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Abducción (Capítulo IV)

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“Los acontecimientos descritos, en realidad fueron respuestas a tus originales inquietudes, con lo cual esperamos haber satisfecho algunas de tus dudas. En estos tiempos, como ahora piensas, la ciencia y técnica de punta del futuro, no están al alcance de tus manos”, retomó la comunicación la Dra. Clelia. “Pero no serán  imposibles de alcanzar y aprovechar. Retornemos un poco a tu mundo y repasemos algunas anécdotas o historias que pudieron tener lugar o que realmente ocurrieron”.

“Trata de asimilar la siguiente narración con la imaginación abierta y dispuesto a sacar  conclusiones que puedan ofrecer esperanzas para el futuro. Con el objeto de  hacerte más accesible lo que expondremos,  activaremos un sistema que permite visualizar nuestras  versiones históricas. Mira al frente: aquella pared se convertirá en una pantalla líquida, elaborada con técnica superior al LED de ustedes, en la cual se representará la historia que hemos preparado para facilitarte la comprensión al próximo futuro”.

La pared se tornó color blanco mate y en ella comenzaron a reproducirse paisajes, figuras y personajes conforme la Dra. Clelia narraba:

“Finales del siglo diecinueve, Catedral de San Ildefonso en la ciudad de Mérida; las once horas de un día domingo. Por la ‘Puerta del Perdón’, sale de la misa de diez de la mañana la ‘niña’ Dulce María, seguida por la tía Estefanía, y un joven acompañante varón que la lleva del brazo.

La niña de 17 años luce con elegancia y muy contenta el vestido de raso color rosa con largas mangas que su madre le regalara el día de su reciente cumpleaños: amplio faldón con holanes que llega hasta los tobillos, escote que le circunda elegantemente el cuello, encajes blancos que, armónicamente distribuidos, adornan la hermosa prenda de vestir y hacen resaltar con elegancia la joven belleza de Dulce María. Una cinta, también blanca, le ciñe la delgada cintura y, adelgazada aún más por el ajustado corselette, tal como era costumbre de la época, contribuye a ofrecer porte de princesa a su figura.

El sombrero de anchas alas con que se cubre la cabeza era de última moda en aquel momento: jipijapa artísticamente tejido y adornado con cintas albas y rosas que su padre mandó traer de Cuba, adorno complementario a su belleza que la tía Eufemia le ajustó con ganchos invisibles sobre el peinado de bucles.

Como era natural en aquella época, toda la gente católica del lugar se ufanaba y se enorgullecía de su imponente Catedral, Dulce María no podía ser la excepción. Aun sabiendo que los  proyectos y planos de construcción fueron traídos de España a este continente para erigir una Catedral en la ciudad de Quito,  Perú, que por equivocación llegaron a Mérida y que con ese proyecto se edificó la monumental Catedral, no por esa casualidad los yucatecos dejaban de ufanarse de ella.

Posterior a su construcción, el elegante enrejado que contribuía a enaltecer más el sacro recinto fue mandado traer de Europa por la Emperatriz Carlota, en épocas del Segundo Imperio, a petición de  beatas y encopetadas damas yucatecas. La verja sólida, alta y sobria, que encerraba elegantemente el atrio catedralístico se instaló en mil ochocientos sesenta y seis, aumentando la belleza del santo templo meridano y se mantuvo ahí hasta las primeras décadas del siglo veinte.

Otras jóvenes que de la Catedral salían a recrearse en el atrio presumiendo sus novedosas vestimentas, sonreían y saludaban a Dulce María.

El tañer ronco de las campanas en las torres de Catedral obligó a Dulce María a mirar hacia arriba, donde vio las campanas moviéndose en rítmico vaivén pronunciando, con su áspero sonido, la invitación  para asistir a la misa de doce. En la torre sur se podía admirar el gran reloj que, para servicio de los feligreses, recientemente se había instalado; al mismo tiempo apreció el limpio cielo azul del medio día, casi sin nubes, un espectáculo hermoso.

Dulce María, con el abanico coquetamente sostenido con la mano izquierda, amablemente se inclinaba saludando a los citadinos conocidos de aquella sociedad, su sociedad, sin, desde luego, atisbar a través de la varillas del abanico a los elegantes caballeros civiles y presuntuosos militares con uniformes de hombreras protocolarias y abotonadura de rigor militar.

Junto a sus compañeros de misa se dispuso a esperar la llegada de Eusebio, el auriga sirviente que conduciría la berlina de regreso a casa, donde sus padres la estarían esperando para el almuerzo dominical. El joven que llevaba a Dulce María del brazo sería el invitado de honor.

El agraciado enamorado de Dulce María lucía, de acuerdo a su posición social, el atuendo de última moda: frac negro, anchos pantalones blancos, chaleco de piqué, corbata de lazo y sombrero negro de copa.

