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Un Encuentro con la Xtabay

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Un Encuentro con la Xtabay

Aquella noche, después del baile en la hacienda Tanlum cercana a la ciudad de Mérida, Jacinto la acompañó a su casa pensando en su nueva conquista. Había bebido un poco de aguardiente. Ella también, aunque menos. Entre abrazos y besuqueos, imaginaba la noche de amor que podría pasar con la muchacha.

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Por un camino de tierra blanca caminaron por entre las sombras de grandes árboles, cuyas ramas parecían largos brazos que quisieran apresarlos, o tentáculos de seres extraños que se movían por el viento, a contraluz de la media luna.

Pasaron por numerosas casas de embarro y palma. Él comenzó a inquietarse por lo lejano de la morada. La mujer lo tranquilizaba: “Ya pronto… ya pronto llegamos…,” y le sonreía coqueta y enigmática.

Ella y Jacinto habían bailado en la fiesta de la hacienda durante no mucho tiempo, cuando la muchacha le pidió que la acompañara a su casa. No dejó de sorprender a Jacinto la petición, que él interpretó como una posible insinuación amorosa, así que aceptó de muy buena gana.

Le cayó en gracia cuando le preguntó su nombre:

“¿Cómo te llamas?”

“Xtabay,” respondió la muchacha. “Mi padre me puso así porque pensó que me vendría bien tal nombre.”

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“Y qué bien hizo tu padre, porque eres tan hermosa como dicen que es ella,” dijo Jacinto con actitud de conquista.

Jacinto conocía la leyenda maya de la Xtabay que decían embrujaba al macehual, al indio maya, llevándole a su morada para hacer el amor y dejarlo muerto al pie de la Ceiba después del encuentro.

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De muy buena gana rió a carcajadas al escuchar el nombre de la joven. “¡Qué graciosa eres!,” le dijo, “y en verdad te queda bien tal nombre.”

Ya encaminados por el camino blanco, la silueta de un gran árbol se observaba a lo lejos. Conforme se aproximaban, tal parecía que creciera cada vez más, como si fuera emergiendo de la tierra. Sus frondosas ramas techaban el sendero y el pájaro Pujuy de trecho en trecho les tapaba el camino.

“¿Qué es eso?”, preguntó Jacinto, que empezaba a sentirse nervioso.

“No tengas miedo,” respondió Xtabay. “Es el pájaro Pujuy que por las noches recorre los caminos con su dulce canto. Nos acompañará hasta mi casa.”

De pronto, se toparon con un enorme tronco o rama que cruzaba el sendero y que parecía arrastrarse.

“¡Mira!” dijo Jacinto. “Parece una gran serpiente.”

“No parece, es una gran serpiente, pero es inofensiva. Se llama Ochcán y come ratones o conejos. A veces se enoja con los hombres que la molestan y es capaz de dar un abrazo muy fuerte, enroscándose en el cuerpo. No te mata, pero te puede morder y, si no atiendes de inmediato, la herida se infecta y entonces es grave. Pero se requiere que esté muy enojada para hacerlo.”

“Mira, la Ochcán es mi amiga.” Xtabay se acercó al reptil, lo levantó un poco y la serpiente se enroscó en sus brazos. “Si te fijas bien, es muy bella; su piel está cubierta de figuras caprichosas, como una obra de arte. Acércate, no temas, ella también te quiere abrazar.”

Pero Jacinto, prudente, prefirió no hacerlo. Xtabay depositó en el suelo a la enorme culebra y ésta siguió su camino por el monte.

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Aunque caminaban y caminaban, parecían no avanzar. El árbol siempre se veía a la misma distancia, como si se alejara al paso de ellos. Ya cansado Jacinto, al fin dijo la muchacha: “Ya llegamos, esta es mi casa.”

“¿Cuál casa?,¨ preguntó Jacinto. “Nada más veo este árbol de gran tronco con la corteza recogida, que deja una grande y ancha hendidura, y con esas raíces gruesas que penetran la tierra como si fueran enormes garras. ¿Esta es tu casa? Qué broma,” y rió de buena gana.

“Esta es mi casa,” respondió Xtabay, haciéndose la ofendida ante las carcajadas de su acompañante. “Ya verás cómo se abre,” dijo.  Y como por arte de magia, al conjuro de la joven, la hendidura, convertida en una puerta, se abrió de par en par, ante la sorpresa de Jacinto que se quedó boquiabierto.

“No te asustes,” dijo la muchacha. A mi padre se le ocurrió diseñar esta entrada que bien va con nuestras tradiciones. Si bien te fijas, por detrás del tronco y aquí debajo del árbol está la casa.

“Ah, sí, ya veo. Por la ventana se percibe una tenue luz.”

