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Crónicas de Mi Pueblo

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Hombre Serpiente

Francisco Kan, campesino de 20 años, llegó al hospital una tarde, después de tres horas de fatídico viaje de su pueblo a la ciudad de Mérida, en extrema gravedad por mordedura de serpiente de cascabel. Le acompañaba la misma culebra muerta por las mordidas que el propio joven le ocasionó en singular combate a dentelladas.

Al sentir Francisco el agudo dolor que le ocasionó el ofidio en la pierna, la atrapó con toda la fuerza de sus dos manos, y a mordiscos también – de acuerdo con la creencia popular de que así se contrarrestaba el mortal efecto del veneno – casi la descuartizó. Sin embargo, la serpiente, antes de sucumbir, logró clavar sus venenosos colmillos un par de veces más en el rostro de nuestro amigo.

Desahuciado, la fiebre le atormentaba. Su pierna derecha amoratada, hinchada, y el rostro tumefacto, presagiaban un triste final del campesino, a pesar de que los médicos le habían administrado ya la dosis de suero anticrotálico que se usaba en estos casos. Entonces invocó a “La Reina” y le rogó que lo salvara de la muerte…

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Años atrás Francisco, niño maya de 10 años, escuchó por entre las piedras cubiertas de bejucos un extraño sonido – “…shsssss…” – que se interrumpía por momentos, para volver a sonar con más fuerza conforme él avanzaba en la deshierba. Precavido, suspendió su tarea y acudió con su tío para contarle lo sucedido. El tío le respondió que tuviera cuidado, que seguramente se trataba de la “cascabel”, serpiente de mortal veneno a la que en los viejos tiempos el pueblo Maya había rendido culto y que podemos ver en las piedras labradas de las ruinas.

Francisco y su tío, machete en mano, regresaron al lugar. Sonando su cascabel anunciaba el reptil su peligrosa presencia, advirtiendo a los intrusos que se alejaran. Sin embargo, ellos siguieron buscando, hasta que a una corta distancia encontraron un bello ejemplar de serpiente de cascabel de dos metros de largo que preparaba, irguiéndose en eses y sonando amenazadora la punta de la cola, el mortal ataque. La piel adornada con geometrías caprichosas brillaba esplendorosa a los rayos del sol de mediodía, y su bifurcada lengua detectaba con facilidad la presencia de los que interrumpían su descanso.

El reptil lanzó un primer ataque fallido de advertencia, que por unos centímetros no mordió al tío.

“¡Ya verás, ya verás cómo te atrapo!”, respondió con enfado el tío.

“Pero no la vas a matar, ¿verdad?”, interrogó el niño.

“No, no, qué va. A una Reina… no se le mata.”

“¿Una Reina?”, preguntó Francisco con sorpresa.

“Sí… sí… Es una Reina. Aquí entre los Mayas lo sigue siendo, como en los tiempos idos.”

El tío cortó del árbol del chaáh’ka un largo palo que acercó a la enfurecida serpiente, cuyos colmillos en un segundo ataque se clavaron, quedando atorados en la suave madera. Un amarillento líquido escurrió de entre las terribles fauces, mientras la serpiente cascabel coleteaba con fuerza, sin lograr librarse de la trampa que le habían tendido. Entonces el tío, extremando precauciones, la atrapó por la cabeza. Con sumo cuidado liberó a la serpiente para no lesionarla, y la depositó en un sabucán de henequén que cerró con cuidado.

Construyó una amplia y hermosa jaula con madera y tela de alambre. La dotó de paja, de dos grandes piedras asentadas sobre tierra para el descanso de la serpiente, vasija para agua y plato para comida. La decoró artísticamente con ornamentos mayas, y puso en el frente de la jaula un vistoso letrero que decía: “La Reina.”

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En la escuela, Francisco narró lo sucedido y presurosos, tanto el profesor como los niños, sus compañeros, acudieron a conocer a la soberana de los caminos del Mayab, que en su nueva morada no lucía tan esplendorosa y arrogante como el día de su captura. Aunque su belleza cascabelina no tenía par, sus pequeños ojos vidriosos reflejaban un dejo de tristeza. Sin embargo, seguía siendo imponente al contemplarla.

Los niños festejaron alborozados la aventura de Francisco y le pusieron de apodo “Pancho Culebras”. A él le pareció gracioso el mote, lo aceptó de buena gana y hasta se presentaba con su nuevo nombre.

Un día llegaron al pueblo unos biólogos investigadores de la Universidad, quienes se habían enterado del hermoso ejemplar de cascabel, con intenciones de comprarla para extraerle el veneno y experimentar la obtención de un nuevo suero contra mordeduras de serpientes que cobraban muchas víctimas entre los campesinos.

