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Los libros y otros engaños

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El bueno de don Manuel Fernández y González

Por Ermilo Abreu Gómez

Hace años leí una preciosa biografía de don Manuel Fernández y González, el maestro de la novela de folletín que tuvo en España y en México más influencia de lo que pensamos. Pío Baroja en sus Memorias habla de don Manuel. Independientemente de la flojedad de dichas novelas y de las otras, francesas e italianas, que estuvieron de moda a mediados del siglo XIX, en ellas palpita un sentido revolucionario, amorfo si se quiere, pero dirigido con desenfado contra los desmanes de la creciente burguesía. Ya don Juan Valera decía que hasta que no llegaron estas “novelas por entregas” no se conocieron en España las ideas del socialismo.

En México circularon las novelas de don Manuel en la capital y en las provincias. Casi siempre las importaban viejos libreros españoles. Estos libreros repartían los folletos de casa en casa. Cuando llegaba una remesa, armaban un carromato o llenaban las alforjas de un jamelgo y así se iban por esas calles de Dios, reparte que reparte sus “entregas”.

Pero de estos pormenores diríamos administrativos, no viene a cuento hablar. Lo que sí debe recordarse es el clima literario y sentimental que la lectura de dichas novelas creó entre la gente. Por las noches en las boticas, en las barberías y también en las vecindades se reunían los subscriptores unas veces para leer el último capítulo llegado o bien para comentar el proceso de la historia. Las opiniones se dividían, había hasta polémicas entre los que aprobaban la muerte del villano y los que preferían se escapara de la cárcel porque no era tan malo como relataba la historia.

Don Pablo Pinto, el de la botica, con un pliego en la mano decía a su amigo don Nicanor:

-Pero hombre, esto es inaguantable. Aquí se dice que la familia de la niña Lupe se opuso siempre al matrimonio con el joven vizconde. ¿Y todo por qué? Porque el muchacho parece que tenía sus visos de liberal o de liberalote. Y eso de meter la semilla de la disolución social en la familia era cosa imposible de admitir.

-Y ya vio usted el resultado de esa sistemática oposición. El vizconde raptó a la muchacha, se la llevó a París y después de un tiempo la chica tuvo sus lances con un tipo de Madrid que ni pintaba ni danzaba ni tenía oficio ni beneficio pero eso sí era católico a machaca martillo, hombre de noventa y de rosario y hasta parece que era sobrino del obispo de Zaragoza.

-¿Y qué pasó?

-Pues la familia de la joven esposa atribuye el descarrío de ésta al pensamiento liberal del marido y casi aprobó las hazañas del jovencito picarón de Madrid.

-A mí me parece que este don Manuel está algo picado de las ideas modernas y creo que sus papeles van a acabar por inficionar la vida cristiana que prevalece entre nosotros.

En esto terció el barbero.

-Permítanme que les diga mi opinión.

-Dígala –respondió el boticario.

-Pues con el permiso de vuestras mercedes de antemano les suplico dispensar si digo algo contrario a su parecer. Yo pienso que gracias a estos folletines nos vamos dando cuenta de las nuevas ideas de liberación que ya cunden en Europa. Porque es lo que yo digo, aquí la prensa es la prensa de don Porfirio y los libros salen bajo la influencia de la política de su casta. El pueblo no puede leer nada que discrepe de las ideas de los “científicos”. El pueblo sabe de las maniobras bursátiles de los Limantures, de las haciendas de los Escandones, de los Casasuses y de los señores de la Torre. De vez en vez nos hablan de la leva y todos nos quedamos tan sumisos como si se tratara de una “manda” a la Villa de Guadalupe. ¿Y qué le digo de la guerra del yaqui y de la guerra de castas de Yucatán? En ellas mueren indios por ciento y “todo” ¿para qué? Para hacer crecer las tierras que están en manos de los latifundistas que patrocina cada gobernador.

