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Panaíso

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PANAÍSO_1

Aída López

Un sutil tronido, apenas perceptible por el ir y venir del tráfico, anunció el leve rocío que comenzaba a sentirse en el rostro. Parecía que no arreciaría pero, antes de concluir con la esperanza, el grosor de las gotas fue creciendo, desbordándose sin destino.

Yo estaba sin paraguas. El otoño es frío, pero no lluvioso, así que corrí presurosa entre la multitud a resguardarme donde se pudiera.

El olor a mantequilla me llevó seducida a la Boutique del Pan, sí, un nombre poco común para una panadería. ¡Verdaderamente era una “boutique”! Diminutas figurillas yacían sobre lustrosas charolas plateadas, cuidadosamente acomodadas en varios pisos de los anaqueles que vestían las paredes. Los panecillos más gourmet reposaban en vitrinas donde podían admirarse con sus chocolates rebosantes o cremas pasteleras de colores, confitura, escarcha o algún otro capricho del chef pastelero. No exagero cuando digo que en aproximadamente 80 metros cuadrados estábamos 30 ánimas, sí, ánimas por eso de las fechas, extasiadas por la sinfonía de olores acentuados por la iluminación del “panaíso”.

Tomé un recipiente y me dejé encantar por sus formas y atavíos. Coloqué cinco piezas, ¡muchas para la dieta! Me dirigí a la larga fila que me separaba de degustar mis manjares. Aguardaba el momento de tenerlos entre mis dedos, reconfortando mi antojo en su esponjosidad a veces rasposa, húmeda, crocante; saboreé su dulzor.

El aroma a masa recién horneada me transportó a mi infancia, cuando la abuela preparaba pan de elote para tomar con chocolate espumeante. Decía que el secreto era respetar las cantidades de los ingredientes, pero lo más importante era la marca de la mantequilla; ella usaba una de lata azul que traía en la tapa una aldeana con un recipiente en la cabeza que se deslizaba entre la espesura del bosque. Mis pensamientos se interrumpían de vez en cuando con el trash trash de las bolsas enceradas en las que tres mujeres vestidas de blanco diestramente colocaban las conchas, cuernos rellenos, hojaldras, bísquets, donas, ladrillos chocolatosos, panquecillos de naranja, pan de muertos…

-¿Para llevar o comer aquí?

La voz de una de ellas me hizo volver. Sin reparo le respondí: -Para comer aquí.

Enseguida colocó las cinco piezas en un plato de cartón cubierto con un mantelillo escarolado.

-¿Gusta algo de tomar? Tenemos variedad de cafés y chocolate.

–Un chocolate espumoso, por favor.

Se dio la vuelta y con un dedo presionó el botón de una máquina de latón brillante que comenzó a destilar mi bebida sobre una taza con la leyenda “Boutique del Pan” y un logotipo de oro que en primera instancia no alcancé a descifrar.

Como una ganadora con trofeo, tomé la bandeja y me dirigí a uno de los rincones donde estaban discretamente dos pares de diminutas mesas aguardando para brindar el apoyo a los hedonistas como yo que, por decisión o azares del destino, concurrían a profanar los mandamientos de la nutrición, sin importarles ser pecadores capitales y terminar en el infierno del sobrepeso.

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