Por los años quinientos, cuando los imperios europeos enviaban a sus ambiciosos marineros a conquistar nuevos mundos, toca a las costas de las Antillas, ahora llamadas del Caribe, atraer una embarcación. Debido a la fuerte tormenta que azotó, tuvieron la necesidad de echar anclas.
Al despuntar el nuevo día, ¡cuál habría de ser su sorpresa! La magnífica vista de hermosas playas de tupida vegetación. Animados por este paisaje, fueron encantándose más y más con todo lo que a su paso iban encontrando: la transparencia de sus aguas, su arena finísima de blancura sin igual, las palmeras en las que, con tan solo levantar el brazo, su mano podía alcanzar exquisitos frutos que saciaban su sed con agua fresca y dulce. Así, sin darse cuenta, fueron adentrándose en terrenos desconocidos entre los cuales iban tomando confianza hasta que, al fin, se encontraron con los nativos de la isla y cosa que les sorprendió fue no encontrar dificultad en entenderse con ellos, a pesar de las costumbres e idiomas diferentes.
Iban de sorpresa en sorpresa, pues nunca pensaron encontrar esa hospitalidad que tanto agrada a los visitantes.
Pasados los días, las semanas y los meses, instalados como si estuvieran en su propia casa disfrutando del clima, del azul del cielo, gozando de tanta paz y belleza, los hombres que venían de lejanas tierras empezaron a fijarse en las mujeres nativas del trópico, de talle pequeño, piel tostada por el sol, cabello largo y suelto, de color azabache, que el viento enroscaba por su cuello y hasta por la cintura, pero más llamaba su atención los pies desnudos.
Todas estas cosas a los europeos les parecían extrañas, comparándolas con sus costumbres, por lo que empezaron a sentirse atraídos por todo aquello nuevo a sus sentidos.
Entonces la leyenda cuenta, según la usanza de los nativos: “El jefe de la tribu ofrecía como cortesía al jefe de sus visitantes, a su hija la más bella”, para que le dispensara todos sus favores. Ella no se oponía; por el contrario, se sentía honrada.
Es así como entre leyenda e historia se hizo lo que conocemos como mestizaje, la unión de dos razas hermosas y nobles que fueron transformando este mundo nuestro en el que hoy vivimos.
La hermosa mestiza de grandes ojos negros, de piel morena y airoso andar, baila la jarana, música típica, mezcla de ritmos españoles y mayas, ataviada con traje artísticamente bordado de “xocbichuy” (hilo contado o punto de cruz), trabajo hecho a mano, por expertas costureras que solo se encuentran por estas regiones de la península. Matizan con hilos multicolores sus ramos de flores, arte no parecido a ningún otro.
Para completar su atuendo, adornan su cabeza con tremendo lazo de listón de seda del color que predomina en su traje. Con todo esto, quedan enlazados, historia, paisaje y mujer.
CONQUISTADO
Conquistador, naufragado
a nuestras playas llegó,
pensando que selva hallaría
donde solo encontró amor.
Cuán sorpresa le causó
las nativas tan bellas,
como ondinas etéreas
a su pasó encontró.
Ligeras en el andar
pies desnudos, piel morena,
cabellos como azabache
largos, sedosos y ondeantes,
enredados por la brisa
entre cuello, brazos, torso.
Tanto embrujo vislumbró,
en tan extraña belleza,
a su barco no volvió.
Y en esa forma tenemos
lo que todos conocemos.
El tejido de dos razas,
mestizos nos dejó.
JOSEFINA REYES SAURI
[Continuará la próxima semana]