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Historia del Héroe y el Demonio del Noveno Infierno – XIX

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VII

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El rey Chac Xib Chac, cultor de la buena mesa, había hecho sacrificar doscientos jabalíes y cuatrocientos pavos de la tierra para halagar el estómago de los más de mil convidados a la celebración.

–¿Y por qué no hemos de festejar en grande? –se jactaba el rey ante su consejero áulico, Águila Divina–. No todos los días cumple doscientos años una confederación tan sólida como la nuestra.

–Creo que se te ha pasado la mano, querido rey –le reprochaba el sacerdote–. Con haber invitado a los reyes y capitanes aliados a nuestra causa hubiera bastado. Pero tú te has dado aires de gran señor, como es vicio en ti, y has convidado hasta a los brujos y las cocineras reales.

Mas para Chac Xib Chac la ocasión era propicia a su propio lucimiento, para ostentar su vajilla nueva y convencer a sus invitados de que la cocina de Chichén Itzá era la mejor de todas. Además, había hecho desyerbar el descampado de la pirámide de Kukulcán y los alrededores de otros insignes edificios, sin olvidar, por supuesto, la Cancha de Pelota. También desbrozó el campo donde descansan los falos gigantes, los que hizo limpiar minuciosamente.

–No me negarás, Águila Divina –pontificaba Chac Xib Chac mientras bebía a sorbos de su copa de balché– que gracias a nuestra gloriosa Triple Alianza hemos gozado de doscientos años de paz, y nadie se ha atrevido a invadir a nuestras ciudades.

–No, Chac Xib Chac –le respondió su consejero áulico–, no me vengas con eso: nos han atacado fuerzas extranjeras algunas veces. Todavía el año pasado intentaron asaltar Uxmal.

–Sí, no puedo negarlo –defendió el rey su postura–, pero en todos los casos los atacantes fueron rechazados por nuestras fuerzas unidas –y añadió con cierto timbre de orgullo–. Se respira armonía entre nuestros reinos.

Águila Divina, viejo sabio y prudente, un tanto socarrón, se metió un puñado de tabaco en la boca y, mientras lo masticaba, comentó:

–Bueno, tanto como armonía… Yo diría que hay una tolerancia mutua entre vosotros, por lo menos en lo que toca al rey de Mayapán, a quien no miran con buenos ojos ni tú ni el rey de Uxmal.

–Hunac Kel no es de fiar, Águila Divina –replicó Chạc Xib Chac–. Me ha jugado algunas malas pasadas, y hoy mismo, si yo lo decidiera, podríamos expulsarlo de la Confederación; pero imagínate, hombre, el escándalo que provocaría tal medida. En seguida nos debilitaríamos ante los ojos de nuestros enemigos y acaso perdamos el respeto del pueblo.

–Dirás el miedo del pueblo, que no el respeto.

–Bueno, llámale como quieras. No, no es conveniente por ahora expulsar a Hunac Kel; además, el hijo de puta tomaría represalias contra nosotros y de seguro establecería enseguida alianzas con los extranjeros indeseables.

–Sí que lo haría –dijo Águila Divina sin dejar de masticar su tabaco–. Desde luego que lo haría. El hombre es intrépido, no se amilana ante nada y te resultaría harto peligroso echártelo de enemigo.

Chac Xib Chac aparentó prudencia:

–Preferimos ignorar los problemas que nos causa –expresó, después de apurar su copa de balché–, los que, a decir verdad, no nos afectan en lo medular, que enemistarnos de él. Que los dioses le den el castigo que merece por sus atrevimientos. Sólo así nos libraríamos de su molesta presencia.

–Tendría que morir de manera violenta: quizás en un combate contra alguno de tus capitanes. También podrías tenderle una trampa en la selva, donde suele acudir de cacería, a veces sin escolta.

–No, no –protestó Chac Xib Chac–; eso sería demasiado riesgoso. Ya te he dicho que prefiero encomendar su castigo a los dioses. Quizás Ah Puch se encargue de él.

Águila Divina entendía del temor que Hunac Kel despertaba en Chac Xib Chac y mudó el espíritu de la conversación:

–Lo que sí se puede asegurar es que por ahora Hunac Kel no cuenta con un heredero para el trono de Mayapán –hizo notar el consejero– pues, aunque ha tenido muchas mujeres y muchos hijos dispersos ahí, nunca se casó y ninguno de ellos, por ser hijos naturales, puede aspirar al trono.

–No tienen ningún derecho a sentarse en él; lo dicta la ley –sonrió con malicia el rey–, y nuestra será Mayapán.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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