XIII
XI. Ichmul
No tardaron los rebeldes en presentarse frente a Ichmul. Para mejor defender la plaza, el capitán Miguel Bolio hizo una redada de indios. Pero antes de que ocuparan sus puestos de combate, los arengó en el patio del cuartel. Bolio era hombre de mucha labia. ¡Con qué placer se oía! ¡Cómo se recreaba con la música de sus frases! Además de orador se creía un héroe empeñado en salvar la civilización de la amenaza de los bárbaros. Frente a aquellos infelices echó su discurso. ¡Y qué discurso! Con voz engolada y tonante habló de la paz, de la tranquilidad, del derecho, de las gracias espirituales y terrenas, de los poderes constituidos, de la ley y de la justicia. Naturalmente no faltaron las citas griegas y latinas y tal o cual versículo de la Biblia. Al final invocó el auxilio de los manes de Tácito y de Julio César. Emocionado por sus propias palabras lloró dos veces con buen moqueo; hizo algunas pausas patéticas y se rasgó las vestiduras como en el teatro. Desahogado su pecho y satisfecha su oratoria, pensó que además de defender Ichmul debía conquistar Tihosuco, baluarte necesario para apoyar sus futuras acciones de guerra. Comunicó el proyecto a sus oficiales y, en tanto éstos disponían la campaña, pidió a las mujeres del pueblo prepararan vendas, hilas y todo lo necesario para las contingencias de la guerra. Estas infelices, blancas e indias, se entregaron en el acto a la tarea de cortar lienzos y de arrollar estambres y pabilos. De la mañana a la noche se les vio inclinadas y afanosas sobre sus cestos de costura. ¡Si se guardaban odio, qué bien lo escondían sus ojos, sus manos y el silencio de sus bocas!
Por vía de precaución, Bolio mandó levantar albarradas a la entrada de los caminos y abrir zanjas alrededor de la plaza. Los indios que había cautivado se rendían bajo el peso de las piedras que acarreaban o caían desmayados sobre el suelo donde abrían brechas y agujeros. Al menor descuido, los remisos sufrían el látigo o las botas de los sargentos.
Para mejor vigilar la zona, Bolio puso centinelas en las torres de la parroquia y en la azotea de las casas, ordenó que rondas y patrullas recorrieran el barrio y las salidas del pueblo. Y, la verdad, no fueron inútiles estas precauciones, pues una tarde y cuando menos lo esperaban, los rebeldes que ya estaban a la vista atacaron la población. Fue tan recia su acometida y tan apretado su tiroteo que Bolio apenas si tuvo tiempo para mover sus primeras tropas. En un momento se generalizó la balacera; los disparos y el estallido de los cañones aturdían y llenaban de espanto al vecindario. Con la pólvora y el correr de la tropa y de los caballos el aire se llenó de humo, polvo y miasmas. Los gritos de los combatientes, las maldiciones de los heridos y las voces de los jefes formaban un barullo ensordecedor. Al cabo de varias horas de combate, ninguno de los bandos daba muestras de flaqueza, como si ambos estuvieran dispuestos a no ceder un paso al contrario. Los ejércitos en pugna reemplazaban con prontitud sus bajas y así apenas era recogido un muerto, ya su rifle estaba en otras manos haciendo su oficio. Al caer la noche, dos o tres granadas estallaron en medio de la plaza y a la explosión siguió un incendio que no fue posible apagar por falta de agua.
Al amanecer del día siguiente, los rebeldes apretaron el cerco y en sus ataques abrieron tanto sus líneas que la acción de la tropa defensora se hizo casi inútil; sus descargas apenas hacían mella en el enemigo. Al llegar la noche, los indios suspendieron repentinamente el fuego y empezaron a hacer alardes grotescos frente a las trincheras. ¡Corrían sus caballos, lanzaban al aire teas encendidas y hacían sonar sus caracoles y sus atabales! ¡Parecía que estaban de fiesta y no empeñados en una lucha a muerte! ¡Aquel bullicio era de gloria y no de guerra! Pronto se supo la razón de esta algazara. Acababan de apresar un convoy de armas y de víveres enviado por las autoridades de Peto.
Al conocer Rosado la situación en que se encontraban los defensores de Ichmul, salió de Mérida con la mejor tropa de que pudo disponer. Pensó que, atacando por la retaguardia, los rebeldes no tendrían más remedio que levantar el sitio y alejarse del lugar. Pero en su avance, en vez de seguir el camino ordinario, tomó el que pasa por Sotuta y este desvío le resultó adverso, pues varias partidas le salieron al encuentro y lo obligaron a refugiarse en Tiholop.
Así quedó Ichmul sin auxilio; todavía Bolio intentó resistir un tiempo más, pero sólo pudo hacerlo por unos días pues sus tropas estaban realmente exhaustas y casi sin pertrechos. No queriendo entonces exponerse a un desastre, decidió romper el sitio y salir al campo. Sacó sus tropas por el lugar que consideró de menos peligro y con buena fortuna avanzó hacia el poniente.
A media jornada le dio alcance el coronel Rosado, el cual había logrado desbaratar a los rebeldes que lo tenían preso y casi inmóvil en Tiholop. Sin mayores contratiempos y a los dos días, ambos comandantes ocuparon la Villa de Peto.
Pronto llegaron noticias de la suerte que corrió Ichmul. Una vez dueños de la población, los rebeldes asesinaron a los blancos que no pudieron huir ni ocultarse y, so pretexto de la desaparición de las imágenes, incendiaron la iglesia.
Ermilo Abreu Gómez
Continuará la próxima semana…