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Ni Kurt Cobain lo imaginó
Rodrigo Ordóñez se había comprado una guitarra eléctrica al fin. Muchos meses de trabajar como mecánico en el taller del barrio, de vivir miserablemente, apenas comiendo, le habían permitido ahorrar para darse este lujo.
Y ahora podía deleitarse con su talento.
Siempre supo que lo único que necesitaba era constancia, lo demás vendría luego. Confiaba en sus capacidades imaginativas, y en su virtud para la música. Todos sus conocidos lo sabían. Sus amigos siempre habían hecho hasta lo imposible por prestarle una guitarra para que participara en alguna banda de rock, o formara la propia. Rodrigo hablaba todo el tiempo de sus sueños, les mostraba versos, silbaba melodías, y siempre hacía la mímica con sus manos, demostrándoles que el instrumento era lo que hacía falta.
Se negaba a tocar un instrumento que fuera prestado. Le enojaba al grado de tomar la decisión de retirarle su amistad a quien insistiera en el asunto.
Por eso, la noche que compró la guitarra con sus ahorros, todo mundo se alegró: sabían que el talento de Rodrigo por fin podría escucharse. Serían partícipes de la historia musical que en el pueblo acabaría por gestarse, y para el mundo, decían los amigos más cercanos.
Nadie imaginó que Rodrigo cogería la guitarra, se metería al jardín botánico que con esfuerzo se había levantado en la alcaldía como un atractivo más para los visitantes y, una vez ahí, despedazaría la guitarra contra el macetero de una enorme cícada, para acabar colgándose de un árbol de almendro, sin dejar ninguna explicación.
Adán Echeverría
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