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Epílogo

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Letras

LVII

 

EPÍLOGO PARA LEER ANTES DE EMPEZAR EL LIBRO

 ROGER CAMPOS MUNGUÍA

Habría que valorar el epílogo como el inicio para una nueva lectura o relectura, como una estructura interior que propone una motivación para acercarse de nuevo (después de haber terminado la lectura de este o de cualquier otro libro) con otra mirada, tal vez más despierta a lo que no leímos en esa primera y a veces muy poco profunda lectura, a los recovecos por los que nos pasea la autora, guiñándonos el ojo por si nos atrevemos a desviar nuestra atención sobre lo que va mostrándonos en su fabular personal, único e íntimo. Así, tenemos al albañil que desdeña la televisión como alto emblema del entretenimiento y de la “cultura” contemporánea, y que prefiere cansar sus noches en la lectura de un buen libro y después señalar casi como un crítico perfecto: “Este señor sí sabe escribir”, o así lo oímos entre líneas. Y es entonces que hay que recordar aquella frase que se le podría aplicar a este albañil lector, escrita por el semiólogo francés Roland Barthes: “El placer como criterio” o el criterio como placer.

La autora nos va llevando de la mano por paisajes que sólo una pluma bien afinada puede contar y relatar: sentir. Así, nos enteramos de don Nereo y doña Fela, los de la Privada del Sabino “donde por las noches corre el viento con aroma de albahaca y botón de azahar” o de las aventuras de Ríos Mayo, el señor que resguarda la memoria de los papeles y periódicos de Nuevo Laredo: el abc del recuerdo y del pasado. O de Norita la Memoriosa, que cuenta (entre chispa y chisme) los avatares de Nuevo Laredo y sus cines, los soldados made in USA en las noches cabareteras de esos tiempos. Y, entre taza y taza de café y galletas, nos cuenta el tiempo perdido y ganado, el pasado que vemos solo en unos instantes, hace unos instantes sólo. Nos asomamos también al primer taller literario instalado en un Café (lugar ideal para estos menesteres de escritura y chismorreo): la literatura también es chisme en su sentido festivo. Y “entre el vapor de los comales, las tortillas de harina y el aromático grano recién molido del café” se leía y anotaba… y desde luego se criticaba. Y la Fuente del Poeta, iniciativa del fundador de este taller don Eusebio Salas Peralta, fue una de esas ideas imperecederas que quedarán como un poema para un mejor disfrute de avenidas y de calles para los transeúntes de una ciudad. Personajes como Antonio Saravia, el profe Temo “que lleva la música por dentro”, o don Tacho, el plomero que jamás se manchaba: impoluto siempre, de blanco blanco hasta terminar sus quehaceres metálicos, nos cautivan y nos hacen ver la vida de otra manera.

Los “Cafés de Nuevo Laredo” es un tema aparte, como el de todos los Cafés del mundo (íconos de cualquier lugar), sucesos, anécdotas, dichos y dicharachos, chismes y superchismes, café a torrentes y panes y chocolate caliente y más chismes y superchismes: “Un café sin indiscreciones no es café,” dijo un célebre cafetólogo meridano que era el primero en llegar y el último en irse… sin pagar, desde luego. Leemos aquellas cosas ocurridas a Federico Acosta y su biblioteca “en escenográfico desorden”, como deben de ser todas las bibliotecas que se dignen de serlo. Y aparece también, de pronto, un discurso breve, espléndido: sobre andenes, trenes y viajeros ilustres: Cortázar, Fuentes, García Márquez, Kundera, Theroux y un poeta, Amado Nervo, transportado en un vagón de luto, en el post mortem de su gloria y un poeta suicida sobre los rieles de algún tren en Hungría. Y los trenes de las bananeras centroamericanas o los vagones de la muerte de la infamia nazi.

