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La ruta de San Ubaldo

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Marvin Calero Molina

Para finales de los años 30, San Ubaldo era la ruta de acceso para viajar desde Granada a las minas de La Libertad. El barco más popular en ese entonces era «El Victoria». Hacía su travesía en el lago Cocibolca, saliendo desde el puerto de Granada hasta el puerto de San Ubaldo, en Acoyapa. Muchos granadinos se sentían orgullosos de tener una buena casa en Granada y una finca ganadera en Chontales. Otros se dedicaban al comercio, principalmente a transportar mercancía hasta las minas de La Libertad y Santo Domingo.

Don Carlos Morales Alemán era uno de los principales dueños de carretas haladas por yuntas de bueyes; cada carreta era halada por al menos cinco yuntas. En aquel entonces no existía la carretera que dista unos 32 km de La Libertad hasta Acoyapa, sino una trocha empedrada inclusive 22 km más en dirección recta por la carretera del puerto. Esos 54 km de travesía eran recorridos al menos en cinco días, siempre y cuando el invierno fuese moderado y las quebradas no impidieran su paso. Las quebradas más bravas eran el río de «El Talpetate», en Acoyapa, y el río «Monota», cerca de Lóvago, subiendo por Tierras Blancas hasta Santo Tomás, en dirección a San Pedro y, finalmente, a las minas de La Libertad y Santo Domingo.

Ver llegar las carretas a los pueblos era motivo de alegría. Los comerciantes venían en ellas con mercadería y modas de la ciudad colonial. De vez en cuando pasaban algunos gringos. Estos medios de transporte impulsaban el desarrollo en todos estos pueblos; en La Libertad tenían la responsabilidad de llevar el cianuro y el azogue para la minería.

Doña Carmen Morales Mena, a sus 83 años, recuerda a su padre, don Carlos Morales Alemán, ganadero de la zona y dueño de cinco carretas. Mientras se cruza de piernas y bebe café, recuerda el día que las minas se detuvieron por varias semanas.

El Victoria ancló en el puerto de San Ubaldo en pleno invierno con un pedido especial para las minas de La Libertad: llevar unas pichingas con un contenido importantísimo para los procesos industriales de extracción de oro.

—Santos, hoy vas a ir hasta el puerto de San Ubaldo. Mandaron carta desde Granada que había que llevar un encargo importante para La Libertad

—¿Qué es? —preguntó Santos Sandoval, el conductor de la mejor carreta de don Carlos Morales Alemán.

—Mirá, Santos, no preguntés, lo único que la carta dice que el encargo es muy delicado, que debe ser llevado con sumo cuidado, que las pichingas no se pueden reventar.

—¡Qué raro, patroncito!, ¿Qué podrá ser? —dijo con mucha curiosidad Santos Sandoval.

—Mmmm, no seás curioso, Santos —le dijo don Carlos—. Por este encargo te voy a dar cinco pesos más, porque necesito que vengás a paso lento, no sofoqués los bueyes.

—¡Sí, patroncito!

En la noche del viernes 16 de junio de 1934, Santos se fue a buscar a uno de los ayudantes para el viaje:

—¡Buenas noches! —dijo Santos— ¿Está por aquí Marcelino Jaime?

—¿Cómo estás, Santos? —dijo Marcelino, quitando la tranca de la puerta, de dos hojas, de su casa.

—Te vengo a buscar porque mañana voy a hacer un viaje y el patrón me pidió sumo cuidado con una mercadería que viene de Granada rumbo a las minas de La Libertad.

—¿Y qué vamos a jalar, Santos? —dijo Marcelino, con mucha curiosidad.

—«La curiosidad mató al gato» —dijo Santos a Marcelino, creando misterio para intrigar más aún a Marcelino—. Mañana te digo, pero parece que es muy importante. Vamos con los bueyes viejos porque dice el patrón que debe ser cargado con muchísimo cuidado.

—Ay llego puej, Santos, a la casa de don Carlos Morales Alemán, con el canto de los gallos de la madrugada.

