Popol Vuh (XXII)

By on octubre 4, 2018

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XXII

Ahora se cuenta de qué manera, al fin, fue vencido Zipacná, gracias a la sabiduría y al ardid de que hicieron gala Hunahpú e Ixbalanqué. Estos sintieron tristeza por la muerte de los cuatrocientos muchachos. Apesadumbrados, los gemelos meditaron en soledad acerca de lo que tenían que hacer para castigar a Zipacná, que tantas pruebas de orgullo y de maldad venía dando.

Pronto encontraron la solución y el momento propicio para llevar a cabo lo que habían imaginado.

Sucedió que Zipacná buscaba para comer peces y cangrejos en las aguadas y en los esteros del lugar. Esta era su costumbre. De ella no salía nunca. En el día iba de un sitio a otro buscando su comida; la que encontraba sabrosa y fresca, la ponía a buen recaudo donde nadie pudiera quitársela; y así, cuando tenía hambre, la devoraba tranquilamente. Por la noche, según era su parecer, se dedicaba a transportar la mole de las montañas de una región a otra. Hacía esto, según era su engaño, con zuma destreza y en silencio. Nadie se percataba de lo que Zipacná hacía. En esta mentira vivía, complacido, desde que nació.

Cuando Hunahpú e Ixbalanqué vieron lo que Zipacná hacía durante las horas del día, fabricaron un gran cangrejo. Lo hicieron de barro. Con la flor amarilla que crece en las aguadas le pusieron los ojos. Al cuerpo le dieron apariencia de carne, de esta manera, con bejucos le formaron las patas, y con una piedra pulida y de color gris el estómago y el carapacho. Cuando terminaron de hacer esta figura, la pusieron en el fondo de una cueva que estaba al pie de una montaña que llamaban de Meaván.

Entonces Hunahpú e Ixbalanqué decidieron buscar a Zipacná donde solía husmear su comida. Fueron y lo encontraron, en efecto, junto a un río que se deslizaba entre guijas y helechos. Allí hurgaba con un palo las aguas de la corriente. Al verlo tan entretenido, le dijeron:

–¿Qué haces aquí?

–Busco mi comida –contestó.

–¿Qué es lo que buscas con tanto empeño?

–Peces y cangrejos, pero les digo que hoy ha sido día malo para mí. Nada he encontrado. Hace tiempo que no logro pescar lo que quiero, por esto tengo tanta hambre; ya me duelen las tripas de tan vacías que las siento. El pellejo de mi barriga se pega a los huesos de mi espalda.

–No te aflijas, que todo acabará bien –le respondieron, casi a dúo, los gemelos. – Figúrate que acabamos de ver, al pie de la montaña Meaván, un cangrejo. Es tan grande que seguramente bastará para que vivas varios días. Debe estar lleno de grasa y de carne. Es tan gordo que casi no puede menearse. Nosotros quisimos atraparle, pero no pudimos, a pesar de nuestro empeño; es demasiado fuerte, es demasiado recio y, además, no cabemos dentro de la cueva donde está escondido. Inútilmente luchamos con él; en un descuido estuvo que nos arrancara las manos con sus tenazas. Deben ser durísimas porque, furioso, se puso a triturar unas piedras que allí había. De veras que nos dio miedo. ¿Quieres ir a verlo? ¿Quieres venir con nosotros? ¿Quieres atraparlo tú? Te diremos el lugar preciso en que se esconde.

–Sí, quiero verlo.

–Vamos.

–Caminaremos por la orilla del río que pasa por aquí; seguiremos su curso y, cuando lleguemos a la falda de la montaña que te decimos, nos detendremos junto a la entrada de la cueva donde habita dicho cangrejo.

–Acompañado no me será fatigoso el viaje. Por el camino mientras tanto, podréis cazar pájaros. Esta será buena diversión que a todos nos alegrará.

–Está bien, nos gusta tu acuerdo. Vamos entonces; te acompañaremos hasta el lugar de la cueva. Pero te advertimos de una vez, tú lo atraparás sólo, sin nuestra ayuda.

–Convenido.

–Te decimos también: a la cueva entrarás boca abajo, para que puedas deslizarte mejor y sin hacer ruido.

–Así haré, si es preciso.

–No perdamos más tiempo.

–Caminemos.

Camina que camina, llegaron al lugar donde habían puesto aquel simulado cangrejo. Al verlo tan grande y tan panzudo, relucientes las tenazas y el carapacho cubierto de verdín y de moho, Zipacná se llenó de gozo, le escurrió la baba y le brillaron los dientes casi fuera de los labios, gordezuelos, hinchados. Los muchachos se acercaron al cangrejo y simularon con aspavientos que le tenían miedo y que les era imposible atraparlo. Al ver esto, Zipacná dijo, engañado:

–¿De veras que no lo podéis atrapar? ¿Tan fiero es?

–Ya lo has visto. Nos es imposible agarrarlo. Te lo hemos dicho; le tenemos miedo. Sólo entrando boca abajo y arrastrándose con cautela sobre la tierra será posible cogerlo. Anda, anímate, cógelo, atrápalo, no sea que se incomode y se escape; acércate con cuidado, no te vaya a destrozar con sus tenazas; prueba ya, si lo deseas.

Entonces Zipacná entró a la cueva tal como se lo habían dicho, es decir, entró arrastrándose sobre la barriga. Se deslizó con suavidad y cautela. Después, para ver mejor su presa, se deslizó boca arriba. Pero en el momento en que sus pies desaparecieron bajo los bordes de la entrada, los hermanos se acercaron para ver lo que hacía.

Iba ya a agarrar la figura del cangrejo, cuando aquellos sacudieron las rocas de la cueva e hicieron que éstas se derrumbaran con estruendo y polvareda.

Entre los escombros quedó aplastado Zipacná. Lanzó un grito; su cuerpo se estremeció un momento, y en seguida se convirtió en piedra. De ahí vienen esas piedras blancas y lisas que por los caminos de la tierra quiché encuentran los viajeros y los caminantes. Dicen que cuando reciben la lluvia, al humedecerse, se quejan como se quejó aquella vez Zipacná.

Así acabó la vida de aquel que se ufanaba, lleno de orgullo, de mover los montes y las montañas y de ser el hijo del difunto Vucub Caquix.

Ermilo Abreu Gómez

Continuará la próxima semana…

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