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Las ingenuas

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Especial para el Diario del Sureste

Por Parsifal

[Serapio Baqueiro Barrera]

La barriada tiene un corazón que late cariñoso por esas niñas pobres, a quienes transforman en mujeres, acariciándolas con su tibieza perfumada de grano de oro; esas lindas muchachas pobres que siempre parece que están esperando que llegue un hada buena, trayéndoles sus zapatitos de cristal…

Estas lindas muchachas pobres que en los atardeceres dominicales se reúnen en la casa mejor puesta del barrio, para bailar a compás de un viejo fonógrafo, que para su comunidad compraron con sus ahorros de modistillas o de tejedoras de hamacas.

O bien, van a un salón de cine en donde aprenden canciones eróticas, de dolor y de perversidad, cuya trascendencia no comprenden, y gestos pasionales y besos de génesis vampiresca, esos besos largos, profundos; besos bestiales que succionan hasta la médula.

Tienen por balcón estas muchachas laboriosas como hormiguitas, la albarrada florida, sobre la cual se apoyan para charlar con el novio que ya dejó de ser el hombre circunspecto de hasta hace poco tiempo, porque estudió con aprovechamiento esa terrible asignatura que llaman gramática parda y es docto en piropos henchidos de maliciosa intención.

De tal manera que, cuando su novia inicia un tierno coloquio diciéndole: -“Anoche soñé que nos casamos”- él la interrumpe bruscamente para responderle: -“Yo también sueño con frecuencia en ese instante de felicidad; pero ¿cuándo llegará ese momento en que tú habrás de ser mía para siempre?”

Pero este fútil pretexto, que a la novia le arranca de lo más hondo del corazón un suspiro, le da a él un motivo más para consolarla con un beso. Con un beso de cine, largo, profundo, vampiresco….

Y desde ese momento suprimen las palabras para hablar el idioma de los besos, con la complicidad de esa gran Celestina que se llama la luna.

Y se olvidan del matrimonio, de los castos sueños hogareños, porque el hechizo perturbador, de aromas capitosos que vaga en el aire nocturno, les despoja la mente de toda noción de realidad.

Estas nenas adorables ya no llevan los nombres castizos y poemáticos de Esperanza, Dolores, Mercedes, Soledad…; con un esnobismo que apena, las llaman ahora con nombres de estrellas de cine, con nombres exóticos que ni ellas mismas saben pronunciar, nombres ásperos que nuestros poetas no pueden engarzar en sus rimas ni cantar los trovadores, porque son como notas disonantes en el armonioso río de las canciones.

Todavía empieza a alborar el nuevo día, cuando ellas saltan del lecho y, sacudiéndose el polvo de oro de sus sueños imposibles, toman la aguja y el hilo para empezar sus faenas cotidianas.

Y mientras trabajan silenciosamente, van recordando nostálgicas, que fueron cuando dormían, princesas en un reino maravilloso, y suspiran de vez en vez esperando al hada buena que debe traerles sus zapatitos de cristal.

Pasa el tiempo y muchas de ellas no se casan; miran cada vez más lejos el tálamo nupcial que el dios Himeneo mulle y enflora para sus escogidas….

¿Por qué ese olvido, si fueron bellas y virtuosas?

Y su pureza virginal, su castidad sin mancilla, las agobia como una terrible enfermedad; van muriendo poco a poco, en una languidez de lirio que se mustia suavemente, dulcemente.

Y al fin mueren con asombro de sus familiares que no pueden explicarse este mal misterioso….

¿Os acordáis de aquella virgen del poema campoamoriano, aquella virgen que muere porque sólo presintió el amor y la llevan a enterrar entre palmas y flores?

El desfile fúnebre va suscitando distintos sentimientos en las personas que presencian el triste espectáculo, comenzando por el médico que dice, con un laconismo helado: -Cesó el dolor…; y un filósofo que exclama: -Uno menos…; y un poeta que expresa convencido: ¡Un ángel más!…

Y estos comentarios vanos epilogan la historia de estas vírgenes que mueren dulcemente porque enfermaron del misterioso mal que se llama amor imposible.

En el cofrecillo en que guardan sus reliquias se encuentra siempre el retrato del novio infiel, al dorso del cual la pobre abandonada escribió: “¡Te hubiera querido tanto!”

 

Diario del Sureste. Mérida, 9 de diciembre de 1934, p. 3.

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