Eusebio se retrasaba. Ardía el sol del mediodía. La niña miró a uno y otro lado, buscando sombra para la espera. Sobre la calle sesenta, frente a Catedral, varios carruajes, berlinas y calandrias tirados por robustos y adornados caballos, circulaban frente a ellos, levantando el polvo seco de la calle que, unido al sudor que generaba el intenso calor, se convertía en mugre que se adhería a la piel y provocaba una sensación desagradable en el cuerpo y el ánimo.

En las aceras del primer cuadro de Mérida caminaban personas de todas las clases sociales con sus vestimentas típicas de los días domingo. Se podía distinguir a los de la alta sociedad vistiendo, como su amigo Juan, fracs grises, blancos, negros, con variados colores de pantalones y sombreros; a las señoras y  señoritas con atuendos, semejantes al de Dulce María, en variedad de colores y modelos; los niños jugaban en los jardines de Plaza Grande, bajo la sombra de algunos arbustos y de los muy jóvenes laureles de la India que el Gobernador en turno había mandado traer del lejano Oriente y ordenado plantar apenas dos años atrás en la Plaza Grande de Mérida.

Los domingos al mediodía, la banda municipal tocaba en el kiosco situado en el centro de la plaza. La gente allí congregada escuchaba: los indios se sentaban en las bancas cercanas a los músicos, los mestizos un poco más retirados, y la gente rica, en sus elegantes coches tirados por acicalados caballos,  daba vueltas alrededor de la plaza prestando atención a las mazurcas, chotís, polkas, gavotas y valses que la orquesta interpretaba.

Otras personas deambulaban en las aceras alrededor de la plaza, los mestizos se exhibían con sombreros, negros por lo general, camisas blancas con botones de nácar, alpargatas chillonas de cuero y pantalones de boca ancha muy almidonados, de campana les llamaban. El pantalón cruje y las alpargatas chillan al caminar; mientras mayor sea el sonido que produce el atuendo, más elegante presume su propietario portador.

Los indios vestían calzones blancos con delantales de cotín a rayas azules. Caminaban acompañados de sus parejas, mujeres mestizas portando sus coloridos ternos.

Bajo los arcos del Palacio de Gobierno y junto a algunos  árboles del parque, infinidad de vendedores anunciaban y vendían sus diversos productos típicos de la región: desde tacos de rellenos blanco y negro, cochinita pibil, sin olvidar panuchos, empanadas, salbutes y papadzules, entre otros manjares  regionales. Otros provisionales comerciantes de alpargatas, rebozos de Santa María, herramientas de labranza, ollas y otros menesteres para la utilización en la vida cotidiana, también voceaban a gritos sus mercancías. El regateo, puesto de moda por los sirio-libaneses llegados a estas tierras, era intenso y divertido.

En los alrededores de la plaza abundaban las cantinas con sus puertas abiertas, de donde provenían murmullos de conversaciones, gritos, carcajadas, y alguna música de guitarras y timbales.

El fango de la calle junto a las banquetas, producto de las aguas residuales que los vendedores arrojaban y de la tierra de la vía sin adoquinar, era impulsado por los cascos de los caballos y las ruedas de los carros familiares, calandrias y berlinesas, y por los carretones de carga, manchando las vestimentas de los peatones que deambulaban domingueramente en las aceras. Estos “accidentes” provocaban la ira de los afectados, arrancándoles gritos e improperios que contribuían a enriquecer el folclor citadino.

De improviso, Dulce María y Juan, su acompañante, sintieron una fuerte sensación de mareo, pérdida de aliento y desmayo. No queriendo alarmar a la tía Eufemia, con aparente tranquilidad la niña tomó del brazo a su inseparable familiar acompañante, acomodó su cabeza en el hombro protector, cerró los ojos y dejó descansar todo el peso de su cuerpo, sin soltar el brazo de Juan, respirando profundo, esperando alivio. La niña sintió un fuerte malestar sin razón aparente y, tratando de que las otras personas no se percataran, cayó  en trance la muchacha. El que sí pudo darse cuenta  de lo que ocurría fue el enamorado atento, Juan, que, soportando las mismas condiciones de mareo, permanecía pendiente a su lado. Rápidamente extrajo de los bolsillos de su chaqueta de piqué el elegante estuche que contenía las sales vivificantes, el ‘rapé’, y se lo dio a oler a su novia, para reanimarla. Juan no tuvo tiempo de comprobar los resultados de la medicina: también cayó en trance.

El ‘rapé’ cumplió su cometido. Poco a poco, Dulce María abrió los ojos y, ante su asombro, encontró un panorama que de ninguna manera resultaba el cotidiano. Juan se encontraba a su lado, también muy sorprendido.”

“Ambos muchachos, sin saberlo, se encontraban soñando vívidamente lo que ahora llamaremos sueño de ‘viaje temporal’ a través del tiempo y el espacio para presenciar el pasado o el futuro. A ellos les cayó en suerte la segunda opción, el futuro. Cabe aclarar que en un sueño de ‘viaje temporal’, los sucesos y lugares se presentan de una manera congruente con la realidad”.

(Continuará)

Diego M. Mezeta Chan

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