Eva en el refrigerador

By on enero 21, 2015

EVA EN EL REFRIGERADOR

El sol era una roca hirviente que se había acercado tanto a la ciudad que derretía los anuncios espectaculares y a los transeúntes que, como Agustín, deambulaban por las calles llenas de basura.

Con el ánimo por los suelos, jadeando incluso, Agustín llegó a su casa. Rápido abrió el refrigerador para servirse un vaso de agua helada, y la vio. La mujer desnuda y sonriente le dijo “Hola” al abrir la puerta. Agustín cerró de inmediato.

– “¡Abre, abre! Es incómodo estar acá. Muero de frío”. Agustín abrió lentamente y con excesiva precaución.

– “¿Quién eres?”

– “Abre, que me congelo”

Le tendió la mano para ayudarla a salir. La mujer, con dificultad, quiso ponerse de pie.

– “Estoy entumida. Mis piernas no me responden”. Se deslizó hacia fuera, recostándose en el piso mientras frotaba sus piernas y muslos, risueña. Agustín igual sonrió al ver la escena, sin comprender por qué en su refri había una mujer escondida.

– “Voy por algo para que puedas cubrirte”

– “No, por favor, no me dejes. Sólo abrázame”. Agustín dudó por un momento, y se inclinó para abrazarla con delicadeza. Ella lo jaló, metiéndose al hueco de su pecho. –“Tengo mucho, mucho frío”. Agustín sudaba por el calor, y el contacto con el helado cuerpo de ella le hizo estremecerse. Comenzó a frotarle los brazos con sus manos, y ella encogió las piernas y se metió completamente al abrazo de quien la liberara. –“Acaríciame, vamos, hazlo. Muero de frío”. La mujer temblaba.

Agustín estiró los brazos para sentir los helados muslos, las piernas, pantorrillas, tobillos y pies. Metió los dedos de sus manos entre los dedos de los pies de ella. La mujer puso la barbilla en el pecho del joven, jaló su cabeza hacia abajo, y buscó sus labios.

Agustín no se contuvo y el beso se hizo largo. Ella temblaba, y al muchacho las gotas de sudor le seguían escurriendo por la frente. Su camisa empapada fue escarchándose por la helada piel de la mujer, cuya lengua se introdujo a su boca, y él bajó más la mano derecha buscándole la vagina.

La mujer abrió las piernas ampliamente, esperando los dedos hurgantes que caminaban sobre su vientre, enredándose en los erizados rizos de ella. Los dedos del hombre se introdujeron con lentitud y ella emitió un pequeño jadeo que creció y se alejó aleteando por la habitación.

La temperatura fue fundiéndose entre ambos cuerpos, rezumando la vida que, afuera, continuaba derritiéndose.

Adán Echeverría

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