Una comunidad de apodos

By on mayo 27, 2021

Colonia Yucatán

Noche estrellada, luna llena, esplendorosa, imponente y luminosa, inigualable espectáculo nocturno que nos regala la Madre Naturaleza.

En el frente de alguna casa de la Colonia Yucatán, una pareja de tórtolos platicaba admirando el plenilunio, disfrutando el fresco de la noche bajo la mirada coqueta de la musa de los enamorados que inspiraba hasta al más tímido.

“¡Qué bonita luna!” comenta la radiante y hermosa chica pretendida por más de un galán que abundaban en ese entonces en la Colonia Yucatán y de los que casi nadie se salvaba de tener un apodo.

“Sí, muy bonita,” contesta el afortunado pretendiente apodado “el Rayo” que se empleaba como transportista de rolos que iba a recoger a los tumbos en los montes cercanos a la Colonia desde la madrugada para depositarlos en la fábrica; embelesado por el comentario de su enamorada, sólo atinó a agregar: “Sí, verdad, como para dar un viaje de rolos,” contesta ante la mirada atónita de su sorprendida Dulcinea. Alguien lo escuchó y lo hizo eterno, de tal manera que cuando alguien de la Colonia se encuentra con otro paisano no falta el socarrón comentario. Así transcurría la vida en la Colonia Yucatán, llena de anécdotas y comentarios chuscos y ocurrentes porque la vida en esta comunidad estaba llena de personajes, de apodos, de anécdotas y… de chismes.

Tal vez por esa razón llama la atención que entre los habitantes de esta única y peculiar población, ubicada al oriente del Estado, sea la cantidad de anécdotas y sobrenombres la forma como se conocían entre sí los vecinos. Muchas veces cuando en algún lugar y por alguna razón se les llamaba por su nombre de pila, y la persona estaba ausente o distraído, no respondía al llamado. Nadie sabía de quien se trataba. Era más fácil llamarlo por su apodo, ya que así era más conocido e inmediatamente se sabía a quién se referían.

Sucedió que en cierta ocasión el Padre Basto -José Francisco Basto Aguilar-, en reunión con padres de familia en la ex iglesia, estaba pasando lista de los “Scouts” que íbamos a ir de campamento al puerto de El Cuyo para confirmar nuestra asistencia: “Kike Gerolan” “¡Presente!” contestó la mamá. “Pavo”, siguió pasando lista el entusiasta sacerdote. “¡Presente padre!” respondió doña Dorita. Así siguió el pase de lista y nadie hizo algún comentario alusivo. Cuando dijo “Kike Chivacan” ahí sí la risa fue general. “¿Quién es?” preguntó el Padre, un tanto desconcertado y sorprendido. “Es mi hijo, Padre, así le dicen,” contestó doña “Luz Chivacan”, cuyo nombre por cierto era Sixta Villalobos y llegó a procrear numerosa familia, se dice que con 14 descendientes.

En esta singular población, que no se parece absolutamente en nada a las demás que conforman los 106 municipios de nuestro estado los sobrenombres eran de lo más común entre los vecinos. Abundaban de todo tipo desde el que “Solo vino” hasta de animales, fantasmas, pimienta, el “Salado”, “Pastelito”, otros que aludían a apariencias y lo que a usted se le ocurra.

Entre los muchos y variados sobrenombres con que se conocían en esta comunidad, uno se topaba con “conejos”, “burros”, “culebrita”, “charol”, “perras”, “saraguatos”,” pochos”, ”patos” “patitos”, ”malafacha”, ”loba”, “tuchos”, “fantasmas”, “magos”, “diablos”, “changos” y muchos otros que sin duda necesitaríamos mucho más espacio para poner. Era raro aquel que se salvara de tener un original apodo.