-En efecto, nadie comenta estos hechos –añadió el boticario.

Entonces prosiguió el barbero.

-Pues las ideas liberales y sociales que ya andan circulando por esas lejanías sólo las va conociendo el pueblo gracias a estas inocentes novelas de folletín. De ellas han de salir noticias que con el tiempo contribuirán a abrir los ojos a la realidad. A los escritores de la clase rica y a los del mundo oficial lo que les gusta es fomentar esa literatura en la cual sólo se habla de la vida en el Japón, de las tragedias de Grecia, de las églogas de Virgilio y de los saraos en la colonia Juárez donde se recitan los versos de Gutiérrez Nájera, de quien dicen que “ganó en ciudadanía francesa a base de estilo”.

En eso pasó doña Hortensia Realpozo y se detuvo a la puerta de la botica, al ver a los amigos dijo:

-Acabo de recibir los nuevos pliegos de la última novela de don Manuel: hoy por la noche tendremos tertulia en la casa para leerlos; de modo que si quieren venir vengan. A mi marido le encantará que nos honren con su visita. Parece que en estos capítulos se hace la denuncia de la aristocracia española explotadora de los campesinos de Castilla y de otros lugares de España.

En coro dijeron los presentes:

-Con mucho gusto iremos, doña Hortensia.

Por la noche, después de la oración se llegaron a la casa de la señora Hortensia. Presente está el marido, el bueno de don Nicanor, y las dos hijas del matrimonio, doncellas que eran un primor, y hasta las criadas de la casa; en el estrado de la sala se ordenaron las sillas y don Nicanor, junto a un quinqué de petróleo, se sentó, abrió los pliegos y antes de empezar a leer reclamó silencio a la concurrencia.

Se hizo el silencio; no se oía el vuelo de una mosca. Don Nicanor leía bien y con buena entonación y sabía fingir el tono de los interlocutores en los diálogos y en las pláticas. Donde cobraba fuerza el lector, era en las descripciones que el novelista presentaba. Entonces era casi posible advertir la tenebrosa noche junto a los muros del martillo y sentir el torrente de agua que corría bajo un puente de la época medieval. Había momentos en que todo se hacía visible.

Así estuvo leyendo mucho. Más de una hora. Al final, cuando dobló el pliego, una de sus hijas preguntó:

-Y en qué parará el viaje de la marquesa por esas tierras de Aragón tan infestadas de bandidos?

-No, hija, no son bandidos aquellos hombres, son guerrilleros que andan peleando contra los mercenarios del Napoleón que había invadido a España.

La otra hija comentó:

-Claro, porque el dichoso marido es de los afrancesados y está por Napoleón y no por Fernando VII que aunque es un hombre cruel y desalmado es el rey legítimo de los españoles.

Doña Hortensia añadió:

-Lo que es patético y horrible es la matanza que los franceses hicieron por las calles de Madrid el 2 de mayo. ¿Quieres volver a leer ese capítulo?

El marido contestó:

-Con mucho gusto.

Buscó entre los pliegos que tenía sobre la mesa, tomó un legajo y empezó a leer. A las dos o tres páginas, los presentes tenían los ojos bañados en lágrimas.

Las dos niñas gritaron:

-Papá, no sigas leyendo que esas escenas nos conmueven horriblemente.

Don Nicanor cerró el folleto y don Pablo Pinto comentó, enjugándose los ojos:

-Así son los pueblos heroicos y dignos de su historia.

-El barbero añadió:

-Un día veremos escenas iguales en las calles de México cuando el pueblo se alce contra el dictador.

Todos guardaron silencio porque por la calle pasaba una pareja de rurales. Llevaban los sables relucientes y la tercerola a la espalda.

(De El Libro y la Vida, Gaceta de Información y Critica editada por El Día. México, D. F.).

 

Diario del Sureste, Mérida, 7 de junio de 1970, suplemento cultural núm. 855, pp. 1, 3.

 

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