Inicio Nuestras Raíces Una boda

Una boda

0
0

Letras

Parsifal [Serapio Baqueiro Barrera]

Aquella tarde de mayo hacía una decoración policromada de acuarela. El azul del cielo y el verde del camino estridían con refulgencias fantásticas.

Flotaba en el ambiente una fragancia voluptuosa, una esencia capitosa preparada con los suspiros de las flores por los silfos y los gnomos, que son los alquimistas del aire.

Y nosotros en raudos automóviles íbamos por la pulimentada carretera hacia la cercana villa de Umán que ostenta su joyante templo que es paradigma de la arquitectura del medioevo.

Ahí, en el centro de la vasta plaza de la villa, se levanta la insigne ciclópea fábrica, como un categórico reto a los tiempos por venir.

El sol en el ocaso sangraba atravesado por sus propios dardos; se estaba suicidando lentamente, poco a poco. Era una agonía estoica que imponía admiración; nos estaba enseñando con soberano orgullo a morir y a despreciar las cosas de esta tierra.

La novia –dieciocho años– parecía un alabastrino capullito de magnolia, y el novio, en su emoción, sólo podía explicarse con sonrisas que nosotros los testigos comprendíamos muy bien.

Comprendíamos aquellas sonrisas hiperestésicas y en nuestros labios también vagaban las sonrisas. En el enorme libro del Registro Civil firmamos con nuestras rúbricas que era cierto que aquellos dos seres habían unido sus destinos y que iban después a confundir sus vidas, enlazados por una florida guirnalda tejida expresamente para ellos por el dios Himeneo.

Y después de la ceremonia volvimos a los autos y nos dirigimos a la gran finca de campo Yaxcopoil, en donde nos habían preparado un opíparo banquete de variados y exquisitos platillos que nosotros, envenenados de literatura, comparábamos a la heliogábala comida que fue servida en las clásicas bodas de Camacho.

Y llegó el instante crítico de hacer votos por la felicidad de los recién casados. En verdad era difícil hablar con elocuencia, romper los cánones de la vulgaridad, y sin embargo se puso en pie el gran poeta Ricardo Mimenza Castillo y alzó su copa de vino y habló y dijo una serie de disparates líricos, y luego habló este Parsifal y lanzó un chorro de tonterías, porque es inútil en estos casos todo saber y ciencia, griego o latín.

Pero he aquí que de pronto los ruiseñores, que se encontraban ocultos en la espesura perfumada de las frondas de los árboles, prorrumpieron en una melodía infinita, en un delirante himno epitalámico que nos hizo enmudecer, sintiéndonos en un éxtasis paradisiaco pues dijeron con el poder de su musical elocuencia lo que los poetas apenas alcanzaron a balbucir.

Y volvimos a la ciudad después de haber vivido un lindo cuento de hadas.

 

Diario del Sureste. Mérida, 28 de mayo de 1936, p. 3.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.