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Historia de un lunes – XLVIII

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XLVIII

VENTAS DE INDIOS MAYAS EN EL SIGLO PASADO

Ya he hablado en otra ocasión, de la compraventa de esclavos negros en Yucatán durante los umbrosos tiempos coloniales y aun en la época de la Independencia.

Pero también hubo un comercio de indios, tanto durante la época de la Guerra de Castas como en los tiempos del auge henequenero. No profundizaré más de lo necesario en este tema que ha sido agotado por el periodista e historiador Carlos R. Menéndez en su voluminoso tomo “Historia del infame y vergonzoso comercio de indios a los esclavistas de Cuba por los políticos yucatecos desde 1848 hasta 1861, etc.

Don Justo Sierra O´Reilly apoyaba la venta de indios mayas a Cuba y así lo declaró. Tanto los aborrecía. Sin embargo, si esos hombres hubieran sido todos o una gran parte vendidos a los traficantes cubanos, ¿quién se habría encargado de sembrar la tierra, de cosecharla?, ¿quiénes habrían desempeñado las arduas labores de criados, albañiles y todas esas faenas que los blancos eran incapaces de realizar?

A los mayas, como a los negros, se les tenía un aborrecimiento profundo, como ese tipo de discriminación que los sureños de los Estados Unidos evidencian por sus compatriotas de color. Nada más que aquí no había kukuxklanes (por lo menos visibles). En 1940, el profesor Alfredo Barrera Vásquez descubrió un valioso documento entre otros papeles viejos que adquirió de un comerciante de antigüedades. Barrera Vásquez lo tradujo y lo publicó en la serie de Estudios de Cultura Maya (Sobretiro Vol. 1, México, 1961) bajo el rubro de “Contrata de un maya de Yucatán, escrita en su lengua materna, para servir a Cuba, en 1849.”

El contrato fue concertado entre Marcelino Puc y el Señor Joaquín Garcés para ir a servirle en la isla de Cuba durante diez años y fue firmado en el puerto de Dzilám (dice Ts’ilam) ante un juez de apellido Chacón. En la imposibilidad de dar a conocer todo el cuerpo del contrato (del que existen contados ejemplares) hablaré del comienzo: “Cláusulas: Yo, Marcelino Puc, nacido aquí en el país de Yucatán en la República de México, de edad de 25 años y de oficio labrador, declaro, con recta palabra, que doy mi consentimiento en trabajar, porque es mi voluntad y porque es mi deseo, bajo las órdenes del señor Joaquín Garcés, el representante enviado para que me lleve en el barco “Alejandro” al país de la isla de Cuba, cosa por la cual yo me veo en la necesidad de que para que me haga llegar a aquellos lejanos lugares, tengo que respetar a esta personas que me lleva ante aquellos señores para quienes trabajaré una decena de años, como fuera que ellos quisieran y como fuese que ellos pidieren.”

Añade el trabajador (el esclavo) que está dispuesto a trabajar bien sea en el monte, hacienda de caña, plantío de café o vegas de tabaco. Su lenguaje es humilde, su expresión resignada. Dice también que laboraría en cualquier hacienda, en fábricas o talleres o como criado. Declara que en caso de ir su esposa con él, podrá ella “cocinar, hacer tortillas de maíz, lavar ropa, etc.”

La situación de los hijos, quienes también harán la jornada a Cuba, será la siguiente: permanecerán en casa hasta que cumplan los 14 años en que comenzarán a trabajar en el monte, las fábricas o en casa de los amos. Al hombre le serán pagados “dos pesos de buena moneda y se le dará bastimento consistente en almudes de maíz. Tendrá –prosigue– igualmente que dárseme diariamente café o atole endulzados, para beber por la mañana.” Para comer a medio día exige ocho onzas de plátano o raíz de las que se dan a comer “aquí en Cuba.” No olvida sus frijoles como se comen en Yucatán.

En uno de los párrafos del contrato advierte que de enfermarse él o su familia “tendrá que curarnos el señor médico.” Pide, eso sí, un pequeño pedazo de tierra para cultivar. Ya casi para cerrar el contrato alude a la muerte, a la indeseable: “Otra cosa. Si me llegase a morir o mi mujer o yo, o mis hijos, que se nos entierre (con los ritos) de la Santa Religión. Todos los gastos, a la hacienda de mi amo ampliarán, yo no tendré que gastar nada por esto.” También se ha pensado en los posibles accidentes. “Asimismo si llegase yo a quedar manco, si no pudiese trabajar a mi voluntad, dejar mi trabajo e irme a mi país donde quisiere ir… de quedarme sin poder trabajar sería si me quedase ciego o sin poder moverme.” Concluye (o casi concluye) su patética relación con estas palabras: “Durante el tiempo que yo esté comprometido en este trabajo, a ninguna parte podré ir, ni podré cambiar mi amo por causa justa a los ojos del señor Dios verdadero.”

Como este, han de haberse celebrado cientos de contratos para ir a trabajar a Cuba. Muchos de estos miserables eran combatientes de la Guerra de Castas caídos en la batalla y hechos prisioneros. En uno de sus espléndidos murales, Fernando Castro Pacheco ha pintado una excelente representación de decenas de indios mayas, niños y adultos, siendo conducidos al exilio en calidad de esclavos.

La última fase de este hecho denigrante ocurre durante la época de la bonanza henequenera. Aquí no sólo son víctimas los mayas sino otros indios provenientes de los estados de Sinaloa y Sonora, etc.

Las páginas de “México Bárbaro”, libro de John Kenneth Turner, están rebosantes de actos infames contra la raza india. Por Turner sabemos que llegaron miles de yaquis a Yucatán, muchos engañados, para trabajar en los henequenales. Durante las largas jornadas desde su tierra a nuestro estado moría un 20% por la falta de alimentación. Una vez en tierra, los rapaces esclavistas vendían a los yaquis sobrevivientes (hombres, mujeres y niños) a sesenta y cinco pesos por cabeza. El dinero se repartía de la siguiente manera: diez pesos para el intermediario y el resto para la Secretaría de Guerra. Además, todo lo que dejaban los yaquis abandonado al salir violentamente de su tierra (casa, vacas, burros, terrenos, etc.) pasaba rápidamente a manos privadas o del propio Gobierno.

Un médico militar le dijo una vez a Turner que “todo soldado que mate algún yanqui percibía una recompensa de cien dólares. Para probar su hazaña, el soldado tiene que presentar las orejas de la víctima”. En Yucatán se les daba tratamiento de bestias (remember Rosanta Bajeca) y eran azotados por chinos o coreanos, mismos que latigueaban a los propios mayas cuando el torvo mayocol lo consideraba necesario. En los pueblos de Quintana Roo todavía hace unos cincuenta años se azotaba a los indios, nos cuenta el acucioso profesor Santiago Pacheco Cruz. El famoso general May se divertía observando las azotainas. Triste final tendría quien fuera jefe de las Tribus Mayas, acaso el postrer eslabón de la Guerra de Castas.

En cuanto a los yaquis, muchos lograron regresar a su tierra, otros fueron absorbidos por la población maya (hay algunos tipos dolicocefálos en Yucatán) y la mayoría falleció de enfermedades tropicales, de azotainas, de incontables torturas o simplemente de tristeza ante lo patético de su destino.

De la esclavitud maya fueron testigos, entre otros, John L. Stephens (quien presenció varias azotainas), el mencionado Turner y los arqueólogos británicos Channing Arnold y J. Tabor Frost, los tres últimos en este siglo.

(12 de octubre de 1991)

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

 

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