Popol Vuh (XXI)

By on septiembre 27, 2018

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XXI

Veamos lo que mientras hacía Zipacná.

Zipacná repetía sin cesar y a los cuatro vientos, como un alocado:

–¡Yo hago las montañas! ¡Yo hago las montañas! Nadie más que yo las puede hacer. Solo yo las sé hacer así tan grandes y tan altas, y tan llenas de barrancas, y tan pobladas de animales, y tan cubiertas de vegetación.

Decía y volvía a decir esto, metido en un río manso de aguas claras y aromadas por los azahares de innumerables limoneros y naranjos que crecían cerca de la ribera. Así hablaba cuando aparecieron, gritando y escandalizando, unos muchachos que a duras penas arrastraban un árbol que habían cortado en el monte. Lo llevaban para hacer las vigas de sus casas.

Al verlos tan fatigados y bulliciosos, Zipacná, saliendo del río donde estaba sumergido, les dijo:

–Decidme, ¿qué hacéis?

Uno de estos muchachos deteniéndose, sudoroso, contestó:

–Ya lo ves; acarreamos este tronco.

–Ya lo veo; mas, ¿para qué lo queréis?

–Para hacer la viga de nuestra casa –contestó el mismo muchacho.

–Está bien.

–Así lo creemos.

–Yo les ayudaré; yo llevaré el tronco porque soy fuerte e incansable.

–Si es tu gusto hacerlo, no nos opondremos.

–Sí, es mi gusto. Decidme dónde debo llevarlo.

–A nuestro rancho, que está cerca de aquí, tras aquella loma.

–Vamos, pues.

Abriendo brecha entre los muchachos –que llegaban a cuatrocientos– Zipacná empezó a arrastrar aquel tronco, que realmente era grande y nudoso.

Los muchachos, puestos en Consejo, discutieron, ladinos, mientras Zipacná trabajaba para ellos. Decidieron esto porque conocían su orgullo, sus pretensiones, sus desatinos, y porque sabían cuán peligroso era por la fuerza monstruosa que había en todo su cuerpo. Estaban seguros también que carecía de conciencia. Era, en su conducta, todo instinto. Lo mismo podía emplear su fuerza para el bien que para el mal. Lo mismo le daba.

En tanto que Zipacná se alejaba arrastrando aquel árbol rumbo al rancho, los muchachos se pusieron de acuerdo sobre lo que tenían que hacer.

Dijeron entonces:

–Abriremos un hoyo y haremos que baje Zipacná al fondo. Le diremos así: “Anda, termina nuestra tarea, ya que te has mostrado bondadoso; acaba de ayudarnos. Escarba también tú, que nosotros ya estamos cansados.” Y cuando haya escarbado bastante, le echaremos una de las vigas más grandes que cortemos, para que muera de mala manera, con el golpe y bajo su peso.

Entonces, con disimulo, los muchachos empezaron a abrir un hoyo en la tierra que era de su pertenencia. Cuando hubieron escarbado algo, llamaron a Zipacná, que ya había dejado en lugar conveniente el tronco que arrastró. Sobre una piedra descansaba, sudoroso y encendido. Tenía hinchados los brazos y las piernas; tanta era su fuerza. Volvió a decir:

–¡Yo hago las montañas! ¡Yo hago las montañas!

Los muchachos le interrumpieron:

–Ya lo sabemos, pero ahora ven con nosotros. Ayúdanos, pues hemos escarbado bastante. Estamos ahítos de tanto esfuerzo. Sigue escarbando tú, que tienes fibra y no te agotas nunca.

Zipacná se sintió halagado por estas palabas; aumentó su vanidad; se acercó a ellos y les dijo

–Veo que me conocéis. Está bien; seguiré escarbando si así me lo pedís.

Cuando hayas escarbado bastante nos llamas –añadieron los muchachos.

–Así lo haré, podéis estar tranquilos que yo terminaré el trabajo que falta.

Pero Zipacná comprendió la malicia con que aquellos muchachos procedían; entendió que le querían matar, aunque no supo por qué.

Cuando le dijeron lo que tenía que hacer, se metió en el hoyo que estaba medio escarbado. Una vez dentro, en lugar de ponerse a trabajar en el centro, para hacerlo más grande, se puso a cavar una cueva en una de las paredes. Cuando la tuvo hecha, se metió en ella para salvarse. Desde allí, acurrucado, gritó:

–¡Venid a acarrear la tierra que he escarbado!

Varias veces tuvo que llamarlos. Al oírle, los muchachos, taimados, se acercaron al hoyo. En voz baja, entre ellos, hablaron así;

–Estemos atentos; esperemos que grite otra vez; pongamos, mientras tanto el palo más grande al borde del hoyo y, en cuanto vuelva a llamar, se lo echaremos encima.

Así lo hicieron. Y cuando Zipacná los volvió a llamar, rápidos, le echaron una viga encima. Al instante, Zipacná lanzó un grito como si hubiera sido herido; luego se quejó varias veces para simular agonía; después, guardó silencio como si de veras hubiera muerto.

–Está muerto –dijeron en voz baja los muchachos. –¡Qué bien nos ha salido lo que pensamos! Para celebrar la muerte del orgulloso Zipacná, hagamos nuestra bebida. Mañana vendremos a verle, y observaremos si salen hormigas y gusanos de su cuerpo. Si así sucede beberemos alegres nuestra bebida fermentada.

Pero Zipacná oyó con tristeza desde el fondo de la cueva lo que los muchachos decían. Decidió vengarse.

Tal como lo esperaban los muchachos, al día siguiente se vieron sobre la tierra cercana hormigas y gusanos que arrastraban hebras de cabellos y pedazos de uña. Al notar esto, los muchachos se pusieron a gritar, desaforados, llenos de malsana alegría. Gritaban de esta manera:

–¡Ya acabó ese mal hombre! ¡Ya acabó ese mal hombre! ¡Ya acabó, para siempre, ese mal hombre!

Pero Zipacná, como se advierte, estaba vivo, que ni herida ni rasguño alguno sufrió. Él mismo había dado a las hormigas hebras de sus cabellos y pedazos de sus uñas.

Engañados, los muchachos prepararon con regocijo su bebida. La dejaron fermentar en lugar cálido y seco y, al cabo de los días, con ella se embriagaron. Beodos y derrengados, como bestias, iban dando tumbos por los caminos y las veredas del rancho en que vivían, hasta caer en los quicios de las puertas de las casas o junto a las albarradas de sus solares o en medio de las plazas donde solían jugar. Boquiabiertos estaban todos. Sudaban sudor frío y apestoso, mientras les escurría entre los dientes una baba espesa y negruzca. Por los poros abiertos les salía un como tufo ácido.

Mientras sucedía esto, Zipacná abandonó su escondrijo, se escurrió entre la maleza y los escombros de las casas viejas; reunió las fuerzas que le quedaban en los brazos y en los muslos y en la nuca; se desentumeció estirándose y retorciéndose; avanzó hasta el centro del rancho; allí se irguió todo lo que pudo; levantó los postes de las chozas y, sin ser sentido por nadie, los desvió de sus horquetas. Luego, rápido, los dejó caer de golpe. Así hundió sobre los muchachos la techumbre de sus casas. Todos murieron aplastados bajo el peso de las vigas y de las ramas. Solo se oyó un largo y agudo grito.

Esto y no otra cosa sucedió en esta tierra.

Pero sépase que la historia de este episodio no termina aquí. como luego se verá.

Ermilo Abreu Gómez

Continuará la próxima semana…

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