De estas crónicas, un personaje recordable es Chapita. A Chapita lo hacemos nuestro amigo para siempre (aunque no lo hayamos conocido) y vemos su sonrisa, su pulcritud y el aroma del agua de colonia fina que lo delataba frente a cualquiera. Y somos amigos de sus amigos (verdaderos Amigos, con mayúscula), pendientes siempre de su salud dializada, en la vida y en la memoria de quienes lo cuidaron hasta el final de su fructífera existencia: y es que no escribió ningún libro, ni plantó un árbol ni tuvo un hijo: sencillamente fué y se hizo querer y así trascendió y permanecerá para siempre. En otra historia, vemos la risa de Tehua-Cristina que era (nos dice Paloma Bello): “La música de su alma”, y de su silencio, agrego yo. Tehua, la de los jeans apretados, la de los tenis Nike y la de las bolsas Guess, toda una dama de mundo, del mundo.

Otros personajes de ese norte chamuscado por los calores son Marcos Chávez, el “hombre que perseguía al sol para poder prolongar la tarde y con su arte prolongarnos la vida: su vida de paseante de las aceras.» O doña Rosa y su tragedia (casi apocalíptica para ella), abandonada a la buena o a la mala de Dios y de los hombres, de la inconsciencia ultrajante y terrible de la especie humana. En ella (en doña Rosa) nos reflejamos todos: sobre todo los malos. Y hasta ese periodista miserable y pobre periodista, que sin alma alguna (los periodistas frecuentemente son unos desalmados) le pregunta, suponemos, las cosas más incongruentes que “imaginar se pueda uno.” En una miniatura, también nos encontramos con esos “silencios y aires”, escuchados como soupire del Languedoc laredense: –Cala el fresquito ¿no? Y esa respuesta breve que se nos queda en la memoria para siempre: –Cala, no.

Personajes entrañables e inolvidables (el olvido no se ocupará nunca de ellos) nos recuerdan esa parte humana que a veces olvidamos y que todos llevamos adentro. Sólo es cuestión de acariciarnos la piel un poco. Sus historias son historias bien narradas, con la ironía y el humor justo, sin estridencias. Por eso, Paloma Bello es una cronista implacable de lo cotidiano: ve hasta las rendijas que otros no verán nunca ni a un milímetro de distancia: y sabe contar y cantar ese milímetro agrandándolo para darlo a sus lectores, que en Nuevo Laredo ya son muchos. Y esperemos que aquí, en su tierra yucateca, también.

El tema de las aves alcanza un punto cenital en estas crónicas y artículos periodísticos. Aire, canto, pluma y vuelo se dibujan en las páginas coloreadas de pájaros de todas las especies. Y aún más: de personajes-pájaro del cine, la televisión, la publicidad y de los comerciales cotidianos en periódicos, revistas y supermercados, para animar al consumidor a fijarse en los pájaros-emblema en bolsas y latas, cajas y botellas (de plástico), y otros envases de muy distinto material, siempre para consumirse al instante. En la literatura, en la música y en el arte en general, recorremos y vamos recordando (incluso a los que no están), en una especie de fascinación de lo ya leído y visto. Y entre todos estos pájaros, vemos y nos imaginamos hasta a los que alguna vez miramos en alguna revista o reportaje, como el gallito de la peña (pájaro peruano), el ave más hermosa de América latina, del que Paloma Bello debería escribir algún día un gran elogio de esta bellísima especie de color anaranjado a las 6:30 de la tarde, como si fuera en sí misma una puesta de sol viviente y volante.

Un artículo aparte merece el abandono y el adiós a su propio nombre: Guadalupe. ¿Cómo llamarle a Lupita (si así la llamamos y conocimos desde jóvenes): Irma, Elizabeth, madame Bello, Palopita, Laura… o cualquier otro que le inventemos? A veces, el nombre hace o deshace a las personas. Aceptar llamarse Maclovia, Euberta, Tristófora, Malaquita, Cliptemnestra o Apolonia, sería un apocalipsis personal inconfesable. Pero, llamarse Carolina, Helena, Alejandra, Patricia, Silvia, Beatriz… o Paloma, es como estar (o sentirse) en el Paraíso de los nombres, todos los días. Lo otro, sería como tener en uno mismo el Infierno diario.