A la mañana siguiente, a punto de salir de la casa, don Carlos le recordó a sus trabajadores el cuidado que debían de tener con el pedido.

—¡Tengan cuidado! No sofoquen a los bueyes, vénganse despacio y se vienen fijando en la mercadería—. Don Carlos se sobaba el bigote mientras se despedía de sus empleados.

Dos días después, la carreta estaba en el puerto de San Ubaldo. Soltaron los bueyes en un potrero para que se desentumieran. Fueron hasta la casa de don Sebastián, que era como el jefe portuario de aquel entonces.

—¡Buenas tardes, don Sebastián! —dijo Santos, mientras se quitaba el sombrero—. Aquí nos mandó el patroncito, dijo que usted nos iba a dar un encargo para llevarlo a las minas de La Libertad.

—¡Sí, hombre! Pasen adelante, ¿ya cenaron?

—No, don Sebastián, estamos viniendo apenas soltamos los bueyes en el potrero del carao.

—¡Pasen adelante, puej! ¡Tomasa! ¡Tomasa!

Al momento apareció la mujer de don Sebastián, una morena que había traído del lado de Bilwi, en tiempos de su juventud y andanzas en el Caribe del país.

—Sí, Sebastián, ¿qué se te ofrecía?

—Dales de cenar a los trabajadores de mi amigo don Carlos Morales.

La Tomasa les dio de comer a los trabajadores frijoles fritos con manteca de cerdo y mucha cebolla, unos cuantos chicharrones de manteca, chilero, tortilla, cuajada y café caliente. Los trabajadores, muy contentos, después de merendarse el banquete, fueron hasta la galera y colgaron sus hamacas.

A la cinco de la mañana ya estaban listos con las cuatro pichingas de cianuro. Llevaron un aliño para el camino que la Tomasa les había preparado.

Aquellos bueyes desaparecieron en la inmensidad de las montañas de lo que hoy se conoce como la playa de Polanco, donde están los mejores bancos de arena blanca de todas las costas del lago Cocibolca en Chontales.

Y así fueron rumbo a Acoyapa, entre sol y brisa, con lentitud, como se los había recomendado don Carlos Morales.

De noche acamparon en una finquita a orillas de la carretera empedrada, pidieron posada para dormir y compraron una tortilla con cuajada para cenar. Soltaron los bueyes con sumo cuidado para que se desentumieran, y durmieron en el corredor de la casa.

—¿Qué será lo que llevamos en la carreta? —dijo Marcelino, con mucha curiosidad.

—¡Qué sé yo! —le contestó Santos.

—Y ¿por qué no echamos una miradita a una de las pichingas?

—La mera verdad, Marcelino, ya probé abrir la pichinga, pero viene mamada la tapa.

Marcelino se echó una carcajada porque también él, cuando Santos había ido a defecar al monte, detrás de un jícaro sabanero, había probado abrir una de las pichingas.

Se quedaron dormidos en medio de aquella montaña de genízaros y guanacaste. El escándalo de los congos en la noche presagiaba lluvia para el siguiente día.

En cuanto cantaron los gallos, los hombres se alistaron, desamarraron sus hamacas y fueron hasta el corral a comprar un guacal de leche, para desayunar con leche y pinol al pie de la vaca.

—¡Buenos días! —dijo Marcelino—. ¿Nos vende un guacal de leche?

El ordeñador sonrió, mientras se limpiaba las manos en la cola de la vaca y despuntaba las tetas para sacarle la suciedad.

—Como va crer el amigo que se le va vender la leche, ¡meta el guacal!

Los hombres metieron sus guacales al chorro finísimo de la leche tibia que salía de las ubres de una vaca alta de la raza Guzerat, que para entonces era la raza que abundaba en la zona.

—¿Para dónde se la llevan? —preguntó el ordeñador, mientras le daba un trompón al ternero que estaba amarrado a una de las patas delantera de la vaca.

—Vamos para las minas de La Libertad —dijo Santos.

Ahí estuvieron los trabajadores por un rato, chileando con el ordeñador, desquitando el guacal de leche que les habían regalado. Como a las seis y media de la mañana terminó el ordeño; el hombre, agradecido porque le ayudaron a chiquerear los terneros, los invitó a desayunar.

