Abducción – Capítulo V

By on abril 9, 2015

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De pronto, un horrible y profundo “bramido” pareció surgir por encima de los techos de la iglesia. Dulce María levantó la vista y la inevitable sorpresa casi la desmaya nuevamente: en el cielo despejado del medio día dominguero, allí arriba en la parte superior de la Catedral, surgió un horrendo monstruo metálico emitiendo fuerte rugido, mientras se desplazaba volando velozmente. Era de aspecto alargado, muy grande, voluminoso, de color gris y al parecer con alas fijas, pues no las movía como las aves al volar. El monstruo atravesó el firmamento como exhalación de un extremo a otro. El edificio del Palacio de Gobierno evitó que Dulce María siguiera con la vista el veloz desplazamiento de aquella cosa monstruosa.

La muchacha meneó la cabeza con la intención de comprobar si soñaba. Un miedo aterrador la sobrecogía. Temblaba. Quiso comentar con su tía Estefanía lo que ocurría, pero no la encontró a su lado, sólo sintió la mano de su galán que la sostenía del brazo. “Juan, ¿estás aquí?”, preguntó la joven, “y mi tía, ¿dónde está?”.

“No sé, no la encuentro” – respondió Juan.

Ambos, asustados, recorrieron con la mirada el lugar. Resultaba sumamente difícil de creer: el panorama era otro, no la acostumbrada plaza de todos los domingos. Sobrecogidos, se preguntaron con la mirada “¿estamos en el mismo sitio?, ¿en nuestra plaza y en el atrio de Catedral?”.

Juan pasó el brazo sobre los hombros de la muchacha y la atrajo hacia él, brindándole protección. “No tengas miedo, amor”, dijo. “Averiguaremos en dónde estamos y buscaremos la manera de regresar a casa”.

El joven realizó nuevamente otra inspección ocular del lugar, y comprobó alarmado que la plaza era la misma pero modificada: al Palacio de Gobierno lo habían desplazado a la esquina y contaba con una planta más; en el parque existían otros árboles enormes y vetustos, el kiosco de las retretas ya no estaba en el centro del parque, la Catedral estaba allí casi igual, la misma pero sin el conocido atrio. “Creo que estamos en la hora de salida de la iglesia, permanecemos aquí pero todo es diferente”, explicó Juan. “Ven, preguntemos a la gente qué ha ocurrido”.

Caminaron temerosos hacia el crucero de la calle sesenta con la sesenta y uno. Llegando a la esquina, junto a una cruz de piedra – quizá aprovechando la poca sombra que el pétreo monumento proyectaba – encontraron a un joven muy extraño que hablaba a solas. “Está en paños menores”, gritó sonrojándose Dulce María, mientras hacía aspavientos. Con el rostro enrojecido, bajó la cabeza por pudor, para no ver.

El hombre era muy joven y vestía jeans de mezclilla, recortados o raídos hasta el medio muslo, dejando ver sus velludas piernas morenas. De la cintura hacia arriba solo portaba un camisón corto, descubrió la muchacha, una camiseta de color verde que dejaba entrever los vellos de su pecho. Lucía en su rostro abundantes bigotes, muy maltratados, que le cubrían casi toda la parte inferior de la cara. Sobre el puente de la nariz se encajaban anteojos enormes con cristales de color negro; hirsuta cabellera oscura, para el gusto de la joven, sin peinar.

Dulce María, que mantenía la vista en el suelo, disimuladamente observaba todo, de abajo hacia arriba. Descubrió entonces que en los pies calzaba enormes zapatillas de tela y otro material desconocido para ella en el que predominaba el color verde. A Juan le llamó la atención que de la oreja del hombre bajaba hasta su pecho un hilillo blanco que remataba en una caja pequeña que sostenía con la mano derecha, acercándola a sus labios cuando hablaba. La pareja quedó expectante, muy sorprendida.

Aquel extravagante personaje se percató, con extrañeza, de que era observado por la joven pareja. Sonrió, mirándolos amablemente, e hizo un ligero ademán de saludo con la cabeza.

En tanto el extraño individuo se comunicaba por su celular, hablando aparentemente solo, Juan y Dulce permanecieron a su lado, con el propósito de solicitarle información para orientarse.

Mientras esto ocurría, Dulce María continuaba con la cabeza baja y los ojos entrecerrados. Prestaba atención al poco comprensible monólogo de aquel extraño, y pudo escuchar un poco el hilo de la conversación: “Sí, sí Paty, hoy por la noche paso a levantarte con la nave roja de mi abuelo para llevarte al antro que te gusta, aquel donde escuchamos rolas nuevas y música “pop” para oír y bailar”. Se hizo silencio nuevamente. Unos segundos después, el hombre retomó la palabra: “allí nena, donde en el snack ofrecen los bocadillos que tu glotonamente tragas junto con esas galletitas saladas, todo acompañado con un Bloody Mary bien frío y cargado de vodka, ¿estás de a cuervo?”. Silencio. “Bien”, continuó aquel, “bueno, a las diez de noche paso a recogerte, chao”.

