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Popol Vuh (XXV)

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XXV

Al llegar a la milpa, vieron que lo que habían hecho estaba destruido y pisoteado; encontraron esparcidos los troncos, los bejucos y las ramas de los árboles; achatados y desviados los surcos y azolvadas las acequias. Las hojas que habían recogido y guardado en pequeños canastos las encontraron regadas en el suelo.

Perplejos, se quedaron mirando aquel estropicio.

–¿Quiénes habrán venido a nuestra milpa? –dijo uno de ellos.

–¿Quiénes nos habrán hecho este daño? –preguntó el otro.

–Los que hicieron estos destrozos fueron, sin duda, los animales que andan ariscos, soliviantados, como si estuviesen en brama. La huella de sus patas es honda.

–Allí se ven pisadas de tigres, más cerca de jaguares y aquí de pizotes. Estos animales tienen mala entraña y pésimo instinto.

–Es posible que así sea –replicó el segundo–. Pero es extraño que no sepan que esta tierra es nuestra, y que por lo tanto nadie puede hollarla sin nuestro permiso.

No hablaron más, y a regañadientes se pusieron a remediar el mal que encontraron. Volvieron a abrir los surcos y a pisotear las veredas. Recogieron los trozos de madera y limpiaron el suelo de hojarascas y de espinas.

Cuando miraron que todo estaba terso y en orden, dijeron:

–Ahora nos iremos a descansar, pero volveremos luego y velaremos nuestra milpa. Necesitamos saber quiénes han venido a destruirla. Nuestros enemigos verán lo que hacemos con los que se atreven a perjudicarnos o molestarnos sin razón ni justicia. Nuestro castigo caerá sobre sus espaldas.

Y con este acuerdo, al volver a la casa, dijeron a la abuela y a la madre:

–No os imagináis los destrozos que hemos encontrado en la milpa. Por ella pasó una recua desbocada. Todo lo hemos encontrado destruido, pisoteado por las patas de animales recios, voraces y furiosos. Sin duda algunas bestias tiraron las albarradas y entraron a nuestros solares. En el suelo estaban las piedras recién encaladas de las bardas. Hasta el brocal del pozo lo hallamos destruido. En el agua del fondo había basura y pestilencia. Después de la comida iremos a cuidar nuestro solar, porque no está bien lo que se nos ha hecho.

Con este ánimo, ya anocheciendo y arrebujándose en la neblina del mal, tornaron a la milpa. Tras los troncos cortados y en la parte más oscura se agazaparon para vigilar. Así estuvieron escuchando y avizorando largo tiempo. Encima de Hunahpú e Ixbalanqué volaban búhos, murciélagos y vampiros.

A la medianoche, empezaron a reunirse en el centro de la milpa grandes y pequeños animales de cuatro patas. Entre ellos decían, en varios tonos: ¡Levantaos árboles! ¡Levantaos, árboles! Así gritaron los animales recién llegados, mientras corrían y saltaban bajo los árboles, entre los matorrales y los macizos de yerba. Estaban entretenidos en este bullicio, cuando fueron sorprendidos por los gemelos. Estos quisieron atrapar al jaguar y al tigre, porque eran los que más destrozos hacían con sus garras y los golpes de sus colas peludas. Pero el jaguar y el tigre se escaparon pronto y se perdieron en la oscuridad de la maleza. Ni rastro dejaron. Sus pisadas se borraron en la tierra fangosa. Los gemelos pretendieron luego coger a los venados que saltaban con ímpetu, pero éstos también pudieron escapar sin dejar huella alguna. Delante de sus ojos se escurrieron con igual facilidad los conejos, que corrían quebrando las espigas y los tallos que brotaban. Tampoco pudieron atrapar al gato montés ni al coyote ni al jabalí, ni al pizote, porque todos, diestros, ágiles, se escurrían como sombras entre las yerbas caídas y se agazapaban entre la hojarasca. A lo lejos se les oía chillar en son de burla. Con esfuerzo lograron dar alcance a un conejo. Lo apresaron por la cola, pero ésta, como si fuera niebla, se deshizo entre los dedos. (Desde entonces los conejos llevan corto el rabo).

Hunahpú e Ixbalanqué se pusieron furiosos por este fracaso.

Ya desesperaban cuando entre los rastrojos, hocicando y escarbando en la tierra, descubrieron un ratón. Presurosos, lo atraparon sin hacer caso de sus chillidos ni de sus dientes de ni de las contorsiones que hacía, pugnando por escaparse. Para atormentarlo, le chamuscaron el rabo y le apretaron el pescuezo. (Desde entonces los ratones chillan como ahogados, llevan la cola sin pelo y tienen los ojillos enrojecidos). Luego le pusieron sobre una laja.

Al verse libre levantó el hocico, paró las orejas y dijo:

–Ya me habéis castigado bastante, no me matéis; quiero seguir viviendo entre la siembra. Por otra parte, yo sé que vuestro oficio no es matar sino dar vida.

–Vemos que nos conoces, sigue hablando y dinos lo que sepas de nosotros.

–Si me dais de comer y beber os diré lo que sé; si no hacéis esto, me callaré. La verdad la llevo en mi barriga. De aquí no saldrá sin vuestra promesa.

–Habla pues. Cuando lleguemos a la casa te daremos de comer lo que quieras y todo lo que quepa en tu panza.

–Hablaré si es vuestro gusto.

–Así lo deseamos, habla pronto.

–Oídme entonces. Esto que veis aquí pertenecía a vuestros antepasados. Todo era de los Ahpú, quienes fueron muertos sin razón ni justicia por los señores de Xibalbá. Los Ahpú, antes de morir, dejaron en secreto, sobre el tapanco de la casa, las lanzas, los guantes y las pelotas que se usan en los juegos. Vuestra abuela sabe esta verdad y os la oculta porque presiente lo que seríais capaces de hacer con tales instrumentos.

–¿De veras es cierto lo que dices? –inquirieron al mismo tiempo los gemelos.

–Los ratones no sabemos mentir. Por cada mentira que decimos perdemos un diente; y los dientes para nosotros son la vida misma. Sin ellos nos moriríamos de hambre. Y yo, todavía, como veis, no he perdido ninguno. Los tengo firmes, completos, afilados y blancos.

–Entonces ven con nosotros.

Caminaron por el camino que iba de la milpa a la casa.

El ratón les seguía los pasos como si fuera un coyote dócil y amaestrado. Caminaba juguetón y travieso, cruzando entre los pies de los gemelos. Al llegar a la casa, conforme lo convenido, le dieron de comer. Sobre una lechuga le pusieron frijol, zanahorias y cacao. Cuando lo vieron panzudo y alegre le dijeron:

–Hoy esta fue tu comida. La has aprovechado bien; pero debes saber que en adelante roerás desperdicios; comerás lo que encuentres en los escondrijos y en los rincones de las despensas y lo que dejen, por descuido, los animales y las gentes. No te echamos; mientras quieras vivir con nosotros podrás hacerlo. Esta será tu casa. Habítala y recórrela durante el tiempo que quieras. Nadie te dirá nada.

Ermilo Abreu Gómez

Continuará la próxima semana…

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