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Dos fenecidos

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Letras

Ricardo Mimenza Castillo

Acaba de rendir la vida uno de los íntimos y educandos del maestro don Manuel Sales Cepeda a quien todos en esta casa y aún todo el estado veneran como la más alta cumbre intelectual y moral que por largos lustros educó a nuestras generaciones y a hombres eminentes de la talla de un José I. Novelo, gran poeta de regresión gráfica y maestro a su vez de fama reconocida y cultura multifacética.

Todos los que acudíamos –y vaya si éramos muchos–  a la casa de don Manuel, muy cerca de esta redacción, a nutrirnos con sus enseñanzas y a departir con él cotidianamente –entre otros Parsifal y don Nacho Magaloni– y los hermanos Río y Polidor, entre los desaparecidos, recordamos con cariño a Goyito, un muchacho moreno que le servía al maestro de familiar y amanuense, a quien dictaba sus sesudos artículos pletóricos de ciencia o encendidos de belleza y cuyo dictado oíamos con fruición, paseándonos por su salita o deteniéndonos ante su recia biblioteca, como si estuviéramos cerca del Acrópolis, loado por Renán y coronado por la crisoelefantina efigie de la Minerva Promakos o en los rientes jardines de Academos.

Y don Manuel seguía dictando sus estudios acerca de la estética de la hora, de la revolución de los astros o de los problemas educativos y de las escuelas rurales o acerca de del porvenir inestable de nuestro Oro Verde, en tanto que Goyito seguía atentamente aquel dictado y aquellas enseñanzas que luego, aprovechadas por él, de él hicieron un buen oficinista, un muchacho culto e ilustrado que se prometía, junto con su excelente familia, un porvenir mejor que hoy le cerró inexorablemente la sombra de la Intrusa, que tal es el poder del Destino, monologante y obsesionador protagonista de las tragedias griegas que Goyito leía en sus horas de ocio y en la biblioteca del maestro.

Breves años después, a Goyito oficinista sucedía el Goyito obrero de la última hora, el camionero de vida honesta y a quien todos sus camaradas apreciaban por su cordial compañerismo.

Y ahí se hubiera labrado un modesto bienestar si la Guadañadora que no perdona no hubiera venido a interrumpir ese sueño, esa aspiración. Y cae en plena juventud, sin poder exclamar como algunos de nosotros en nuestros instantes de pesimismo y de tedio: mi carne está madura para la tumba.

Y deja tras de sí un hogar inconsolado en donde unos niños sentirán, es decir ya comienzan a sentir, la falta del bordón paterno, la del hombro protector y la mano guiadora.

Si el viejo Sales viviera aún, él se encargaría con su bondad infinita de ser el abuelo de esos niños.

Porque cuando estaban en pañales y se los llevaba Goyito, el maestro, ante nuestra vista, sentía la fruición del abrazo, porque veía en Goyito a un hijo suyo predilecto, hijo de su educación paternal y magnánima.

Y eran para el maestro horas alcióneas aquellas en que le presentábamos a nuestros hijos materiales e intelectuales, porque sentía ser el roble acogedor de la sonrisa del infante que guarda entre sus ojos inocentes la lumbre aun inexplorada del futuro, o del libro y del verso cantarino que son también áurea cosecha del pensamiento y de la verdad.

También bajó a la tumba –colmado de virtudes y méritos– nuestro maestro de la infancia don Ramón Solís Gío.

Su recia contextura moral, su bondad inagotable, su sano corazón lo hicieron querer de todos los que con él departían y compartían las tareas escolares.

Era además modesto artista en el ramo del crayón y en donde hoy está la difusora XEZ, en su escuela de entonces hace cerca de cuarenta años –en sus horas de descanso, lo vimos ejercer dicho arte con dilección y entusiasmo.

El maestro don Ramón asimismo tenía facultades estilísticas en la literatura; amaba a los grandes poetas clásicos de España y América, sobre todo a aquellos cuyos poemas encerraban una alta lección moral o que encuadraban en sus estrofas un problema filosófico.

La poesía, para él, era el sistro de Orfeo domando las pasiones, apaciguando a las fieras, haciendo fluir de los árboles la savia bienhechora y el rocío refrescante que al caer sobre los peregrinos de la Vida se les tornaba en la frente a manera de aderezos de luz.

También creía en que ese arte musical –como el del panida Anfión– alzaría los muros de las ciudades de la Fraternidad y de la Concordia, de la Cultura y la Civilización.

Don Ramón –como maestro y excelente caballero– se lleva nuestro duelo, el de sus alumnos de hace seis lustros.

Mérida, octubre de 1936.

 

Mérida, Diario del Sureste, 27 de octubre de 1936, p. 3.

[Compilación de José Juan Cervera Fernández]

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