Salieron algo tarde de la finca y siguieron su camino por valles, cuestas, bajadas, quebradas y zanjones, durmiendo donde les agarrara la noche. El camino se iba encharcando porque desde el día segundo se pegó una garuba. Ese día durmieron en el campo, improvisaron una fogata, utilizaron la carpa de la carrera para hacer un techo y guarecerse. Sacaron la porra e hicieron café, de la provisión de emergencias tomaron una bolsa de roquillas y tortillas hornadas que les había aliñado don Carlos Morales Alemán para el viaje.

Ese día hizo mucho frío. En el cielo, la luna tenía casa, una especie de rueda gigante a su alrededor. Los trabajadores presagiaban que al día siguiente habría lluvia.

Muy de mañana salieron. Era el tercer día de viaje y calculaban estar en Acoyapa antes que cayera la noche.

Siguieron lentamente hasta «la subida del burro». El lodazal era terrible y en media cuesta una cascabel picó a uno de los bueyes. El animal se asustó tanto que movió con fuerza la carreta volcándola. El contenido de las pichingas de desparramó en un zanjoncito inviernero que iba directo a un potrero de zacate de india. Como pudieron, los hombres levantaron la carreta, sujetaron al buey picado de culebra, le abrieron la picadura con un cuchillo filoso, buscaron un bejuco que se utiliza para esos casos, y le hicieron una pasta espesa. Dejaron al buey en el potrero del zacate de india con todo y el compañero para que se reposara con la intensión de que don Carlos Alemán Morales mandara a traerlo cuando se recuperara. Dos de las pichingas se desparramaron, las dejaron ahí boladas a orilla del camino.

Salieron nuevamente hacia Acoyapa, anduvieron por tres horas hasta llegar al río «El Talpetate». Estuvieron ahí por otras tres horas, esperando que la crecida del río cediera y les permitiera el paso.

Cerca de las 6 de la tarde, llegaron a la casa de don Carlos Morales Alemán en la calle del puerto. Don Carlos salió al encuentro.

—¡Hombre, jodido! Y ¿qué pasó?

—Don Carlos —dijo Santos—. No se vaya a molestar, patroncito, pero nos pasó una desgracia

—Vienen sin una yunta de bueyes

—Y también sin dos pichingas —dijo Santos.

—Pero ¡jodido! Santos, contéme.

Santos y Marcelino le contaron lo sucedido con el buey en plena «subida del burro» y de las dos pichingas que se rompieron al volcarse la carreta, que su contenido fue a dar por medio de un zanjón a un potrero de zacate de india.

Don Carlos hizo una carta para el encargado de recibir la mercadería en La Libertad. Después de regañarlos, los pasó a la mesa a comer. Mandó a soltar los bueyes al patio de la casa con otro trabajador, y revisó si las pichingas estaban en buen estado.

Los hombres salieron a la mañana siguiente, apenados con don Carlos Morales, pensando que les descalfaría del salario la pérdida de la mercadería.

Continuaron el viaje por cuatro largos días. Acampando en los pueblos de Santo Tomás y San Pedro de Lóvago. Aprovecharon para comprarse su botellita de Santa Cecilia y alegrarse el ojo, mirando las mujeres que llegaban a bailar en las cantinas.

Hasta que al fin llegaron a La Libertad en un día domingo. Había muchas personas en las calles del pueblo que venían de la misa dominical, de la «Iglesia de la virgen de la Luz». Los cipotes en el pueblo se quedaban viendo el espectáculo que les causaba ver llegar las carretas desde San Ubaldo, con los bueyes llenos de lodo.

Apenados entregaron la carta al encargado, este al leerla cambió de colores, dijo un hijueputaso. Se fue a la carreta, llamó a dos trabajadores, e hizo bajar las pinchingas, no sin antes constatar que estaban en buen estado.

