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En el mundo futuro de la bibliofobia

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El cine que vemos

 

Leopoldo Peniche Vallado

 

Farenheit 451. Película inglesa. Dirigida por Francois Truffaut. Intérpretes principales: Julie Christie y Oskar Werner – Coprotagonistas: Cyril Cusack, Anton Difring y Jeremy Spencer.

 

Al paso que vamos, llegará un día en la vida de la humanidad en que la tenencia y lectura de los libros se perseguirá y castigará como hoy se persigue y castiga la posesión y el uso de las drogas enervantes. La cultura tendrá el valor de un estupefaciente y la peligrosidad de un tóxico mortal, incompatible, por lo tanto, con la salud física y mental del hombre.

Dentro de este marco de amargo pesimismo se ha compuesto el argumento de esta película proyectado a un futuro indefinido (¿siglo XXI o siglo XXII o quizá postrimerías del XX?) sobre moldes de ficción cuyo irrealismo puede tan verosímil y realizable como el de las novelas premonitorias de Julio Verne y de H. G. Wells. Todo lo que ocurre en la cinta, como producto de la fantasía del autor, resulta fácil y lógicamente concebible para el espectador de nuestro tiempo, tan curado de espanto en eso de no admitir como verdaderos los absurdos más increíbles y los desequilibrios más monstruosos.

¿Por qué no aceptar la posibilidad de que dentro de x años funcionen en las ciudades ad hoc de entonces, cuerpos de bomberos cuya misión no sea apagar incendios sino descubrir depósitos ocultos de libros para hacer con estos autos de fe –a temperatura Fahrenheit 451– usando bombas lanzallamas y otros ultramodernos artefactos de destrucción inventados por el hombre mismo? Si, como nos muestra la experiencia diaria, la historia se repite –aunque los adustos pensadores y filósofos de nuestro tiempo den a esta frase el valor de un simple desahogo lírico de la Sra. Pardo Bazán o de quién sabe qué literatoide bromista– no podemos ni debemos ver con incredulidad que las aguas de la vida social vuelvan a sus viejos cauces, e inquisidores coetáneos –Torquemadas elevados al cubo– con uniforme de humildes tragahumos atiendan denuncias anónimas depositadas en buzones especiales y procedan a dar rienda suelta a su piromanía libresca, poseídos de la mística del bien humano que ven amenazado por la acción destructiva y funesta del arte, la ciencia y la literatura, condensadas en esos microrganismos empapelados y encuadernados llamados libros, que han alcanzado una difusión digna de mejor causa.

Pero no todo es pesimismo derrotista en los desbordamientos imaginativos del argumentista; en ese mundo bibliófobo del futuro brilla un rayo de esperanza proyectado a la salvación de la cultura humana. Siempre las persecuciones y prohibiciones tenaces producen en el organismo social reacciones de rebeldía: el estado seco da nacimiento al alcoholismo clandestino, y la veda de la mariguana hace que proliferen los plantíos de la hierba en los rincones más recónditos. Así, en este país imaginario de la película, la bibliofobia oficial desató la bibliofilia privada, y un grupo de hombres de buena voluntad, previo consenso, se lanzaron a fundar algo así como un campamento existencialista en el que se retiraron tranquilamente para preservar a la cultura de la pérdida inminente que estaba sufriendo con motivo de la quema de libros. Casa miembro de esta original orden se consagró a aprender de memoria uno o más libros del autor de su predilección, con el fin de estar en condiciones de difundir de viva voz su contenido cuando ya se hubieran convertido en cenizas todas las bibliotecas del mundo. Salvaban así el patrimonio secular de la cultura del hombre, y con él al mundo en vísperas de caer en un caos mil veces más tenebroso que el que pudiera engendrar un estallido de un millón de artefactos nucleares.

Película recomendable por la fantasía constructiva que le da vida, y su acertada realización técnica.

Diario del Sureste. Mérida, 5 de junio de 1967, pp. 3, 7.

[Compilación de José Juan Cervera Fernández]

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