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Sin motivo aparente

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Letras

Joel Bañuelos Martínez

Melquiades sintió que el trago de mezcal quemaba como braza su gaznate. De momento, casi lo dejó sin aliento, tosió repetidas veces y miró a su alrededor, su tierra limpia, lista para la siembra. A unos doscientos metros se veía la verde franja que bordeaba el río; más allá, al otro lado, brillaban, entre una maraña de verdes árboles, la torre y cúpula de la iglesia, la querida iglesia donde una mañana de invierno fue bautizado a regañadientes del párroco, que se negaba a derramar en él las benditas aguas bautismales por el solo hecho de ser hijo natural, por llevar la mancha del pecado de sus padres, que no eran casados por la iglesia.

Echó una ojeada a su caballo, amarrado a una ceiba, y empinó la botella. El licor volvió a quemar su garganta, ahora un poco menos, y no tosió. El sol caía a plomo sobre la terronera que hervía como un comal.

Melquiades sudaba a chorros, su camisa estaba empapada, y con el antebrazo limpiaba su rostro sudado y lleno de un dolor indescriptible. Nunca había tomado y juraba que nunca tomaría porque le repugnaba el olor a alcohol, y además no lo necesitaba para alegrarse.

Desde niño trabajó la tierra, ayudando a su padre. Luego de muchos años de esfuerzo, primero rentando un pedazo para sembrar y luego de juntar algún dinero, logró hacerse de las tierras que un agricultor le vendiera. Poco a poco fue rindiendo frutos el arduo trabajo, hasta que logró al fin levantar una espaciosa casa, con un florido jardín al frente, en la que siempre lo esperaban sus ancianos padres después de que terminaba las labores del campo.

Melquiades se tomó dos tragos y arrojó la botella. Quiso estrellarla en un estante del cerco y no lo logró: rebotó y cayó en la terronera, vaciando su contenido. Aterido su rostro de dolor y embriaguez, echó mano a su cintura, desabrochó la funda, sacó su revólver y le metió tres tiros a la botella, que terminó hecha pedazos. Luego, trastabillando, se dirigió hacia la sombra de la ceiba, cargó nuevamente su pistola, y sacó otra botella de la alforja de su caballo, que pacientemente sesteaba, esperando a su amo.

Las campanas de la iglesia llamaban a misa de doce. Su plañidero sonido parecía lejano y confuso. En los oídos de Melquiades tuvo un efecto multiplicador que pareció inundar su bóveda craneana hasta hacerlo perder el control y la voluntad. Cayó de rodillas, llorando desconsoladamente, como un niño cuando es castigado con azotes.

Recordó la tarde cuando Estela, con su vestido blanco, lo despidió con un beso a la puerta del atrio de la iglesia para asistir en las labores propias de una señorita de buenas costumbres, ayudando al sacerdote a la hora de oficiar la misa.

De rodillas y cegado por el llanto y el abundante sudor, abrió la botella de mezcal y, sin respirar, apuró casi un cuarto de su contenido. Acariciando su revólver, vino a su aturdida mente el momento en que, al regresar de las labores del campo, un poco más tarde que de costumbre, se dirigió a la iglesia por Estela.

Al ver que la puerta estaba cerrada, dio vuelta por la sacristía. Todo estaba silencioso y en penumbra; la luz de un cirio alumbraba el recinto. Por la puerta entreabierta se dejaba ver un hilo de débil luz. Melquiades quiso abrir la puerta, pero algo lo detuvo. Se limitó a atisbar por la rendija. Lo que vio lo dejó inmóvil: dos siluetas se recortaban delante de la titilante luz del cirio… Dos siluetas: una blanca y una negra, como el bien y el mal, que se prodigaban besos y caricias prohibidas.

Su primer impulso fue vengar la afrenta con plomo. Echó mano a su pistola, pero no pudo apretar el gatillo: no podía quitarle la vida a quien tanto amaba. Tampoco quiso descargar todo su coraje contra quien ultrajaba su honor, porque nadie le creería, sería humillado, y tal vez hasta linchado por levantarle un «falso» a una autoridad religiosa.

Guardó su arma y se alejó, se dirigió a la cantina y compró tres botellas de mezcal, las metió a sus alforjas y se dirigió a su labor. Se tumbó bajo la ceiba y toda la noche dio rienda suelta a su dolor. No deseaba tomar, pero sabía por boca de algunos de sus amigos que el alcohol cura toda pena, más aún las de amor. Toda la noche se resistió a tomar. No durmió, pensando qué hacer, qué camino tomar… Ya no le importaba nada, su vida estaba destrozada.

El canto de los gallos lo despertó, se había quedado dormido. Montó su caballo y recorrió su tierra, quería llenarse de sus colores, de sus aromas, del canto de las aves, de todo. No supo a qué hora se puso el sol como brasa. Era mediodía cuando abrió la botella y tomó el primer trago que le quemó la garganta.

Las campanadas de la iglesia y el mezcal, junto con el enorme dolor y el infernal calor, vulneraban la razón de Melquiades, que como pudo se incorporó, se tomó otro trago de licor, y luego otro y otro, como tratando de ahogar una pena que le arrancaba la vida.

La torre y la cúpula brillaban. Sus rayos de luz se reflejaban a lo lejos sobre la maraña verde de las copas de los árboles. En el pueblo, los feligreses se acomodaban en las bancas de la iglesia, el párroco daba la bienvenida a los asistentes mientras Estela entonaba los cánticos, dando por iniciado el culto religioso.

Dicen algunos lugareños que justo cuando el párroco alzaba el cáliz para beber la sangre de Cristo, sonó un disparo a lo lejos y una bandada de pájaros voló de la ceiba hacia un monte de jarretaderas.

Por la tarde, casi al caer el sol, encontraron a Melquiades bajo la frondosa ceiba. Tenía un tiro en la sien derecha. Su cuerpo yacía boca abajo, ni siquiera tuvo la fortuna de quedar con la cara al cielo, como sufriendo castigo divino por haberse quitado la vida, porque “de todos es sabido que dicho acto ofende a Dios y no hay perdón por tal ofensa,” como dijo el sacerdote al siguiente día, cuando oficiaba la misa de cuerpo presente de Melquiades.

Estela estaba hecha un mar de lágrimas, al igual que los padres del finado. Los viejecitos lloraban a su hijo que cobardemente, bajo los influjos del alcohol y sin motivo aparente, decidió quitarse la vida y dejarlos al amparo de la soledad.

Cuatro hombres cargaron en hombros el ataúd de barnizada y aromada madera y salieron con rumbo al camposanto. El caballo relinchaba y no paraba de golpear sus cascos contra la tierra como señal de duelo. Llegaron al descanso del panteón y el noble animal se desplomó sin vida: no quiso dejar a su amo. En sus grandes y brillantes ojos había dos lágrimas.

El sacerdote roció con agua bendita el ataúd y se retiró. Mientras, algunos hombres cavaban otra tumba para Platero, el noble y fiel animal.

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