El encargado les dio otro papel a los dos trabajadores de don Carlos Morales Alemán. Una vez que terminaron el trabajo, se fueron directos a la cantina de la «Tía Rafaela». En el pueblo ya había corrido la historia de los dos bueyeros que habían desparramado las dos pichingas, se escuchó el rumor que hasta el próximo pedido la minería tenía cianuro solo para dos semanas y que tres semanas hasta la venida del segundo pedido no habría molienda de oro en las rastras.

Los dos hombres entraron a la cantina:

—Buenas tarde, «Tía Rafaela» —dijo Santos, con vos de cansancio.

—Buenas tardes, los muchachos —dijo la «Tía Rafaela».

—Nos trae una media.

—¡Claro que sí!

En el fondo de la cantina, dos hombres tenían sobre sus piernas a dos hermosas mujeres que hablaban con acento de capitalinas; un tercero estaba sentado con ellos en la misma mesa. Cinco parejas bailaban al son de guitarras y acordeones.

La cantina estaba llena de gente, entre pequeños mineros y algunos extranjeros rubios que no lograban a identificar entre la afluencia de norteamericanos y europeos, principalmente alemanes y franceses que masticaban un español pueblerino.

—¡Ya saber! —dijo uno de los extranjeros—. Que haber problemas para procesar el oro.

—¿Cómo ser? —preguntó otro de los señores con bigote grueso y rubio.

—Ser que bueyeros de San Ubaldo desparramar contenido de pichingas.

—¡Joberro! Qué mal, muy mal para negocio.

Ambos bueyeros disimularon ante las pláticas que sostenía la gente en la cantina donde eran tema principal de discusión.

—¿Ya oíste, Santos?

—Sí, Marcelino, estoy oyendo.

—¡Ya la cagamos!

—No le pongás mente, Marcelino. Peor sería que nos hubiéramos matado cuando se dio vuelta la carreta, si me duelen las rodillas, y los codos los ando raspados.

—Pues sí, a mí también, ¡ando semerendo chichote en la mollera!

—¿Qué pasaría con el buey, Marcelino: será que sobrevivió al piquete de la cascabel?

—¡Pues yo digo que sí, Santos! Los animales son fuertes.

Después de beber la botella de Santa Cecilia, los bueyeros se marcharon de regreso a Acoyapa porque no querían seguir escuchando las pláticas en la cantina sobre lo ocurrido y los inventos que siempre se le ponen a los sucesos una vez que salen a las calles.

Por varios días hicieron el recorrido de regreso a Acoyapa. No paraban de hablar de lo mismo, hasta que comenzaron a superar las desgracias y convertirlas en chiste:

—¡Jodido, buey! Casi nos mata —dijo a carcajadas Santos.

—Miraste, Santos, cómo paré las patas cuando se dio vuelta la carreta —dijo Marcelino.

—Sí, te miré, parecías niña cómo pusiste la cara de miedo.

—Ja ja ja—, reía, reía Santos.

—Jo jo jo jo —respondía Marcelino.

—Y los gringos, hablando de nosotros los hijueputas, si nos tenían al paso —decía Santos.

—Sí, ¡que no va a haber producción de oro! —decía Marcelino—, porque unos bueyeros botaron las pichingas.

—Jajaja— reía Santos.

—Jojojojo— respondía Marcelino.

—Claro, si no eran ellos los que venían en la carreta —dijo Santos.

—¿Te imaginas? —preguntó Marcelino—. Si esa gente de la cantina hubiera sabido que fuimos nosotros, ahí mismo que nos hubieran agarrado a trompones y patadas.

—Suerte que nos venimos —dijo Santos—. Ahora mismo vendríamos con los ojos azules.

Así continuaron Santos y Marcelino por todo el camino, riéndose y repitiendo las mismas pláticas, imaginándose para qué sería el contenido de aquellas pichingas, y por qué no habría producción de oro por tres semanas.

Mientras tanto, don Carlos Morales Alemán, a los cinco días completos, mandó al hermano de Marcelino a buscar los bueyes al potrero del zacate de india.

