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La patria incinerada

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José Juan Cervera

La excentricidad suele vestir los atuendos más coloridos e inusitados, y algunas veces los más respetables. Es en estos últimos casos cuando se da vuelo en dilapidar sus caudales cívicos o culturales en menoscabo de su impulso vital. Implacable y sarcástico, Elías Canetti teje una historia que, valiéndose de nociones de esta categoría, mostró al mundo en 1935 los excesos que pueden desbordar la apariencia de aspiraciones nobles, cuando detrás de ella se oculta el rostro desfigurado de la reserva mezquina, instalada en la cumbre de una insensible obstinación.

Las motivaciones del comportamiento humano varían según las vicisitudes de la historia personal y de la jerarquía de valores que cada quien fija en consecuencia, tácita o expresamente. Con su novela Auto de fe, Canetti incide en este complejo ámbito de la ética y de los conflictos que envuelve, al poner como personaje central a un sujeto metódico hasta el punto de romper el equilibrio que toda experiencia de vida reclama para su conducción fecunda al restar todo significado emotivo a sus vínculos con otras personas y transferirlo a objetos que, como los libros, si bien tienen una carga semántica evidente, no pueden sustituir el ejercicio bilateral de voluntades que asumen decisiones a partir de una concertación a veces difícil pero necesaria.

El tono satírico que recorre gran parte del relato acentúa el lado grotesco de las pretensiones humanas, aun cuando éstas proclamen el enaltecimiento de conceptos como la ciencia y los saberes especializados, que en ejemplos como el que presenta se exhiben como sistemas de compensación de carencias y limitaciones erigidas para imponer severos obstáculos al erudito fuera del campo de su interés profesional. El protagonista, como sinólogo y profundo conocedor de la tradición de los pueblos antiguos, se identifica más bien con las prescripciones de Confucio que con las de Lao Tse: se siente más cómodo en la trinchera del cumplimiento rígido del deber que en la llanura de la flexibilidad y del gesto espontáneo, más satisfecho en los dominios de la norma inamovible que en la sutileza con que fluyen los ritmos naturales.

Alguien que prefiere el distanciamiento de la sociedad para volcarse en los estudios filológicos tropieza inevitablemente con hombres –y con alguna mujer– que ponen a prueba su capacidad de autocontrol; en esta historia, los varones son todos misóginos, como él mismo, mientras ella se convierte en el enemigo más visible y directo. Es así como, en boca de más de uno, la presencia de la mujer en el mundo se reduce a la inutilidad, al peligro, al juramento en falso, a la comisión de fechorías, a la intriga y a sus funciones biológicas inscritas en la maternidad.

El prejuicio es la fuente que nutre la relación entre los sujetos que intervienen en la trama, proyectando unos en otros sus propias expectativas para tender un escenario plagado de equívocos en que cada uno interpreta a su modo lo que supone el pensamiento de su contraparte, todos absorbidos en la incomunicación de un universo que se encasilla en múltiples fragmentos. El único capaz de desarrollar algún tipo de empatía es el psiquiatra, habituado a tratar con dementes.

Es interesante reconocer también líneas de atención preferente que el autor habría de consolidar en otras obras suyas, como cuando escudriña la conducta de las masas frente a la identidad individual, influjo avasallador que él mismo vivió, según ha referido en más de un testimonio.

Si desde el punto de vista del personaje obsesionado en los contenidos inertes de la letra impresa, embebido en la preservación rigurosa de un orden contingente que sobrepone al orden cósmico, “la mejor definición de patria es una biblioteca” (la suya termina reducida a cenizas, como en sus más espantosas pesadillas), el Premio Nobel de Literatura de 1981 percibe las cosas de otra manera, sin desdoro de su luminosa erudición, con matices elocuentes y trazos tenues. Así lo expresa en su libro Provincia del hombre: “La verdad es un mar de hierba que se mueve al viento; quiere que la sintamos como movimiento y que la respiremos como aire.” (Traducción de Eustaquio Barjau).

La inercia y el ensimismamiento, contrarios a la vida, diluyen las fuerzas que suman y unifican por encima de lo tangible.

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