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Letras

Miguel de Cervantes Saavedra

Por Parsifal

[Serapio Baqueiro Barrera]

Especial para el Diario del Sureste

 

El idioma castellano –principio anímico de la raza– nació de las entrañas de una virgen rústica, cabe una fuente de surtidor magnífica que susurrando se desplegaba en el aire como un flabelo formado con las plumas inmaculadas de un cisne.

¡Fue padre de una criatura que viera por primera vez la luz de la vida sobre un lecho de verdes hojas aromosas, un príncipe extranjero en cuyas venas circulaba en dosis iguales la sangre de Virgilio, el de melifluo hablar, y la de Sócrates, el griego, el de numeroso estilo de rotundas armonías, cantar de la llama de fuego, de la danza y de la vida!…

Los aborígenes de Hisperia, rindiéndoles vasallaje, conocieron como a rey a aquel peregrino que de improviso se les apareció llevando en su alforja los más rutilantes vocablos del luminoso Lacio y de la Hélade azul y resonante.

Este príncipe de carácter aventurero, antes de posar sus plantas en la península ibérica, ya había recorrido la dulce tierra de Lutecia, donde dejó innúmeros vástagos de su ilustre estirpe, y una abundosa herencia lexicográfica.

En Hisperia gobernó en paz durante varios años, desbarbarizando el lenguaje onomatopéyico de sus naturales. Hasta que un día, aburrido tal vez de esta vida sedentaria o tal vez enfermo de nostalgia, abandonó su feudo sin despedirse de nadie, regresando a sus patrios lares, cual otro hijo pródigo.

Su vástago, que ya había llegado a la púbera edad, tenía una gentil prestancia y un genio vivo y donairoso.

En él velan las hespérides al digno sucesor de quien les puso las iridiscentes alas de las palabras a sus pensamientos embrionarios, que en gozo de vuelo ya pudieron elevarse hasta las más elevadas esferas del sentimiento.

El adolescente príncipe tenía por palacio una caverna cuya bóveda era sustentada por maravillosas estalactitas que semejaban por su belleza fulgurante estar hechas de azúcar candi.

Tal vez esta caverna fue la cueva de Montesinos a la cual, mucho tiempo después, quiso el hidalgo manchego que descendiera el socarrón de Sancho Panza a darse unas cuantas azotainas como penitencia por pecados que no había cometido, y que el cuitado caballero de la triste figura suponía que perpetró en agravio de la señora y reina de su albedrío, la imponderablemente bella Dulcinea del Toboso.

Ya era muy anciano el príncipe de híbrida sangre cuando encontróse con don Miguel de Cervantes Saavedra, doblemente glorioso por su gigantesca figura pensante, y por el cercenamiento de su brazo de soldado, que empobreció de savia el árbol de su cuerpo, marchitando su brío y arruinando su gentileza.

De su cautiverio, traía el manco inmortal, en su cerebro, todo el fuego del sol de la Arabia que se envuelve en nubes perfumadas de laureles y jazmines, y en el hablar dulcedumbres de kásidas y armonías de guzlas.

Y hablaron largamente en una venta de la parda y llana tierra castellana.

El anciano príncipe le enseñó su tesoro verbal al recién redimido de galeras; y muchos de los vocablos que le mostró a pesar de estar troquelados en oro purísimo, le parecieron empañados por falta de uso…

El caballero de Cervantes y Saavedra se lo hizo notar comprometiéndose a devolverle su desvanecido fulgor, su pureza originaria y su prístina significación, y fielmente cumplió su ofrecimiento en este sentido, pues cual un orfebre paciente y meticuloso, consagróse a la exquisita labor de pulimentarlos y en opulentos estuches –sus libros­– los expuso a la contemplación admirativa del mundo civilizado.

América en este momento, cual la Bella Durmiente, soñaba sus sueños de virgen arrullada por la eterna canción del mar… y un conjuro pronunciado en sonoro idioma de Castilla la despertó de su sueño milenario.

Fue el grito en asombro, de Rodrigo de Triana, el que hizo incorporarse a la vida, a la virgen que dormía.

Y más y mejor que las armas mortíferas, más que la fiereza de los conquistadores, fue la dulzura del idioma que hablaban, lo que hizo que los indígenas se rindieran a los caballeros de la cruz y la espada.

Todos recordaréis que cuando posaron sus plantas por la primera vez en esta tierra del Mayab, los aborígenes al escucharlos exclamaron:

–¡Qué bien hablan, qué rico idioma es el de estos hombres rubios y barbados que vienen del lejano Oriente!

Y esas primeras palabras fueron el impulso inicial del principio anímico de la raza que pronto habría de imponerse.

 

Diario del Sureste. Mérida, 2 de diciembre de 1934, pp. 3, 6.

[Compilación de José Juan Cervera Fernández]

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