En una pequeña población de 450 familias, más o menos, la fuente principal de ingresos eran las plantas madereras que fabricaban Triplay y Lignumplay. Se laboraban los tres turnos; el primero con el horario de 6:30 a.m. hasta las 14:30 horas; el segundo turno iba de 14:30 a 22:00 horas, y el tercero de 22:00 horas a 6:30 a.m., con media hora para comer para el turno de la mañana y 15 minutos para los demás turnos, rotándose semanalmente de manera que nadie trabajaba sólo de día o sólo de noche, a excepción de los veladores.

Para los que tenían turno en “Lignum”, donde se fabricaba el aglomerado, se comisionaba a dos personas minutos antes de que sonara el pito que avisaba la hora de la comida para que fueran a buscar los portaviandas que los hijos de los trabajadores habían depositado previamente en la caseta que custodiaba don “Bon” Mukul. Entre la caseta y la fábrica distaban unos 100 metros aproximadamente, como todos estaban ocupados en sus labores, estos pícaros mensajeros, antes de llegar con los portaviandas a sus respectivos dueños, se quedaban unos minutos en el camino a revisar lo que sus familias les habían enviado para comer y, si no les gustaba, lo cambiaban con el de alguno de sus compañeros. ¡Claro que nadie los veía ni se enteraban!, al menos eso creían ellos.

Cuentan que una vez vieron un portaviandas, o “cantina”, como también les decían a estos trastes, uno de plástico de color llamativo. Checaron el nombre: Eleuterio Chay. A medio camino se detuvieron y comenzaron a girar entre los dos la tapa del recipiente con su apetitoso contenido hasta que consideraron que no se podría abrir fácilmente y continuaron su camino. Al llegar la hora de la comida, todos se sentaron a comer a la gran mesa… menos el Sr. Chay, que infructuosamente intentaba abrir su portaviandas; vencido y visiblemente molesto, pidió permiso para ir a su casa. Al salir, más de dos de sus compañeros se comenzaron a reír ya que sabían que este señor era de muy pocas pulgas; alguna bronca iba a armar en su casa.

Ya se imaginará usted cuantas anécdotas más se podrían contar de estos personajes que convivían todos los días del año en sus horarios de trabajo, en las calles, el cinema, el casino (por cierto, el único después del de Mérida), el mercado, el campo de béisbol y en todo lugar donde se encontraban, ya que la Colonia Yucatán sólo tiene 4 cuadras de largo que van de norte a sur, midiendo aproximadamente 1 km cada una, por 8 cuadras que van de oriente a poniente y que miden 100 metros. Se entrecruzan con las otras calles de manera que los vecinos se encontraban todos los días por todos lados y se enteraban de todo.

Las fiestas de Carnaval eran todo un acontecimiento en esta comunidad. Grupos de entusiastas jóvenes, y no tan jóvenes, matrimonios de adultos mayores y estudiantes participaban con gran entusiasmo de estas celebraciones del dios Momo que tampoco estuvo libre de anécdotas, como la que sucedió aquella noche de carnaval de 1950 y tantos…

La noche estaba plena, fresca. El salón repleto de gente ansiosa de ver a la soberana que presidiría las tradicionales fiestas carnestolendas de esta comunidad. Había sido elegida entre otras dos no menos guapas y carismáticas concursantes; una intensa e inteligente campaña la llevó al trono de estas tradicionales fiestas de febrero. Era la más simpática y la más linda. En esa ocasión, la impaciencia se apoderó de los asistentes que esperaban la entrada triunfal de su majestad “Linda I”, muchacha veinteañera, ojos claros, delgada, alta, digna representante de los festejos. Del “Rey feo” nadie comentaba nada; la expectación era por ver a la reina y dar inicio al baile presidido por la orquesta “Medval” que dirigía don Pancho Rejón.

