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Un gran sabio francés en Yucatán

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Letras

Dr. Charles Nicolle

Santiago Burgos Brito

El gran salón de la escuela secundaria estaba henchido de selecta concurrencia en la que predominaban los médicos, casi la totalidad de los médicos de Mérida. Aquello significaba un gran suceso, algo extraordinario. Y en verdad que lo era: Charles Nicolle, el ilustre investigador francés, iba a dictar una conferencia con el sugestivo tema de “Las enfermedades inaparentes”. Un tema puramente médico, pero que atrajo hasta a los profanos en la ciencia de Galeno y Esculapio. Yo era uno de estos últimos, y con la agravante de que había ido como periodista, audazmente comprometido para hacer la crónica de la conferencia, que habría de publicarse en un prestigiado periódico local. Recuerdo que, cuando me vieron algunos médicos con las armas croniqueriles en la mano, me dirigieron miradas burlescas, y alguno hubo que se atrevió a increparme por mi audacia, alarde insólito de suficiencia. Me callé, pensando que aquellos señores estaban en lo justo, y que yo no podría hablar sino de la compacta concurrencia y del entusiasmo con que fueran escuchadas sus palabras por quienes tuvieran la suerte de poseer la lengua francesa. Yo creía dominarla. Pero el tema médico podría haber estado erizado de dificultades para un simple periodista como yo.

Llegó por fin el sabio. Al instante le rodearon todos los médicos graduados en París a quienes él acogió afectuosamente, con benévola sonrisa. Era un hombre bastante alto, delgado y de ojos penetrantes y pequeños. Mis paisanos médicos, en su buen francés, le dirigían frases de admiración y de respeto, a las que él respondía con su sonrisa bondadosa y con inclinaciones versallescas. De pronto, mira su reloj pulsera y anuncia que va a comenzar su conferencia. Y acto seguido saca de un bolsillo una trompetilla acústica y se la coloca. El maestro era sordo, y presumo que no escuchó nada de lo que le habían dicho.

Y el sabio de fama universal comenzó su extensa conferencia. Desde el primer momento me di cuenta de que ni yo, ni nadie, habríamos de entender ni jota de lo que decía. Hablaba rápidamente y como haciendo gárgaras con las palabras. Además, residente en Túnez durante muchos años y hablando el árabe tunecino como su propia lengua, la fonética de su francés habíase mezclado con la del árabe, de modo que sólo los auténticos franceses podrían entenderle, y eso con algún trabajo. Terminado el acto con los aplausos de rigor, llovieron sobre mí las burletas de todos los colores. Pero yo les reservaba a mis amigos una buena sorpresa. Mi memoria siempre ha sido excelente. Y mientras Nicolle hablaba y nadie le entendía, yo trataba de recordar que el tema aquél yo le conocía. Al fin pude localizar el recuerdo preciso. En una colección del semanario científico Savoir había yo leído algo relativo al asunto palpitante. Y cuando el día siguiente revisé la revista, descubrí que poseía yo el texto íntegro de la conferencia, publicada en ocasión de la actuación de Nicolle en la capital francesa. Claro que mi crónica estuvo formidable, ya que dio a conocer los puntos esenciales del tema, que venía a tener alguna relación con las epidemias de fiebre amarilla en Yucatán.

Charles Nicolle murió el 28 de febrero de 1936. Fue uno de los más ilustres representantes de la era pasteuriana, y cuya obra desmiente a los que declaran definitivamente clausurada la vía abierta por el genio de Pasteur. Merecedor de todos los honores. Premio Nobel de Medicina, en 1932, Nicolle se enorgullecía sobre todo de un título, el único que, de acuerdo con su voluntad, fue grabado en su tumba: “Director del Instituto Pasteur de Túnez”.

En efecto, en Túnez aparecieron los numerosos descubrimientos que debían hacer célebre el nombre de Nicolle, entre los que destaca el descubrimiento de la transmisión del tifo por medio del piojo, y que hizo del sabio francés un benefactor de la humanidad. Nicolle indicaba el modo de propagación del mal y al mismo tiempo la manera de extinguir las epidemias. La cultura de Nicolle era extraordinaria. Publicó varias obras literarias, colaboró en casi todas las revistas de su tiempo, y al final de su vida, como gran biólogo, escribió una especie de síntesis filosófica de su obra en cinco libros que habrán de ser su mayor título de gloria. Sus títulos mismos acreditan el genio de este gran francés de los tiempos modernos: Nacimiento, vida y muerte de las enfermedades infecciosas; Biología de la invención; La Naturaleza; Lecciones del Colegio de Francia y El destino humano.

 

Diario del Sureste. Mérida, 21 de julio de 1966, p. 3.

[Compilación de José Juan Cervera Fernández]

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