No la vendió Pancho: la dio en préstamo para que la “ordeñaran” algunas veces. Así es que a “La Reina” se la llevaron a la ciudad para prestar valiosos servicios a la medicina. Al cabo de algún tiempo fue devuelta y, en premio, “Pancho Culebras” y su tío decidieron ponerla en libertad. La soltaron por las veredas del monte en donde, presurosa, “La Reina”, sonando su cascabel, se perdió en la espesura de los matorrales.

Pasaron algunos años. Francisco, ya joven, siguió la tradición campesina de su familia, dedicándose a sembrar la milpa y a cultivar un huerto de frutas tropicales que le rendía muy buenas ganancias.

Cierto día, cuando “chapeaba”, sintió un fuerte dolor en la pierna y se dio cuenta que había sido mordido por una serpiente de cascabel… y ese fue el motivo, ya se dijo, por el que el joven Francisco llegara grave al hospital.

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La invocación de Pancho dio resultado: en la noche escuchó el sonido – …shsss… – de la cascabel y vio el largo cuerpo de “La Reina” que se deslizaba sobre las sábanas. Se enroscó sobre el vientre de Pancho, le miró con sus ojos hipnotizantes, agitó con rapidez la bifurcada lengua, sonó su cascabel y dijo:

“No te asustes. Vengo a decirte que no te vas a morir, los doctores te han curado con mi propio veneno, el mismo que obtuvieron para hacer el suero”, y agregó: “Mi hermana que te mordió, en realidad no quiso hacerlo, es su naturaleza; tú la pisaste, y esa fue su defensa. No debiste matarla, la hubieras capturado como hicieron conmigo, para proveerles de veneno para el suero. Cuando camines por tu milpa, fíjate bien por dónde lo haces, pon más cuidado.”

Dicho esto, la serpiente se desvaneció en la penumbra.

Al día siguiente le bajó la fiebre. Pancho se sintió aliviado. Disminuyó la hinchazón y desapareció el color violáceo de su pierna.

Contó la visita de “La Reina” y los médicos y enfermeras, sorprendidos por la recuperación, pusieron rostros de duda.

Francisco regresó completamente restablecido a su pueblo, y su experiencia fue motivo de tertulias en la que sus compañeros campesinos le escuchaban con gran interés y admiración por su aventura.

Sin embargo, la gente del pueblo comenzó a verle como una persona rara, como un “caput cuxtal” – reencarnación – de las serpientes, pues haber sobrevivido a tan mortales mordeduras en tan feroz combate, como se da entre esos reptiles, no era cosa normal. Les parecía realmente extraño y sospechoso, además de que su apellido Kan – que quiere decir culebra en Maya – era sugerencia de afinidad.

Se le ocurrió una idea para demostrar que a las serpientes no había que tenerles miedo, sino prudencia. Se dedicó a atraparlas aplicando la técnica del palo de chaah’ka que le enseñó su tío y, aunque sufrió otras mordeduras, ya el veneno no hizo su efecto, a no ser por algunas molestias menores que solucionó con hierbas medicinales. Con diferentes especies de culebras construyó un serpentario para extraer suficiente veneno, para elaborar el suero en el mismo pueblo con ayuda de las autoridades y de los doctores de la clínica de Salubridad. Así, a los accidentados por mordeduras de serpientes no les quedaría tan lejos el auxilio.

Algún tiempo después, comenzó a aplicarse el suero que, por su oportunidad, salvó muchas vidas. Los habitantes de la comunidad comprendieron que la sobrevivencia de Francisco no era un misterio del más allá, sino resultado de los avances de la ciencia médica y se volvieron más amables con él. Tan agradecidos quedaron, que empezaron a tratarlo con mayor respeto y admiración: a partir de entonces se dirigieron a él como el “Dr. Pancho Culebras”.

Pasaron muchos años. Francisco llegó a viejo y una noche, cuando descansaba plácidamente en su hamaca, escuchó el sonar de crótalos – shsss – que provenían del patio de su casa. Al asomarse por la ventana, vio numerosas culebras que serpenteaban tranquilas sobre el verde zacate del jardín, por entre las flores, cual si hubieran sido convocadas por un llamado extraño. Allí estaban las multicolores coralillos de anillos rojos negros y amarillos; la temible Huolpoch – la de todos los males –, la Ochkán, la Cuatro Narices, la Nauyaca, la serpiente negra, la parda y la rayada. También estaba “La Reina”, que sonando el cascabel conducía a sus hermanas.

Un escalofrío estremeció a Pancho…

Todo se volvió confuso.

Instintivamente se dirigió hacia la maleza, seguido por las serpientes. Una voz interior le decía: “¡Ve hacia tu destino, Hombre Serpiente…!”

Y Francisco Kan siguió su camino por los eternos senderos de los montes del Mayab.

César Ramón González Rosado

Mail: crglezr36@yahoo.com.mx

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