Dulce María escuchó la terminación del monólogo. El bullicio en la calle era ensordecedor: escándalos y odiosos ruidos de motores – parecidos al ruido de los nuevos motores recién instalados en las desfibradoras de papá–, silbatazos, ásperos chirridos, risas, improperios, fuertes sonidos grotescos de instrumentos desconocidos, música ácida con timbales y tambores. Aun escuchando ese escándalo ensordecedor, volteó hacia la Catedral y distinguió unas raras personas que entraban y salían del Santo Recinto, y a los eternos pordioseros y las vendedoras de estampitas, velas y veladoras que nunca faltan en las puertas de las iglesias

Mientras Dulce María escuchaba, Juan seguía observando los alrededores. El corazón le latía tan fuerte que amenazaba con salirse de su pecho. Veía todo sin entender nada. De pronto, su atención se concentró en un grupo de muchachitas y jóvenes adolescentes que atravesaban corriendo y riendo la calle sesenta y uno, para alcanzar la banqueta donde estuvo el antiguo atrio grande de la Catedral. La muchachada hábilmente eludía el abundante tráfico que con rapidez circulaba de un lado a otro.

Tráfico intenso, ¿de qué tráfico se trata? Entonces Juan se sobresaltó nuevamente ante ese inesperado espectáculo.

El personaje bigotón y semidesnudo había ya concluido su monólogo, y enfrentó abiertamente a las dos personas que lo miraban. “Buenos días, señor”, dijo Juan dirigiéndose al desconocido. No era más de medio día.

“Qué onda, carnal”, respondió el interpelado, y les preguntó: “¿apenas van saliendo trasnochados de un reventón de esos de disfraces? Deberían encuevarse ya, esos trapos y el calor deben estar acabando con ustedes. Parecen muy ‘nice’, me cae. Yo soy Quique y ¿ustedes?”

“Ella es Dulce María, mi novia, y yo soy Juan”. La muchacha aún mantenía la cabeza baja. No entendía nada.

“Salimos de misa de diez y todo el entorno lo encontramos diferente. Estamos perdidos. Queremos saber dónde estamos y cómo llegar pronto a casa”.

“Voy, voy, se me hace que ustedes chuparon de más y le atoraron muy fuerte a la mota, las tachas o al crac”, respondió aquel joven. “Estamos perdidos. Queremos su ayuda, señor. ¿Qué día es hoy?”.

“Un domingo de agosto del dos mil doce, o no, ‘mano’”.

“¿Agosto del dos mil doce? No es posible. Nosotros vinimos aquí un domingo de agosto de mil ochocientos setenta y tres”, intervino Dulce María.

“No me estén cascareando, batos”. “Creen que soy pendejo”.

“No se enoje, señor”, recalcó la muchacha. “Realmente le estamos diciendo la verdad: no sabemos cómo, ni por qué estamos aquí. Lo que por Dios le pedimos es que nos oriente para volver a casa. Es verdad lo que Juan dijo, nosotros salíamos de misa”.

Quique los miró con sorna. Torciendo los labios en un remedo de sonrisa, se rascó la hirsuta y revuelta cabellera preguntando con voz fingidamente melosa: “Realmente, ¿quiénes son y de dónde vienen?”.

“Nuestros nombres se los ha hecho saber Juan”, dijo la niña Dulce. “Le reitero, señor: mi nombre es Dulce María y soy hija de un hacendado henequenero, y él es Juan, su padre es Juez de Paz de este Ayuntamiento”.

Quique quedó atónito ante aquella aseveración tan contundente. No sabía que acción tomar: si mandarlos por un tubo haciéndoles una señal con la mano para recordarles a sus progenitoras y salir corriendo, o seguirles la corriente para continuar con el cotorreo y ver qué sacaba con la chava que, cuando menos, era bonita. Sin mucho pensarlo, tomó la decisión de cotorrear.

“Ya veo. Entonces, tórtolos, todo lo que ven y escuchan es nuevo para ustedes. Cuenten conmigo, yo les encaminaré adecuadamente”.

“Gracias, señor. ¿Estamos realmente en la plaza principal de la ciudad de Mérida?”, interrogó Juan.

“Efectivamente, brother. Aquí estamos”.

“¿Qué son y para qué sirven las farolas del poste amarillo contra esquina a nosotros?”, inquirió la muchacha.

“Se llaman semáforos y sirven para regular el intenso tráfico de los automóviles y otros vehículos”, respondió Quique, ya con mayor seriedad.

Con la boca abierta observaban Juan y Dulce María cuando las luces pasaban del verde parpadeante al amarillo y, por último, al rojo y cómo aquellos carros que no eran tirados por bestias se detenían y avanzaban con rapidez, obedeciendo a las luces.

“No es posible, no puede ser”, pensó Juan en silencio y recordó como trabajaban los faroleros: a las seis de la tarde iniciaban sus labores cargando una pesada escalera de madera recorriendo calles y plazas. En cada poste de esquina apoyaban la escalera, subían los peldaños, abrían el farol y encendían la mecha. Los faroles se alimentaban con aceite; cuando este combustible faltaba, el farolero tenía que completarlo con las reservas que cargaba. Por las mañanas, el recorrido para apagar las farolas era una rutina semejante.

