Plañidera

By on mayo 12, 2022

Cuento

Jorge Pacheco Zavala

Dejas temprano a los niños en la puerta de la casa de tu madre. Corres desesperada hasta la parada del transporte que por poco te deja. Al subir, notas que has olvidado el lacrimatorio. Suspiras profundo y avanzas entre los pasajeros que se arremolinan en el pasillo de aquella sardina convertida en transporte público.

Antes de acomodarte en algún resquicio vacío, tu mente comienza a divagar con pensamientos de un futuro mejor. Entre la vorágine de pensamientos, se agolpan aquellos indeseables que siempre hacen presencia, oscuros deseos ocultos, provocados quizá por la eterna lucha en las emociones fallidas. Fatal condición que se escurre como ente traicionero, escalando los días con dificultad hasta convertirlos en delirio.

Siempre y en todo momento, el maldito pasado escarba hacia el horizonte, penetrando sin piedad, encontrando huecos olvidados, pequeños resquicios sin vida que nadie recuerda; pero el pensamiento es fiel a su insignia de persecutor y asesino. “Nos limpia desde adentro hasta dejarnos sólo la piel, cual funda de serpiente astuta…” piensas.

Sólo que al pensar tienes la mala costumbre adquirida desde tiempos inmemoriales de hablar, de externar los pensamientos, esas blasfemias permitidas únicamente en el interior y que, sin embargo, en ti, es común y natural vociferar. Los que te escuchan, disimulan con la intención de no comprometer su salud mental.

 “Idiotas, pensamientos esclavizantes sin futuro” vuelves a decir. Son hombres y mujeres sumergidos todos en pensamientos insanos, pero escondidos, que sin recato alguno parecen colgar del tubo horizontal sus memorias; se sostienen de ese horizonte metálico junto a sus frustraciones, junto a sus anécdotas prohibidas, permitidas en ciertos círculos, que ahora, cual tendedero profano en aquel viscoso pasamanos de microbús, lucen sin temor al dedo acusador del destino.  Sus pensamientos se ramifican cual río que se bifurca entre las abundantes selvas. Pensamientos divergentes, nudos pasionales atorados en la mente, caídas libres sin paracaídas entre una idea y la otra. Siempre hay uno, un pensamiento ganador, uno que al final prevalece, como prevalece el sol al despuntar el alba.

La abuela Atanasia fue por décadas el personaje principal de tus sueños, y también de tus más terribles pesadillas. A ella le debes (sin haberla conocido) la experiencia del llanto de un recién nacido “no nacido”. La pesadilla era dantesca, los sonidos te habitaban por semanas, hasta que gradualmente la intensidad disminuía.  Sin embargo, en ese llanto indescriptible aprendiste a escuchar la voz suave de la abuela. Permanecías muda luego de los encuentros sobrenaturales; algunas mujeres te cargaban con gran dificultad.

Mientras la escena se extiende, puedes notar que tus pies atados te impiden moverte; al mismo tiempo te descubres envuelta en vendas manchadas de sangre ya vieja. Ningún intento por liberarte funciona, antes bien, a cada intento la madera de la caja en que te han acomodado se estrecha hasta asfixiarte; tu muerte es distinta a la ya experimentada otras ocasiones.

Llora mi amor, llora hasta que la vida vuelva a ti…” resuena la voz de la abuela siempre que el insomnio te atormenta. Noches de contemplación absoluta.  Eran tú y la abuela intentando descifrar el dolor que nace en la soledad. “Llora mi amor… Llora mi amor, no ves que la vida se te escapa del cuerpo…

La piel transparente como cristal, los ojos desorbitados y las manos temblorosas. Tanto esperar para ver sus ojos. Tanto desvelo para conocer sus huesos, sus huesos sin piel, sin pelo, sin uñas y sin rostro. Era siempre su voz; caverna oscura que te guía a sonidos desconocidos y profundos. Su voz sueñas.  Su voz te abandona durante el día, para en las noches adueñarse de tus sentidos, sin importar que ya se encuentren marchitos como una casa abandonada.

Al fin la frustración contenida encuentra salida. El cúmulo de emociones reprimidas por días, inclusive por semanas, encuentra una despresurización que pareciera otra cosa y que sin embargo es, en esencia, un acto catártico premeditado por el consueto de la vida misma.

Una de las mujeres dolidas te recibe mostrándote el lugar. Tú accedes con docilidad, aunque también con una expresión de lamento que se queda entre los muros de la antesala. La atmósfera del lugar es densa y los suspiros se mueven en el aire, como si quisieran retornar a su origen. Los hombres se trasladan con parsimonia por el lugar; uno que otro niño se desplaza con timidez entre pasillo y pasillo, como si aquello fuera un gran laberinto de pésames y lamentos.

Ahí, entre la multitud, surge el lamento vivo de su voz: el llorar, la queja aumentada gradualmente como si tal pesar fuera calcinante.

Te sumerges en tu quehacer, en tu labor de plañidera profesional. Al hacerlo recreas lo vivido en tu propia existencia, en tu propio calvario y muerte anticipada: eres una más de los que sufren, de los adoloridos del planeta, de esos que miran siempre sin poseer, sin tener una idea real de lo que significa ser feliz. Sin embargo, ahí, entre tanto desasosiego del alma, encuentras tu paz, tu descanso cardinal, encuentras ahí tu horizonte y tu verdad, tu mundo y tu vitalidad… una verdad que, a fin de cuentas, se ha convertido en la extensión de tu equilibrio, sin la cual de seguro ya estarías en un psiquiátrico.

Es en ese acto de misericordia pagado, misericordia al fin, que te transformas en una mujer útil y profundamente rendida a tu histrionismo fatal, por lo tanto, producto de la fatalidad; porque en esas noches de extrema exaltación del sufrimiento es que encuentra sentido tu propio infierno, tu propio desierto.

Entonces, cuando vas de regreso a casa, entrada la madrugada, sabes que has cumplido con el plan redentor del dolor: has mitigado entre lágrimas y lamentos un pasado compartido que por ahora descansa con sosiego entre la bruma que dejan los cirios como testigos de la fatalidad, lo mismo que los murmullos consumidos por el tiempo…

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