—Mirá, Felipe, ensillá una de las mulas y te vas a buscar los bueyes al potrero del zacate de india, donde el compadre don Horacio Sevilla, al bajar la «Subida del burro». Vas a la casa y le decís que digo yo que cuánto le debo por el zacate que se comieron los dos bueyes. Llévate estos dos pesos por si acaso; si no te cobra nada, le decís que gracia y me traés los riales.

—¡Sí, patroncito! —respondió Felipe, mientras se movía el pantalón que le quedaba un poco flojo de la cintura.

Se fue Felipe rumbo a la finca de don Horacio Sevilla, recorrió el camino por dos horas a paso rápido. Al llegar a la «Subida del burro», sintió un tufo a animal muerto. Lo primero que pensó Felipe fue que el buey se había muerto. Amarró la mula al lado izquierdo de la calle empedrada y se cruzó al lado derecho, introduciéndose al potrero. Lo raro era que no había zopilotes, como es lo normal. Se acercó y observó una mortandad de vacas, e incluso a los dos bueyes hinchados y picoteados por los zopilotes. Varios zopilotes estaban muertos.

—¡Dios Santo! — exclamó Felipe para sí mismo—. Y ¿qué pasó aquí?

Felipe pudo contar al menos veinte vacas muertas con sus crías, los dos bueyes, y algunos animalitos silvestres y aves.

Caminó hasta el pie de la colina y llegó hasta la casa de don Horacio Sevilla. Dos perros chapiollos salieron a su encuentro, ladrándole, uno por poco se le pega de una pierna. Felipe comenzó a gritar para anunciar su llegada:

—¡Hoyyyy! ¡Hoyyyy! —dio un par de silbidos—. ¡Buenas!, ¡buenas!

En eso se asomó don Horacio Sevilla por una ventana y salió con un fusil Winchester, que para entonces eran muy común.

—¿Qué se le ofrecía al amigo? —dijo don Horacio, con voz de preocupación.

—Vengo de parte de su compadre, don Carlos Morales Alemán.

—¿Qué dice el compadre? —preguntó don Horacio Sevilla, mientras le pedía al mensajero que pasara adelante y le indicaba que se sentara en un trozo de genízaro en forma de asiento.

Felipe se sentó, pidió agua a don Horacio Sevilla. Don Horacio llamó a unas de sus hijas: —Isabela, Isabela —dijo en voz alta, al momento que se asomaba por el rabo de la puerta una muchacha como de unos dieciséis años, blanca y de ojos claros, de buena estatura.

—¡Mande usted, papito! —dijo Isabela, sonrosada por la visita.

—Batile un pozol al amigo y me le traés un pedazo de dulce.

La muchacha entró hasta la cocina, sacó agua fresca de un cántaro con un guacal pequeño y la depositó en un trasto; metió los dedos e inició a deshacer la masa del pozol con el agua. Sacó de un cajón un atado de dulce y le arrancó dos pedazos de regular tamaño, volvió hasta el porche de la casa y entregó los dos guacales de pozol y los trozos de dulce.

Mientras tanto, Felipe ya había entregado la razón al compadre don Horacio Sevilla.

—Cómo va a creer el compadre que yo le voy a cobrar por tenerle los bueyes, si es mi amigo de toda la vida, nomás faltaba.

—Don Horacio y, ¿qué pasó en el potrero del zacate de india? —preguntó Felipe con mucha curiosidad de conocer lo ocurrido.

—Qué voy a saber yo —dijo don Horacio en tono de preocupación, mientras le hacía movimiento circular al guacal para beber el payan—.Vamos al potrero para que miremos la cuestión.

Don Horacio y Felipe se fueron directos al potrero. El tufo de los veinte semovientes era insoportable y ni zopilotes había.

—¡Ve,s Felipe, qué barbaridad, qué tufo más jodido!

—Sí, don Horacio, pero qué raro que no hay zopilotes.

—Eso es lo que yo mismo dije: ¿por qué no hay zopilotes?

—¿Qué cree usted que sea, don Horacio?

—Yo digo que nos envenenaron el zanjón.

—Cree usted, don Horacio.

—¡Estoy seguro!