Cuando el maestro de ceremonias anunció la entrada de su grandiosa majestad “Linda I”, los aplausos y los comentarios surgieron al unísono: “¡Ah! ¡Qué guapa!” “¡Qué elegante!” Ella, con la sonrisa un tanto nerviosa y sabiéndose dueña de todas las miradas, caminaba con garbo, elegancia y altiva entre los sonoros aplausos de la concurrencia que no perdía detalle del acontecimiento; desfilaba agitando la mano de un lado a otro y regalando “besos volados”, acompañada del tradicional vals del “Emperador”, que magistralmente interpretara la orquesta “Medval”.

“Me siento muy contenta de estar aquí esta noche,” señaló al iniciar su discurso después de haber sido coronada reina del Carnaval 1950 y tantos de la Colonia Yucatán. “Es un gran placer para mí estar ante todos ustedes y ver tanta gente contenta. Quiero agradecer…”

Y así fue hablando y hablando ante la concurrencia, que impaciente volteaba a ver hacia todos lados. La radiante soberana se extendía en su discurso, pasaban los minutos y no se veía cuándo acabaría. Los contingentes de disfrazados esperaban ansiosos el llamado del maestro de ceremonias en la puerta del salón-cinema “Trópico” para presentar su número musical que habían preparado con semanas de anticipación.

Don Pancho Rejón miraba impaciente su reloj; los músicos no soltaban los instrumentos ya que en cualquier momento recibirían la señal para empezar a tocar.

Al notar que la gente ya no le estaba prestando atención, la soberana optó por dar por terminado su discurso, agradeciendo nuevamente a las autoridades “y al pueblo que me eligió y…” Segura de sí misma exclamó: “Sólo deseo que pasen una Feliz Navidad y un Próspero Año Nuevo.”

La gente estalló en sonoras carcajadas por lo que acababan de escuchar ¡en pleno mes de febrero!

Otra anécdota muy comentada es la que sucedió una mañana de sábado (día de descanso del dueño de la casa). En esa ocasión fue una señora muy temprano a ver al señor que allí vivía y que, dicen, tenía mal carácter. Era muy enojón este personaje que tenía la particularidad de tener la voz atiplada, voz de pito decimos por acá, que fácilmente se confundía con voz de mujer, con voz de niña consentida. Se dice que la señora tenía un asunto algo urgente que tratar con este señor y le urgía hablar con él.  Al principio la respetable dama estuvo llamando a la puerta de la casa con toques suaves, tímidos y  delicados.

“Toc  toc  toc  Buueeeenas… Buuuuennaaassss…”

Al cabo de unos prudentes minutos, sin obtener respuesta, golpeó la puerta y llamó al susodicho cada vez más fuerte…

“¡¡¡TOC   TOC     BUEEENAAAS!!!… ¡¡¡TOC TOC TOC BUEEEENAAAAASSSS!!!

Por fin, después de esperar con impaciencia que le contestaran, se oyó desde el interior de la casa la voz atiplada en un tono un tanto molesto:

“¡¿Quién!?”

“¡YO!”

“¿Qué quiere?”

“¿ESTÁ SU MARIDO?” preguntó apenada la señora

“¡¡¡¡JUEPUTA, SOY YO!!!!” le contestaron.

Eso dicen los que lo oyeron.

En Colonia Yucatán era común que a los hijos de los que tenían apodo se les llamase por el mismo, sin ningún dejo de culpa o pena; por ejemplo, si a mi papá le decían “Don conejo”, mis hermanitos y hermanitas, e incluso mi señora madre, automáticamente éramos llamados “los conejos, las conejas y doña coneja”, respectivamente. Nadie se molestaba por eso, al menos nadie lo demostraba públicamente.

Si en nuestro estado es común que a los amigos los llamemos por su apodo o sobrenombre, no creo que exista otro lugar más peculiar y original que la Colonia Yucatán.

Nomás habría que haberse dado una vuelta en ese entonces por allá y poner un poco de atención a lo que se escuchaba y veía. Si no, pregúntele a alguien que haya tenido la fortuna de haber vivido allí.

L.C.C. V. ARIEL LÓPEZ TEJERO

vicentelote63@gmail.com

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