida, la extiendes: vas tallando con aceite el cuerpo inmóvil, esculpes las facciones del rostro. Aplicas el ungüento que has creado. En cuestión de minutos los órganos internos quedan secos, deshidratados, pero los músculos no pierden forma. La piel adquiere consistencia coriácea, tersa, fina.

Extiendes sus brazos y expones la palma de la mano derecha. Escoges el punto exacto y asestas un golpe limpio. Con lentitud, te arrastras por su cuello, embarras tu cuerpo sobre el de tu pequeña: Oh diosa, oh diosa, te necesito… Sálvame… Saboreas sus clavículas con la lengua y continúas hasta extender el otro brazo. Clavas una y dos veces, no corre sangre, ni una gota.

De rodillas contemplas tu obra, la disfrutas. Sientes en el pecho disolverse la angustia, crecer la calma de los nervios. Con la mirada atenta a su rostro, modificas las facciones hasta obtener esa mueca de ternura que te brinda paz. Recorres las piernas estáticas, un pie sobre otro, clavas una, otra, y otra vez. Tienes cuidado en que los huesos sigan intactos y que el cuerpo se encuentre bien sujeto. Pasas una cadena por las argollas que has fijado al madero horizontal, tiras de la palanca y tu crucificada se eleva. Permanece hermosa. Sacudes el polvo y con cuidado la manipulas para situarla sobre la cabecera de la cama, sobre esa base de concreto junto a tulipanes negros que cultivas en tu jardín. Retiras la cadena, apagas la luz artificial. Permites que se filtre el día a través de las cortinas: amanece y, rosario en mano, te arrodillas para rezar maitines, como aquella primera vez, a tu Cristo hembra…

Adán Echeverría

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