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Templos de Narciso

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José Juan Cervera

Empeñados en cultivar fuegos fatuos, los hijos de Narciso ven su reflejo más fiel en la cabeza de un fósforo.

Los templos de la vanidad garantizan a sus fieles exclusividad bajo su techo y una cómoda inconsciencia sin riesgo de desalojo.

De tanto ponderarlos, el afán de exagerar los alcances de la propia figura deja espacios sin llenar en la credibilidad ajena.

Con alas de oropel se emprenden vuelos muy cortos, y con galas de vanidad se cubren profundos vacíos que no sacian sus carencias.

El narcisista lleva de paseo el objeto de su desmesura en el estrecho perímetro que delimita su territorio afectivo.

Al exhibir caprichos pueriles, el yo se trueca en mancha y se expande del centro a la periferia de la personalidad que lo aloja.

Convertir trastornos en virtud es un logro que sólo se obtiene cambiando etiquetas de remedios prescritos y mal asimilados.

La elocuencia que nace de hablar de uno mismo fortalece los músculos de una lengua impetuosa al tiempo que agota sus créditos ante el reino de la sensatez.

Con permisivas miradas y en aras del buen orden del mundo, el egocéntrico perderá un poco de vista su foco de atención cuando éste imprima su pauta y gobierne los cánones del ambiente que lo circunda.

Sin madera de héroe ni temple de redentor, quien practica el engreimiento reclama porciones de gloria más grandes que el velo ceñido sobre sus ojos.

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