“Es una veladora que dejé encendida para poder entrar sin tropezarnos. Por el momento estoy sola, mis padres se ausentaron a Mérida y hasta mañana volverán. No sé si quieras entrar. Ya sabes cómo es la gente de aquí: si nos ven podrían murmurar, pero a mí no me importa.”

Jacinto, volviendo a sus bríos de conquistador empedernido, y haciendo a un lado sus temores que empezaban a inquietarle, se afirmó ante la aparente timidez de Xtabay: “Bueno, te acompañaré, podemos seguir platicando un rato y luego me voy.”

Entraron a una extraña sala con muebles de troncos y bejucos. En una esquina, asida de un palo, plácidamente dormía una lechuza que, al percatarse de la presencia de los jóvenes, abrió sus grandes ojos, moviéndolos de un lado a otro al tiempo que ululaba amenazante: “¡Uh…uh…uh!” La parpadeante luz de las velas proyectaba sombras de aluxes que parecía danzaban.

 “Si me invitas con algo fuerte, un Xtabentún digamos, si tienes, no me caerá mal,” sugirió Jacinto.

“Sí, sí hay.” Ella le sirvió una copa.

Después de un breve tiempo, en lo que tardó Jacinto en ingerir la bebida, Xtabay le dijo: “Te quiero enseñar mi casa. Ven.” Lo jaló suavemente de las manos con coquetería y se dirigieron a la puerta de lo que parecía ser una habitación.

El corazón de Jacinto latió apresuradamente: pensó que el momento había llegado. Al cruzar el umbral, en lugar de una recámara con algún lecho, se iniciaba una larga cueva con estalactitas y estalagmitas que brillaban en la penumbra. “Es una gruta, aunque muy larga y resbaladiza. Las figuras las esculpió mi padre en las rocas. Ven,” dijo la muchacha, “yo te llevo, conozco el camino, no te caerás si te apoyas en mí.” Entrelazadas sus manos, caminaron muy juntos al ritmo del movimiento cadencioso del cuerpo de Xtabay que hacía estremecer a Jacinto.

“Mira, fíjate bien. A esta sala le llaman la galería del infierno. Allí está Satanás, y alrededor de él otros diablos que se burlan de las ánimas que padecen entre las llamas. Pero no te asustes, son locuras de mi padre que así las esculpió. Son rocas nada más, aunque a veces parece que se mueven.”

Un poco más adelante, conforme descendían a lo más profundo, Xtabay dijo: “Ya casi llegamos a Xibalbá, el inframundo de los mayas, donde moran los muertos, donde moran los dioses malos y el más terrible de ellos: Ah Puch. ¿Ves?” Apuntó: “Aquel esqueleto que sostiene la cabeza de un decapitado con la lengua de fuera, ese es Ah Puch, el descarnado, el dios de la muerte. Pero es sólo una escultura. Ah Puch mora en el noveno piso, de más abajo, por aquellas escaleras muy inclinadas. Nosotros no podemos bajar hasta allí, al verdadero Xibalbá, al lugar de los difuntos, porque nosotros estamos vivos.

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“Pero alguna vez, por travesura cuando era niña, lo hice: descendí hasta el noveno piso de abajo y regresé como si nada. Ah Puch no me retuvo, quizá porque me llamo Xtabay y me haya confundido con la verdadera, que dicen es su hija.”

Figuras grotescas y amenazantes de otros dioses de la muerte aparecían durante el recorrido.

“Este es Kisín, el flatulento, el que indigesta a las personas y las vuelve insoportables por los gases apestosos que emiten.”

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“Aquellos otros son Xiquiripat y Cuchumaquic que causan derrames de sangre. Aquella, colgada del cuello con una soga, es Ixtab, la diosa de los suicidas que prefieren la horca para encontrarse con la muerte. Ixtab también es hija de Ah Puch.”

Xtabay señaló hacia el otro lado: “Ahalpuh y Ahalganá hinchan a los hombres, les hacen salir pus de las piernas y les tiñen la cara de amarillo.”

“Pero ya no te quiero aburrir, Jacinto. Ya no me hagas caso si te explico más. Hay muchos más dioses. Pero estás pálido y mudo, no me dices nada,” dijo Xtabay, que trataba de tranquilizarlo.

“Son esculturas de mi padre, él es un artista. Si te fijas, a veces parece que se mueven.” Jacinto se fijaba, y de nuevo palidecía, se le ponía la piel de gallina, se le paraban los pelos de punta.

Un paso en falso y cayeron los dos sobre el suelo resbaladizo. Abrazados, rodaron por una suave pendiente sin mayores consecuencias. El corazón de Jacinto latió apresuradamente, más por el contacto de su cuerpo con el de la muchacha que por el accidente.