—Qué pena con mi compadre ahora que sepa que los dos bueyes se le murieron. La otra cosa, Felipe, podría ser que me están haciendo brujería para que se mueran los animales. Hace tres días anduve en el pueblo donde don José Adán Aguilar. Me echó la suerte y me dijo que tuviera cuidado con el vecino que me llevaba envidia, que él me había mandado a envenenar el agua para que se me murieran las vacas.

—¡Ay, don Horacio! Qué gente más mala, eso no se veía antes —dijo Felipe, con mucha admiración por la confesión que le hacía don Horacio.

—Creo que voy a tener que quemar estos animales, porque ni los zopilotes los quieren.

Toda la tarde pasaron jalando con caballos las veinte reses como pudieron, para prenderles fuego. El tufo a pudrición era insoportable.

Felipe se despidió ya de noche, pero don Horacio, muy agradecido, lo invitó a cenar

—¿Cómo va creer el amigo que se va a ir sin cenar? Aquí se llama finca La Cortesía no en balde, sino por lo hospitalarios que somos.

Felipe se quedó a cenar con don Horacio y de vez en cuando le echaba una mirada a la hija, con mucho disimulo. Ahí estuvo un buen rato. Luego salió para el pueblo.

A las nueve de la noche ya estaba en Acoyapa. La casa de don Carlos Morales Alemán ya estaba cerrada, por lo que decidió llegar con las noticias hasta la mañana siguiente.

Con el canto de los gallos, Felipe llegó hasta la casa de Carlos Morales Alemán, quien estaba recibiendo una carreta con pasajeros que venían de Granada, directos a trabajar a las minas de la Esmeralda.

—Esperáme, Felipe, para que hablemos solo, despacho la carreta que va de paso —dijo don Carlos con un poco de curiosidad, pues ya había ido hasta el patio y no encontró los dos bueyes que mandó a traer donde el compadre.

Como una hora después don Carlos Morales Alemán estaba despachando la carreta y despidiéndose de los pasajeros.

—Ahora sí, Felipe, contáme, ¿cómo te fue en el viaje?

—Verá, patrón, llegué hasta la «subida del burro», amarré la mula y, al entrar al potrero a buscar los bueyes, puej la novedad es de que los bueyes los encontré con las patas tiesas.

Don Carlos Morales Alemán tosió en tono de sorpresa y se golpeó el pecho para componérselo.

—¿Cómo así? ¿Muertos?

—Sí, patroncito, ¡estaban muertos!

—Jodido, puej, ¿y cómo se murieron?

—Vea, patroncito, primero que todo su compadre le manda disculpa, se quedó muy preocupado por lo que usted podría pensar de la muerte de sus bueyes.

—¡Ajá!

—Sí, patroncito, en el potrero había una mortandad de vacas, veinte vacas se le murieron a su compadre, y lo raro que hasta los zopilotes estaban muertos.

—¡Púchica!

—Sí, don Carlos, veinte vacas muertas. Era una pudrición y un tufo, que le tuve que ayudar a su compadre a reunirlas y pegarles fuego. Su compadre cree que es cosa de brujería.

—Ja ja ja ja —don Carlos Morales Alemán se tiró la carcajada—. Brujería, ja ja ja ja, solo ocurrencias es mi compadre.

En aquellas tierras de los llanos de Acoyapa es muy común pensar que riquezas completas se han terminado por obras de brujería. Don Horacio Sevilla buscó remedio para él y su familia. El curandero José Adán Aguilar, que para aquel entonces vivía a media cuadra de la casa de don Carlos Morales Alemán, hizo un dinerito: siete martes anduvo en la finca, buscando entierros y quemando hierbas esotéricas para la suerte.

Don Carlos nunca quiso decir nada sobre la verdadera razón de la mortandad de animales. Nadie se dio cuenta que las vacas y los bueyes murieron envenenados por el cianuro. La cuesta se cambió el nombre de «la subida del burro» a la «subida de los bueyes».

Doña Carmen Morales Mena sonríe recordando la historia del derrame de cianuro. Entre veces los ojos se le humedecen, mientras echa un vistazo hacia la desaparecida calle del puerto.

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