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La Conjura de Xinúm – VI

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IV. Tepich

El primer acuerdo de Trujeque fue ordenar la ocupación de Tepich, donde Chi había reunido parte de su gente. Para asegurar la victoria, solicitó de los alcaldes y de los jefes políticos de las poblaciones vecinas el envío de armas y municiones, amén de abastecimientos, pues de todo estaba escaso. Como militar avezado a las contingencias de la guerra y para observar los movimientos del enemigo que tratara de acercarse a Tihosuco colocó centinelas en las torres de la parroquia y en la azotea de las casas. En el silencio de la noche sólo se oían los pasos de las rondas y el alerta de los centinelas que recorrían el pueblo y los caminos vecinales. Así se convirtió Tihosuco en plaza fuerte, en donde todo fue zozobra y alarma. Temerosas de ser asesinadas, las familias se encerraron en sus casas y sólo los varones más valerosos se atrevían a salir a la calle.

Mientras tanto la tropa se aprestaba a ocupar Tepich. Se limpiaban las armas -fusiles y coas-, se engrasaban los carros y las carretas y se hacía acopio de vituallas. A los pocos días Trujeque empezó a recibir los auxilios que con tanto apremio había solicitado. Los primeros en llegar procedían de Ichmul, de Peto y de los cantones circundantes. Recibió acémilas, hombres, ganado y una partida de machetes, pero no fusiles ni pólvora, pues las armas de fuego escaseaban en la Península. Con estos elementos pertrechó su tropa y decidió el ataque sobre Tepich. Para ello, puso una sección del ejército al mando de Vito Pacheco y confió la otra al capitán Diego Ongay. La primera debía avanzar por el camino de herradura y la segunda por las veredas del monte, soslayando en lo posible el encuentro con los indios que rondaran por ahí.

Ambas secciones llegaron a Tepich, pero al verlo desamparado, temieron caer en una emboscada y con buen acuerdo decidieron regresar a Tihosuco.

Trujeque aprovechó esta circunstancia para reforzar su tropa con nuevos elementos y mejorar su avituallamiento. Al cabo de una semana despachó otra vez a Ongay, pero esta vez le dio instrucciones de hacerse fuerte en Tepich. Ongay avanzó y después de varias jornadas se situó frente al pueblo. La situación había cambiado; Tepich estaba pletórico de indios que a toda prisa se aprestaban a defenderlo. Desde lejos se oían sus voces y sus gritos. En el acto Ongay improvisó trincheras con piedras y troncos y emplazó sus baterías. Para medir la fuerza y conocer la posición del enemigo, dispuso amagos parciales sobre los puntos que consideró apropiados. Bien sabía que los indios de Cecilio Chi eran capaces de darle una sorpresa. Una hora después, sonaron los clarines y empezó el ataque. Los rebeldes contestaron con descargas cerradas y pararon en firme los avances que intentó el enemigo. Entonces la lucha se generalizó y el fuego se hizo nutrido. A pesar de sus esfuerzos, la tropa de Ongay no pudo moverse de su sitio y varias veces tuvo que retroceder y aun se vio obligada a desamparar algunos de sus parapetos.

Pero al caer la tarde, contra lo que esperaba, los rebeldes empezaron a abandonar sus trincheras. Al ver esto, Ongay reanimó su tropa que ya daba muestras de cansancio y la lanzó a un ataque a fondo. El primer grupo cruzó las zanjas y llegó a los barrios y al centro mismo de la plaza, en tanto que el segundo cubría los flancos ante el peligro de una emboscada. En cuanto Ongay se posesionó del pueblo, descubrió que la mayoría de sus habitantes había desaparecido, sin dejar rastros de su huida. Supo también que Chi, con el grueso de su gente, andaba ya devastando las cercanías.

So pretexto de descubrir a los rebeldes escondidos, la tropa de ocupación se dedicó a cometer excesos entre las familias indias que permanecieron en el lugar. Los soldados destruyeron todo lo que encontraron a su paso. Un hombre que apenas hizo ademán de defenderse fue muerto de un machetazo. Una niña que, clamando por los suyos, corría por las calles fue violada por un sargento de nombre Isaac Reyes. Y Trujeque, lejos de remediar estos desmanes, los incitó de buena gana y, para saciar su ira, encerró a varios vecinos en una galera y mandó prender fuego al caserío.

En pocas palabras, Tepich se convirtió en un hacinamiento de escombros y de brasas. Ni una choza quedó en pie. La tropa cegó los pozos y las cisternas del centro y sus alrededores y cubrió de barro los cuerpos y los despojos de las víctimas.

Consumada su obra, Trujeque tomó el camino de Tihosuco, llevando a rastras un cargamento de prisioneros. Iba a media jornada, cuando Cecilio Chi salió de su escondite, avanzó y se apoderó otra vez de Tepich. Sus hombres estaban tan enfurecidos por las tropelías que acababa de cometer Trujeque que en el acto se dedicaron a asesinar a los blancos rezagados. Un tal Alejo Arana (que por milagro de Dios pudo escapar de aquella hecatombe) llevó a Tihosuco la noticia de lo que había sucedido en Tepich.

Convencidos los vecinos de Tihosuco de que sus vidas corrían peligro, acudieron a Trujeque en busca de protección, incitándolo además para que tomara medidas violentas contra los excesos de los rebeldes. No faltaron los que, ofuscados por el terror, le exigieron que sin más averiguaciones fusilase por vía de escarmiento a los prisioneros traídos de Tepich. Trujeque acogió la idea y ordenó que, por lo pronto, fueran fusilados cinco de aquellos infelices. Hizo un sorteo y puso en capilla a las víctimas. Los sentenciados eran mozalbetes que no estaban enterados de los planes de nadie, ni de nada de lo que venía ocurriendo en la región. Algunos no conocían ni el nombre de Cecilio Chi.

Al amanecer del día siguiente los llevaron al paredón. El más niño se desmayó en la calle, pero con un culatazo lo volvieron en sí y a empellones lo hicieron caminar y para darle muerte lo amarraron a un poste. Allí quedó como una piltrafa.

Ermilo Abreu Gómez

Continuará la próxima semana…

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