Él no intentó levantarse. La abrazó con más fuerza y la besó en el cuello. Xtabay no dijo nada, apenas murmuró con voz tenue: “Aquí no. Nos ven los dioses… nos castigarían.” Y se levantó de prisa.

Alentado por la esperanza de la respuesta, Jacinto se incorporó. La fatiga lo abrumaba. Se atrevió a preguntar: “¿Y en dónde?”

Xtabay no dijo nada…

De pronto, sonó el celular de Jacinto: “Bueno. Sí, mami, ¿que pasó, alguna novedad?”

“¡Cómo que si alguna novedad, claro que sí, en dónde andas a estas horas de la noche, son las doce!”

“Ah, mami, es que estoy en una fiesta. Más tarde llego.”

“Bien, pero no te tardes,” respondió imperativa la mamá de Jacinto.

“Vives con tu mamá?” preguntó Xtabay.

“Sí,” respondió el joven con cierta vergüenza, “pero ya pronto me voy a cambiar a otra casa. Me quiero casar, pero aún no encuentro a la mujer de mis sueños. Podrías ser tú.”

Xtabay se dobló de la risa: “No puedo imaginarme casada contigo, ni con nadie. Ese no es mi futuro, mejor dicho, no lo tengo. Soy hija del tiempo eterno.”

“Qué romántica eres,” respondió Jacinto.

“¡Pero, qué divertido! Eres un Xnuk niño,” exclamó Xtabay. “Debí suponerlo, aún vives con tu mamá, has de tener unos treinta años.”

“No, apenas voy a cumplir 29,” respondió el joven.

“Sigamos paseando mi casa. Ahora subamos por esta cuesta, allí podremos descansar de la caminada.”

Subió Jacinto, dando traspiés por entre las rocas. Estaba sofocado, el corazón le salía del pecho. Llegó como pudo, después de una larga escalada de cincuenta metros, más o menos.

Xtabay subió con gran ligereza, parecía que volaba, así le pareció al joven que ya no podía más… “O a lo mejor volaba,” pensó Jacinto.

En un espacio verde, cercano a la salida de la cueva, una blanca hamaca colgaba de las ramas de una frondosa ceiba. Jacinto, jadeante y casi sin aire, logró llegar al lecho en donde, amorosa, le esperaba Xtabay, que le ofrecía su boca color de achiote, sus ojos diabólicos, y su exuberante desnudez.

 Después, él ya no pudo más. El cansancio y el efecto hipnótico de la mirada destellante de la hija de los avernos le hicieron perder la consciencia.

Al día siguiente, Jacinto amaneció recostado al pie de la ceiba. Los vecinos del pueblo le encontraron y le creyeron muerto, pues recordaron la terrible conseja: “El que se encuentra con la Xtabay no regresa al mundo de los vivos.”

Pero no, no estaba muerto: vivía. Despertó, ante la admiración de la gente que le llevó hasta la puerta de su casa, fatigado y adolorido. Recordó su aventura, pero sin saber cómo había terminado.

Contó su historia a un viejo del pueblo quien le dijo: “Te salvaste, muchacho: la Xtabay no te quiso porque no eres indio, no eres macehual, eres güero descolorido y de ojos claros, y a los güeros no los quiere ella, los desprecia. Te llevó para divertirse, para burlarse de ti. Te perdonó la vida, aunque no te dio sus encantos. Si lo contrario hubiera sido, no estarías aquí contándome tu aventura.”

Jacinto, decepcionado, exclamó: “¡Qué tristeza, además de diabla, Xtabay es racista!”

El joven olvidó el asunto por un tiempo, pero un día se encontró con una bella muchacha mestiza que portaba con elegancia el traje regional de Yucatán, y que estaba de compras en el Mercado Grande de Mérida. La reconoció de inmediato: era Xtabay.

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Presuroso, se acercó a ella y la llamó por su nombre: “Xtabay, soy yo, Jacinto. ¿Qué sucedió, qué me pasó? No me acuerdo. Te vuelvo a encontrar. ¡Qué felicidad! Quiero casarme contigo,” exclamó eufórico, esperanzado de realizar su amor con la muchacha.

Ella le miró con extrañeza y le dijo: “No sé quién es usted, no le conozco, y no me llamo Xtabay. Dios me libre. Me llamo Margarita.” Se quedó mirando a Jacinto con sus ojos deslumbrantes y con misteriosa sonrisa burlona que al joven le recordó a la mujer de la gruta.

No tenía duda, era ella: la mismísima Xtabay.

Margarita se volvió a su acompañante y le dijo: “Vámonos, Arturo. Este joven está loco…”

Y a Jacinto, en verdad, poco le faltó para volverse loco.

César Ramón González Rosado

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