Por fin, Juan preguntó: “Esos semáforos, según usted nos indica, ¿queman aceite, y quién los apaga y los enciende?”

Quique sonrió: “No, carnal, trabajan con corriente eléctrica que reciben de la cablería que corre de poste a poste. Allí están los cables”, les mostró. “Encienden y apagan mediante una computadora que programa cuándo deben cambiar los colores de las luces”.

“¿Quién es la computadora?”, preguntaron al unísono los tórtolos.

Quique se quedó pensativo y, vacilante, respondió: “Creo que resultará más conveniente que les explique qué es y para qué sirve una computadora cuando tengamos mínimo una laptop en las manos. Yo tengo la mía en la cajuela del coche”.

El nuevo amigo, efectivamente, les explicó el funcionamiento de los semáforos, vehículos, sus marcas, su procedencia, y todo lo referente al tránsito y la utilidad de los transportes públicos colectivos. También les señaló las modificaciones que en el parque tuvieron lugar para su mejor funcionamiento, según las autoridades en turno.

“¿Quiénes son ellos?”, preguntó Juan, refiriéndose a los adolescentes que habían cruzado la calle sesenta y uno y que ahora se encontraban amenamente platicando junto a ellos.

“Ave María, están todos y todas casi desnudos”, dijo alarmada y avergonzada Dulce María. “Esto es cosa del diablo”.

Los varones vestían como Quique con shorts, bermudas y jeans largos. Las muchachitas escandalosamente usaban shorts muy cortos, elaborados con telas que se adherían a sus cuerpos de tal forma que no insinuaban, más bien exhibían, todas las exuberancias de sus formas femeninas, incluso las más íntimas: piernas, glúteos, abdomen, incluyendo el ombligo. Todo al aire, dado que los “tops” apenas les cubrían el buen y bien formado busto. “Por Dios, eso es un grandísimo pecado, ¿estaremos entrando al infierno?”, espetó Dulce María mientras se persignaba. “Qué irreverencia, frente a las Puertas del Perdón de nuestra santísima Catedral. Que Dios nos perdone”.

“Tranquila, beata. Esta es la cómoda moda actual”, respondió Quique. “Si tú te cambiaras ese disfraz de niña tonta por shorts y tops, como están luciendo esos bombones de muchachitas, te sentirías más fresca y te verías bien buena. No faltarían ojos para admirarte”.

Dulce María no sabía si ruborizarse, avergonzarse, ofenderse y abofetear al que dijo semejante bajeza, o estallar en llanto. Esto último sucedió.

“Es mi novia, señor. Exijo respeto para ella”.

“Calmantes, mis palomos. No quise ofender a nadie, sólo bromeaba. No sé si ustedes están locos o me están volviendo loco de remate a mí. Si resulta verdad eso de que vienen del siglo antepasado, pues sí necesitan ponerse al día con respecto a la vida actual de principios del siglo veintiuno”.

La risa alborotada del grupo de adolescentes que permanecía junto a ellos desvió la atención de los tres nuevos amigos. Una jovencita del grupo sostenía en las manos una tableta en la que, a la distancia, se distinguían figuras llenas de color.

Las risas continuaban y dentro del grupo se oyó una vocecita juvenil: “está buenísimo”. La algarabía de los adolescentes se hizo más hilarante. Todas las miradas del grupo se concentraban en aquel objeto.

“La huerita le está enseñando al grupo la fotografía de su novio en calzones de playa”, comentó Quique. “Acerquémonos a mirar”.

Los tres dieron unos pasos, hasta quedar junto a los muchachos. Los adolescentes, un tanto sorprendidos, se separaron un poco para dejarles lugar.

“Permite que miren”, dijo Quique, dirigiéndose a la que sostenía el “iPad”.

La jovencita, tomada por sorpresa, levantó un tanto el comunicador para dejarles ver, y entonces los tres admiraron plenamente la imagen: un muchacho musculoso con un breve y ajustado traje de baño salía del mar; en el paisaje que complementaba la imagen se podían apreciar mar, arena, palmeras, sol, un paisaje espléndido con nítidos y magníficos colores, una toma fotográfica excelente.

Si Juan y Dulce María se escandalizaron con la figura del bañista, esa particularidad quedó en entredicho y superada. Lo que les causó mayor impacto fue la fotografía con la exposición de los imponentes colores.

“¿Cómo es posible?”, inquirió Juan. “Los daguerrotipos sólo imprimen borrosamente en blanco y negro. El alcance de los panoramas es muy reducido, no hay punto de comparación. No lo entendemos.”

Quique se dirigió al grupo de jovencitos, les dio las gracias por permitir apreciar el “iPad”, propinó una palmada cariñosa en el hombro de un varón e, invitando con movimientos de cabeza a sus dos nuevos “amigos”, avanzó algunos pasos alejándose de los jóvenes. Juan y Dulce María le siguieron tomados de la mano. En apariencia, ya aceptaban al desalineado bigotudo como protector y guía.

(Continuará)

Diego M. Mezeta Chan

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