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A Cualquiera Le Pasa

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A Cualquiera Le Pasa

–“Pero yo, señor Delegado, no he hecho nada malo, exijo que me dejen en libertad inmediatamente.”

–“Ah, conque nada malo, ¿eh?”

–“Así es, Señor, nada malo he hecho.”

–“Palo, palo con él, que es un maldito hipócrita.”

Cinco agentes arremetieron contra aquel infeliz, hasta que le dejaron casi inconsciente en una apestosa celda.

Cuando amaneció, el pobre Marcelo no podía moverse. Le dolían todos los huesos por la paliza que el Delegado había dispuesto que se le diera.

Tan adolorido como confundido, Marcelo empezó a pensar lo que había hecho y dicho en días anteriores que hubiera podido ser calificado como delito pero, por más que trataba de llegar a una conclusión, ésta escapaba, pues él tenía la seguridad de no haber cometido delito alguno, por lo que no se explicaba qué hacía en esa sucia celda y mucho menos, la causa de la golpiza ordenada por el Delegado.

A medida que el tiempo transcurría, la víctima empezaba a dar muestras de enojo, de tal suerte que a eso de las tres de la tarde se puso a dar gritos exigiendo que fuera puesto en libertad. Como respuesta a los gritos, uno de los agentes se le presentó con una lata en la mano, la cual le entregó.

–“¿Y esto qué?,” preguntó indignado Marcelo.

–“¿Qué no lo ves? Es sopa, muchacho, sopa.”

Indignado, Marcelo tomó aquella lata estrellándola al techo con rabia.

–“Desgraciados, lo que quiero es salir de aquí, no comer esta porquería de sopa,” gritó.

Al poco rato llegó a ver al detenido el Delegado.

–“Mal genio, mal genio. Conque ésas tenemos… No quiso la sopa de pescado que le mandé. Bueno, a lo mejor mañana sí la acepta; cuando hay hambre no hay mal pan, jovencito.”

–“Debo salir inmediatamente, se está cometiendo conmigo una completa injusticia.”

–“Eso lo decido yo, joven; yo decido si sale o no.”

–“Bueno, pues dígame qué es lo que hice mal, para que lo sepa.”

–“Abusar de esta hermosísima democracia que tenemos gracias al esfuerzo de nuestro jefe máximo.”

–“Pero si yo no soy político, ni quiero nada con la política. Cómo voy a cometer alguna falta de esas.”

–“Quizá esté arrepentido, pero bien que le dijo delante de todos los que estaban en el billar de Don Julián.”

–“Pero si yo no dije nada en el billar.”

–“Ya le vamos a refrescar la memoria si usted se empeña en no reconocer su delito.”

–“¿Delito?”

–“Sí, delito, como lo oye. Pronto tendrá noticias más exactas.”

Marcelo se quedó cavilando, sumamente intrigado por las acusaciones del Delegado. “Esto es absurdo, es una locura, como puede decirme este individuo que cometí ayer un delito en el billar,” – decía mentalmente Marcelo–. “Debe estar loquísimo. Pero el caso es que estoy aquí detenido.”

Pasaron varios días y Marcelo continuaba bajo arresto.

Por fin, como a los quince días, fue notificado que debía comparecer ante un jurado por los cargos de injurias que se le imputaban. Y así fue: al segundo día de haber sido notificado se abría un juicio popular al infeliz.

–“Tiene usted todo el derecho para defenderse de las acusaciones que se le hacen, joven,” dijo un anciano que presidía el juicio.

El inculpado preguntó al viejo qué tipo de acusaciones había en su contra.

–“Injurias contra la autoridad, lo cual está penadísimo y puede costarle la vida.”

–“¿La vida?,” exclamó Marcelo, poniéndose violentamente de pie.

–“Siéntese, joven” -ordenó el viejo.