El artículo “Papá” no me atrevería siquiera a glosarlo: hay que leerlo de pies a cabeza y de arriba hasta abajo: todo. Una y otra vez. Su cadencia y tonos son perfectos, quizás por la emoción con que la cronista lo cuenta todo. Sugiero empezar el libro con este artículo. Lo mismo digo para “Un poco de mar”, prosa exquisita y a la vez prístina y clara: deliciosa. Y así, nos encontramos también con Lorena Canché y sus fabulaciones de la lluvia o de sus leyendas del Mayab, inquietantes y tenebrosas a la vez o cantando en la iglesia el Ave María de Schubert y de una Lorena que daba abrazos “con olor a humo de leña.” A Lorena Canché que hizo feliz a muchos… y a ella misma. Un texto de sabores: tía Petite, flanes de caramelo, un doctor astrónomo y homeópata (no quisiera ni enterarme de sus recetas astronomohomeopáticas ni por medio segundo), Elvia-Shirley con su pelo rubio y sus hoyuelos exquisitos y el acto mágico de voltear un flan sin fisurarlo: debía de quedar con su cúpula de caramelo ámbar, cristalino y oscuro. Lo demás es superstición azucarada. Y la tía Tona: ese es otro cuento. Mejor léalo el lector. Se llama “La repostera de la fascinación.” Y así, vamos disfrutando el libro tomados de la mano de los vientos y disfrutando todos esos vientos: vendaval, siroco, tornado, brisas, brisita, brisote, levante, tramontana, mistral: vientos poéticos. Y no podría dejar de mencionar un artículo que me hace feliz, el dedicado a Gerald Durrell. Y no escribiré sino lo que ya he dicho muchas veces sobre este naturalista irrepetible: “Antes de irnos de este mundo, si no se ha leído a Durrell, es como si no se hubiera vivido”. Sobre todo, la trilogía de Corfú… y todo lo demás también.

No podría decir cuál es mi texto favorito en este hermoso libro: todos son mis favoritos. Desde el Melquiades-albañil en el patio de Paloma Bello, hasta los artículos sobre toda esa mitología de los pájaros (que hasta en las banderas de muchos países aparecen y en la publicidad cotidiana) o de aquellas caricaturas que disfrutamos de niños: la pájarolocomanía o las travesuras del coyote y el correcaminos: la mala sal del coyote y la siempre buenaventuranza del correcaminos.

En la sencillez está la clarificación de gran parte de la realidad. Y estos textos de Paloma Bello son bellos por esa elegancia sencilla y libre: hermosa. Las cosas cotidianas contadas y recreadas con un lenguaje común bien construido y elegante, no exento del buen humor e ironía que salpican aquí y allá estos deliciosos artículos, ahora reunidos en este libro que el lector empezará a tener en su memoria apenas terminada y concluida la lectura. Y después de leer este epílogo (de empezar a leer el libro y terminarlo) ponga el lector el libro frente al espejo y verá como las palabras y la escritura de Paloma Bello se transparentan aún más y nos dejan entrever las realidades verdaderas de Tamaulipas y Yucatán. Entonces, podremos empezar a leerlo nuevamente desde el final (como lo habría hecho Ingmar Bergman, de su película Persona) en espejos yuxtapuestos.

Libro de olores (evocados en “Los olores”), quisiéramos repasarlo una y otra vez, para sentir ese deleite aromático de muchas de sus imaginaciones-recreaciones: de Tamaulipas y Yucatán, Nuevo Laredo y Mérida y seguir disfrutando la exquisitez de su prosa tan medida y tan ufana y presumida de sí misma.

Este libro podría leerse (debería de leerse) de atrás hacia adelante como si fuera la primera vez. Porque volver a leer es regresar al pasado de la lectura, es decir, a lo que ya se leyó, porque todo epílogo nace y se escribe como consecuencia de lo ya disfrutado, como escribió alguna vez el poeta Juan Duch Colell. Y así es, por eso, yo quise adelantarme con este epílogo para decirle al lector de estos textos (antes de que lea este libro), de lo que va a disfrutar (y que yo ya disfruté varias veces) página a página al empezar la lectura de Apuntes desde mi casa, de Paloma Bello.

 

Mérida, Yucatán, junio de 2012

 

FIN.

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