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Lluvia de imágenes en Mérida

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Cuenta Paul Auster que no se debe andar sin un lápiz en el bolsillo. En cierta ocasión, su padre le llevó a un partido de béisbol, fanático como era a los ocho años de los Gigantes de Nueva York. Al concluir el partido, los adultos se quedaron conversando en las gradas.

Cuando ya casi todos los aficionados se habían ido, atravesaron el “diamante” para salir del estadio y se encontró con una de las estrellas del equipo: Willie Mays. Le pidió un autógrafo; Willie le dijo que sí, para agregar a continuación: “¿Tienes un lápiz?” El niño y sus acompañantes no tenían. No pudo obtener el preciado autógrafo. Desde entonces procura tener siempre un lápiz en el bolsillo. Finalmente, reflexiona que tener un lápiz en el bolsillo te animará a usarlo en cualquier momento. Él así se coinvirtió en escritor.

En la actualidad no se debe andar sin una cámara fotográfica para atrapar esos buenos e irrepetibles momentos – aunque es preferible vivirlos con intensidad y plenitud, con lo que guardar las imágenes sería secundario –, para dejar testimonio de los eventos y actos que nos otorga la vida que nos permiten generar recuerdos, que nos hacen pensar en aquellas cosas que se han aparcado por priorizar otras, como la adquisición de la despensa semanal o las prisas por llegar al trabajo.

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Voy por el Paseo Verde y me encuentro con un grupo de adolescentes de uno y otro sexo. Trepan, ascienden, ríen; las voces se escuchan distintas, hay una alegría desbordada, van por los gajos como metáfora de las sendas de la vida – a cada momento se les presenta ir por un lado o por el otro –, pisando cada rama con cuidado.

Están encaramados en una mata de ciruela, árbol en estos momentos despojado de hojas, pero cundido de frutos verdes, rojos y amarillos. Arrancan racimos de ciruelas para comer. Unos desde la propia mata las consumen. Una jovencita – se me queda grabada la imagen a mi paso – mantiene el equilibrio sobre una de las ramas, levanta el rostro y extiende la mano para obtener tan preciado fruto.

Pienso en el ser humano de antaño, ascendiendo a los árboles para proveerse de alimentos. Pienso en los niños y jóvenes de hace treinta o más años atrás, cuando era habitual, cotidiano, natural, trepar, ascender por las ramas de un árbol, mirar desde arriba, permitirse tener otra visión de su cotidianeidad. Permanecer ahí, consumir algún fruto – guayabas, huayas, mangos, zapotes, mameyes – y luego descender.

Es como pensar que ya antes estuvimos aquí, reconciliarse con la condición humana y con el pasado reciente de la evolución.

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Cae una llovizna que no termina de concretarse, pero algo es algo para estos días inundados de sol. Me resguardo debajo del toldo de una tienda. Enfrente observo a un grupo de niñas adolescentes y niños que se mojan en la escasa lluvia. Forman una ronda, se toman de las manos y giran de un lado y para otro. Se detienen y hablan entre sí, miran al cielo y cierran los ojos. Los hermanos menores – suponemos – giran a su alrededor. La mínima lluvia pasa. Ha sido escasa. Un niño pequeño se aparta del grupo y se acerca a la reja. Toma con sus manos los barrotes y mira a ambos lados de la calle como esperando que la lluvia regrese y continúe.

Mágica celebración de los infantes es bañarse al amparo de la lluvia. Mojarse con el agua clara de la luna. Cuántas cosas que nos reconcilian con la vida y con la naturaleza se han perdido en esta ciudad. La lluvia es alegría.

Llegan noticias en los periódicos o de personas de que llovió; mas siempre lo hace en los alrededores de Mérida. En la antigua Th’o no llueve. Por algo será. Quizá los dioses mayas están molestos por haber demolido y arrasado uno de sus centros ceremoniales. El castigo esperemos no sea para toda la eternidad.

Sin embargo, también escuchamos que por inauguración de tal o cual evento de barniz cultural están los brujos – ¿han observado que desde cierta administración estatal han proliferado los “hechiceros”? – santiguando y pidiendo que la celebración sea propicia, que haya buenos augurios.

Los políticos y sus acompañantes pasan delante de los sahumerios y ramas de ruda. Pero no cambian: son los mismos de siempre. Por si las dudas, pasan. No vayan a quedar fuera del presupuesto por tontos escrúpulos.

Los viernes en la Plaza Grande, después del pok-ta-pok, juego de pelota, desfilan los visitantes ante los brujos, Ah’ men se hacen llamar.

Frente al mar, en las orillas de nuestras playas se repiten ceremonias y ceremonias. Tiran cacao o maíces de colores. Cada espectáculo es para su respectivo público.

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Los brujos son discretos y pasan por ciudadanos comunes. Van a la milpa, conviven con sus vecinos, tienen familias y no los conoces hasta que los ves en una ceremonia en lo más recóndito del monte. Nunca he sabido de alguien que con su vestimenta, collares o plumas, haga ostentación o llame la atención. Ni que se autoproclamen brujos. En los verdaderos, la fuerza reside en las palabras, el pensamiento y el espíritu que les rodea.

¿Por qué no convocar y hacer una gran ceremonia del Cha chac, petición de la lluvia para esta ciudad? ¿Dónde? En los centros ceremoniales que rodean Mérida, la antigua Ichcaanziho, que la comunidad acuda en busca de su pasado, que se encuentre espiritualmente y se sume a las ceremonias.

Que los Ah men de los municipios yucatecos desagravien a la ciudad no se ha hecho, ¿Será porque no se le ha ocurrido a los chilam balam, y promotores de la cultura? ¿A los Ah men de la burocracia cultural, los que convocan desde sus escritorios la abundancia de los presupuestos para que la cultura les siga siendo propicia y siempre llueva en su milpita?

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Ahora que fue el Día del Museo, el 18 de mayo, el parque del Centenario es uno de los pocos de la ciudad… y pasa desapercibido.

Nuestro breve inventario:

  • Las placas de piedra que narran hechos y memoria de un antiguo combatiente de la guerra social de 1847

  • La banca de piedra superviviente del Paseo de las Bonitas, zona de recreo de la Mérida colonial, adjunto al antiguo convento grande de san Francisco, donde hoy está la calle Ancha del Bazar

  • El kiosco de la plaza grande

  • El marco de piedra del Matadero Viejo, antiguo rastro de la ciudad que se ubicaba en la calle 66 entre 67 y 69

  • Alguna obra del maestro Manuel Lizama

  • Vagones de ferrocarril

En el Centenario la opción es diversa: naturaleza y obra humana-testimonios del pasado reciente, flora y fauna. Pero nos tienen que enseñar a ver para reconocer.

Un domingo por la mañana, una nieta enseña a su abuela a conducir bicicleta. La niña de seis años explica a la abuela cómo mantener el equilibrio. La abuela, insegura, se impulsa con los pies. La niña le dice: “No así, abue, así no”. De nuevo le comienza a explicar. Me alejo. Es un momento sublime para dos generaciones.

Los perros han sacado a pasear a sus dueños. Una imagen insólita: los perros corren y tiran de la correa a sus dueños. Corren con la alegría y la libertad que les otorga el placer de andar sobre cuatro patas. Los humanos solo tienen dos pies. Ellos cuatro, y el placer de andar es doble.

No se les olvide llevar siempre una cámara fotográfica. Por lo menos un lápiz.

La vida es breve y las oportunidades escasas.

Juan José Caamal Canul

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