Popol Vuh (XXVIII)

By on noviembre 15, 2018

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XXVIII

El piojo saltó y partió a cumplir el encargo. Caminaba despacio sobre la tierra, y entre la yerba y las piedras se escurría.

Cerca del umbral de la casa, en el principio del camino, encontró al sapo, el más grande que había por aquellos contornos. El sapo vio al piojo, se detuvo y le dijo:

–¿A dónde vas, si se puede saber?

–Llevo el mandado en mi barriga. Voy en busca de los nietos de Ixmucané, a quien ya conoces, para darles un recado de los señores de Xibalbá.

–Está bien; pero advierto que vas despacio. ¿No quieres que te ayude? Lo haré de buena gana.

–¿Cómo podrás ayudarme en esto?

–Mira, te tragaré, y entonces los dos podremos llegar más pronto. Daré los saltos más grandes que nunca he dado.

–Bien está lo que dices; trágame pues.

Y el sapo, sin más ni más, tragó al piojo.

Luego caminó y caminó por las veredas y las zanjas y los fangos cercanos al lugar, pero no iba tan deprisa como quería ni tan rápido como era necesario que fuera. Iba sí, entre fatigado y sudoroso, cuando junto a una piedra encontró enroscada a la serpiente. Esta desató sus anillas, se irguió y abriendo las fauces dijo:

–No saltes más y dime a dónde vas. Nunca te había visto saltar tan alto ni tan de prisa.

–En mi barriga llevo el mandato, y has de saber que es urgente, porque lo envían los señores de Xibalbá para Hunahpú e Ixbalanqué.

–Pero así como vas no llegarás en menos de ocho días. Caminas despacio. Tu destino está todavía lejos. Tardarás tanto que se te olvidará el recado que te dieron y tendrás que regresar a buscarlo. Si quieres, te tragaré y de este modo llegaremos pronto tú y yo.

–Está bien, trágame, si esta es tu intención.

Entonces la serpiente tragó al sapo.

La serpiente reptó sobre las piedras y se deslizó entre los abrojos, pero, con todo, no avanzó mucho. Así iba dando rodeos, subiendo y bajando, cuando desde las nubes la divisó el gavilán. Este empezó entonces a volar en círculos, los cuales se fueron haciendo cada vez más pequeños y más bajos. Fue descendiendo hasta rozar las copas de los árboles. En el momento en que vio que la serpiente, en un tramo del erial, quedaba al descubierto, sin posible resguardo, ni defensa, cayó sobre ella y la devoró. De esta manera fue como el gavilán llegó antes de que anocheciera a la Plaza de Juego donde estaban todavía, entretenidos, los nietos de la viejecita.

Al llegar cerca del lugar, se detuvo sobre una albarrada y graznó ruidosamente.

Al oír estos graznidos, los muchachos asustados, temerosos, dejaron de jugar y dijeron:

–¿Quién puede ser el que de este modo grita? ¿Qué cosa pretenderá decir con tan extraña voz?

Y sin esperar más tomaron sus cerbatanas; buscaron entre los gajos y junto a las rocas hasta que sobre una albarrada descubrieron al gavilán, que con las alas abiertas seguía graznando, como alocado. En seguida, le apuntaron a los ojos y dispararon. El gavilán cayó malherido al suelo y abatió las alas. Los muchachos se acercaron a él y lo levantaron:

–¿Qué significan los gritos que dabas? –le dijeron.

–Dejadme hablar –contestó.

–Este no es tu sitio, bien lo sabes. Algo extraño sucede cuando te has atrevido a llegar a esta plaza, que es lugar desierto y sin nada que comer.

–Tengo en mi barriga el mandado. Curadme los ojos si queréis y os diré la verdad que sé y que conviene a vosotros.

–Cierra el pico– le dijeron al tiempo que le levantaban las alas.

Le pusieron acostado sobre un pretil, le curaron los ojos con savia de zapote y zumo de llantén, y le hablaron otra vez:

–Ya estás curado; ahora puedes decirnos lo que sabes.

Entonces el gavilán arrojó por el pico el cuerpo de la serpiente. Esta se incorporó y abrió las fauces.

Al ver esto, los hermanos ordenaron a la bestia:

–Habla tú, y di lo que sepas.

El reptil arrojó entonces al sapo.

Este cayó sobre la tierra y dio dos o tres brincos. Tenía los ojos más saltados que nunca. Los muchachos le preguntaron:

–¿Qué mandado nos traes?

–Lo traigo en mi barriga.

Pero ha de saberse que el piojo no estaba en la barriga, sino en la boca del sapo.

Los muchachos, impacientes, desesperados, viendo que el sapo no hacía nada por decirles el encargo que esperaban, lo empezaron a maltratar. Le dieron de golpes en la cabeza y en la rabadilla. Luego le torcieron las patas hacia atrás. Entre gritos le decían:

–Eres un mentiroso y un majadero. Nunca has sido sino un tramposo. Mala fama tienes entre los animales. Por algo te repudian y te hacen asco. Ya sabíamos que en ti nadie debe fiar. La traición y el engaño van contigo. En tu boca está la falsedad.

Ermilo Abreu Gómez

Continuará la próxima semana…

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