–“Usted ha insultado y calumniado a nuestras respetables autoridades. Sin embargo, Don Calisto Permonón de la Fuente, en su noble tarea de impartir justicia en este lugar, me ha ordenado le haga saber que será tratado con todas las de la ley, pese a su actitud criminal y canallesca.”

–“Pero, señor, si yo no he hecho nada, se lo juro.”

–“Me lo jura, ¿eh? Bien, que pasen los testigos.”

–“Señores testigos, ¿serían tan amables de relatarme todo lo sucedido en el billar con relación a este desgraciado?”

–“Sí, señor Juez,” repuso uno de los testigos, “pues usted verá que este tipo ofendió a las honorables autoridades.”

–“Sí, sí es cierto,” repuso el otro testigo, “ofendió a nuestras autoridades, me consta, señor Juez.”

En esos momentos llegó al recinto el Sr. Jefe Político, en compañía de su inseparable guardaespaldas, y todos los presentes se pusieron de inmediato de pie.

–“Buenas tardes tengan todos ustedes, señores,” dijo Don Calisto, “pero, por favor, tomen asiento, tomen asiento y que prosiga esto.”

–“Sí, señor,” repuso el Juez.

–“La acusación que pesa sobre usted es la ofensa grave a nuestras autoridades, al tratarlas con un lenguaje vulgar, y poner en entredicho la acrisolada honradez de todas ellas.”

–“Yo,” –exclamó el acusado, lleno de extrañeza–, “pero esto debe ser una broma de mal gusto, no es posible.”

–¿Niega usted, Sr… haber llamado a las autoridades “ratas” como queriendo decir que son unos pillos?”

–“Lo niego”

–“Ah, entonces usted ignora el lenguaje del bajo mundo; por no decir otra cosa, “ratas” quiere decir rateros, pillos, sinvergüenzas, etc., etc.”

–“No, yo sé que suele decirse que tal o cual persona es “rata” cuando es un ladrón, eso sí lo sé, Sr. Juez.”

–“Convicto y confeso,” gritó el Juez.

–“Pero yo no he dicho que nuestras autoridades sean unas ratas.”

–“Señores testigos, ¿pueden repetirme lo que este individuo dijo en el billar?”

–“Sí,” dijo uno de los testigos, “dijo este señor que acabaría, o cuando menos que el sueño dorado de su vida era acabar con todas esas inmundas ratas de la comisaría, que tanto estaban perjudicando al pueblo de Morón, tan lleno de gente honrada.”

–“Sí, es cierto, yo lo oí,” afirmó el otro testigo.

–“Pero señores,” interrumpió el acusado, “yo dije eso, es cierto, porque deseo que el Sr. Jefe Político me dé la chamba de fumigador que tanto deseo, para acabar efectivamente con esas inmundas ratas que están acabando con todo lo que encuentran a su paso y que han anidado en la comisaría.”

–“Un momento, señores,” dijo don Calisto. “No quiero cometer ninguna injusticia en mi pueblo. Daremos una nueva oportunidad a fulano y ordeno que quede en libertad, por un lamentable error que se está cometiendo contra él.”

–“Quedas en libertad, muchacho. Y mañana te espero para que fumigues la comisaría que, en efecto, ha estado siendo asolada por esos asquerosos roedores. Te han mal interpretado. Quedas en libertad.”

–“Gracias, señor, muchas gracias,” dijo aquél y salió corriendo como nunca antes lo había hecho en su vida.

Al poco tiempo la comisaría había sido limpiada de cuanta rata había habido. Lo único malo fue que, a consecuencia del polvo que utilizó don fulano para erradicar las ratas, éste resultó tan fuerte que el propio Don Calisto se intoxicó y, después de estar en agonía por un mes, murió.

Nadie culpó al fulano de la muerte del Jefe Político, pues su muerte fue considerada como un síncope cardíaco.

La verdad fue que la comisaría quedó durante mucho tiempo libre de ratas.

José Luis Llovera

[Continuará la semana próxima…]

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