La Conjura de Xinúm – XX

By on diciembre 9, 2021

XVIII. La subasta de Yucatán y la venta de indios

Tratados, promesas, e indultos, todo era letra muerta; todo era engaño sobre engaño, malicia sobre malicia. Méndez y Barbachano hacían su política a costa y espaldas de los indios, pues ninguno de los dos estaba dispuesto a cumplir los ofrecimientos que les hacían. Jamás pensaron en librarlos ni de las cargas ni de los tributos ni de las fajinas que pesaban sobre ellos. Menos pensaron en otorgarles la tierra que reclamaban para laborar. ¡Vaya ocurrencia! La tierra era del blanco, pues éste la ganó en buena lid en los tiempos de la Conquista. Pero eso sí, los tales gobernantes, a toda costa querían dar la impresión, a propios y a extraños, de que eran inocentes de los crímenes que se cometían en la guerra. Los únicos culpables eran los indios, a quienes por mera caridad jurídica se les reconocía alma y corazón. A los cuatro vientos Méndez y Barbachano pregonaban sus ansias de concordia y de paz. Por su espíritu de sacrificio merecían las palmas de la gloria. Nuevos Pilatos, se lavaban las manos delante de una sociedad de fariseos. Pero como por otra parte ninguna fuerza era capaz de terminar la guerra, llenos de ira, se debatían en la obscuridad rumiando su propio fracaso. En su obcecación y en su afán de liquidar al enemigo, cada uno, con forme a su conciencia, resolvió dar los pasos extremos que aquí se cuentan.

Méndez pensó que para acabar la lucha lo más conveniente era poner en subasta la tierra de Yucatán. Con este objeto invitó a varias potencias extranjeras a ocupar el país. Para incitarlas a entrar en el negocio, con pésima literatura y a su modo refirió las angustias del gobierno y describió con tinta negra el espíritu criminal de los salvajes.

A fin de conseguir la misma pacificación del país, Barbachano creyó más fácil proponer en venta a los propios indios. Claro que -hombre previsor- llamó a la venta «alejamiento del domicilio» y al precio «dádiva voluntaria, para favorecer al fisco».

Como era de esperarse, la subasta de Yucatán no dio resultado. No podía ser buen negocio ocupar un país en entredicho y bancarrota. Además, había una dificultad legal: el pregonero no podía enajenar lo que no era suyo. Con todo su apetito, los gobiernos a quienes se invitó a tomar parte en el trato nunca dieron respuesta favorable al ofrecimiento. Por otro lado, era demasiado visible el engaño: no se les ofrecía una tierra para volverla a la civilización ni para redimirla de miserias, sino tan sólo para salvar la vida y la riqueza de los blancos. Lo demás importaba poco.

Mejor suerte tuvo la venta de indios y había razón para ello. Se trataba de una mercancía barata y en buenas condiciones. Veinticinco pesos un indio, realmente no era mucho pues al mismo precio se cotizaban los borregos de regular alzada. En cuanto se abrió el mercado de indios acudieron agentes de aquí y de allí, ansiosos de entrar en la trata. Pero a Barbachano le entró la avaricia y entonces no se limitó a entregar prisioneros de guerra -como había anunciado en su decreto- sino también indios pacíficos, arrancados del campo y de la ciudad. A tales infelices se les conducía cargados de cadenas y de grillos al puerto de Sisal, donde, sumidos en mazmorras y casi sin alimento, esperaban la hora de su traslado a otro país. Conforme al contrato de venta, estos esclavos se comprometían a trabajar en todo género de menesteres y aceptaban como pago por sus servicios, dos pesos al mes, tres almudes de maíz por semana, dos vestidos de algodón por año y además consentían que sus dueños los azotaran y encarcelaran si no cumplían a satisfacción sus tareas y obligaciones. En poco tiempo, el negocio resultó tan próspero que algunos señores creyeron conveniente fundar un banco con el objeto de manejar las ganancias en forma más expedita.

Cuando se pidió a Barbachano una explicación de su conducta, con palabras más cínicas que inteligentes dijo:

-Pues qué, estos indios ¿no son reos de muerte? Entonces es caridad la que se hace con ellos enviándolos al extranjero para que allí libremente rehagan su vida y se tornen en elementos útiles a la sociedad. Además, a causa de la guerra, el fisco no tiene cárceles ni tropas para guardarlos. Y del espíritu liberal del contrato que firman responden un notario y varios testigos idóneos. Mi gobierno es, pues, padre y no juez de tan malvados sujetos.

Así se condujeron aquellos patricios que poco antes, en sus gestiones de paz, juraban por Dios y todos sus santos que no los movía más deseo que satisfacer las demandas de justicia de los indios.

Ermilo Abreu Gómez

Continuará la próxima semana…

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.