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Retrato de Selene

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José Juan Cervera

Al caer a pedazos, la luna esparció unos cuantos como escombro sideral; otros llegaron al planeta terrestre. Uno de ellos cegó la fuente de los deseos y la inspiración de los poetas, que a partir de entonces optaron por cantar a los satélites artificiales.

Al cumplir su ciclo el cuarto menguante, Selene consumió sus quince minutos de fama.

Los cuernos de la luna y las aventuras extramaritales tienen en común la agudeza de sus protagonistas.

Llena y desafiante, pletórica de caprichos, la luna se apresta a vaciar su provisión de anhelos.

Tras reflejarse en el mar, la diosa fulgurante de la noche cuenta las gotas que humedecen su vanidad.

Sólo cuando llega el eclipse, la luna se solaza, hundida al resguardo de sus dichas más íntimas.

Al sincronizar las mareas y la intimidad femenina, la luna deja fluir tibiezas en la bóveda celeste.

La consagración de la flor, el conciliábulo de las luciérnagas y el aullido del lobo tejen la fina trama con que la Refulgente Señora cubre las comarcas de la Tierra.

Un claro de luna preside el frenesí de los aquelarres, los trasiegos nocturnos y la promesa frágil de los enamorados.

Un baño de sus fulgores purifica lo que nadie ve y afina lo que pocos escuchan.

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