Con sus mejores atuendos, se pavonean los domingos en una verbena donde juegan con su popularidad. Sombreros que coronan la autoproclamada gloria de los hombres que se ocultan detrás del humo de un puro. Pieles y joyas que visten la presunción de la mujer, perfumada de ignorancia. Miran de reojo al artista, al amigo o a cualquiera que quiera ser reconocido. Utilizan como pretexto la tradición, la cultura, la bravura de la fiesta.
Fiesta de los inconscientes, fiesta de los que ignoran la muerte de un ser viviente. Es más fuerte su ego e ignorancia que la objetividad de ver lo que ahí pasa. Todos son testigos y culpables de una matanza. Son animales, dicen. Para eso los han criado. Con palabras intentan lavar sus culpas, y su carencia de humanidad.
Todo es faena, todo es poder, todo es negocio y ego colectivo; mientras, frente a la mirada de aquellos humanos, muere un animal.
¡Olé, olé! Así disfrazan el lamento que el toro lanza al firmamento. Ese toro que fue creado con el mismo derecho a la vida que quienes han pagado para verlo morir. Toro criado y lacrado con su propia sangre desde que ve el primer rayo de sol, hasta que huele su propio rastro de sangre.
Antes de salir a lucirse en su gran día, en su propio funeral, lo han golpeado con costales para hacer manso al animal. Le han limado los cuernos para dar ventaja al del traje lustroso. Le han picado hasta el alma y lo sacan por el túnel por el que verá por última vez la luz. Lo recibe una enardecida multitud, que ignora con una sonrisa y una bebida su propio pecado. Con comentarios fatuos e idiotas, evitan hablar de lo que realmente están atestiguando.
Un caballo aterrado, y con más conciencia, se le acerca con un picador a cuestas. La tortura pública del toro apenas comienza. Atravesándole la piel, el picador es ovacionado. Una y otra vez lo pican hasta que escurre la sangre por su piel, y después al siguiente acto.
Después aparecen las banderillas, y una a una juega el torero a prenderlas a su cuerpo, como si fuera un adorno inanimado.
Ahora, con un capote se luce el del traje de luces. Se burla del toro aquél animal, antes de cambiar de color su tela, por la que verá la muerte de cerca.
¡Olé, olé! Todos gritan contentos. Mientras en la arena yace un animal, ya casi sin aliento. Todavía le queda un dejo de vida, y lucha por conservarla. Atenta contra su matador, quien lo encuadra y lo atraviesa con la espada. La muchedumbre lo vitorea, sale en hombros mientras con pañuelos blancos piden más. Ahí en el suelo donde yace inerte el animal le van amputando pedazos de dignidad. ¡Que viva la fiesta! Así gritan los inconscientes espectadores, los culpables de que esto aún ocurra.
¡Ya basta, humanos que de humanos sólo tienen el nombre! ¿Cuándo acabarán con sus auto- alabanzas? ¿Con su alimento de ego? ¿Cuándo se darán cuenta del cruel castigo y muerte a la que someten a un ser que tiene el mismo derecho que ustedes a estar vivo y respirar?
Qué suerte tienen de haber nacido humanos y no como un pobre toro, un animal. Ya se verían ensangrentados y cubiertos de arena al centro de una plaza en la cual cientos de idiotas aplaudirían su muerte disfrazándola de fiesta.
¡Ya basta, humanos inhumanos!
Ya llegará la última fiesta.
Todo aquel que nace, tiene derecho a respirar. Todo aquel que respira, tiene derecho a vivir.
Todo aquel que vive, tiene derecho a vivir con dignidad. Todo aquel que sea digno, rechazará la muerte de otro ser.
Yolanda Ivette Castillo Vázquez