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El Ying, El Yang Y El Tang

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EL YING EL YANG Y EL TANG

En el Instituto de la Mujer, los dos únicos hombres que trabajan son el que limpia los pisos y los baños, y el chofer de la directora. Todos los demás trabajadores son mujeres, en cualquier escala de poder. Están la secretaria, la abogada, las sicólogas, las jefas de departamento, las coordinadoras de enlace, trabajadoras sociales, jefas de grupo, asesoras y la directora.

Cuando mi esposa me denunció por maltrato tuve que verme las de Caín. Desde que ingresé al edificio, sentí que me metía el pie la chica de la recepción, una veinteañera de prominentes tetas y labios mamadores.

Luego me entrevisté con la trabajadora social de pequeños, redondos y respingados pechos, y sin nada de nalgas, pero con unos ojos que arrancaban el aliento. Ella conversaba con la que fuera hasta entonces mi esposa, cuyo semblante se notaba demacrado. En el labio aún conservaba las costras de la batalla, el ojo izquierdo lo llevaba aún morado, y presentaba raspones en la frente y ambos brazos.

Yo tampoco estaba limpio, que digamos: ella me golpeó tantas veces con una madera de dos pulgadas de ancho y medio metro de largo, que perdí el sentido. La mano la tenía destrozada: la había puesto como escudo hasta que ella bajó el madero, me dio en los genitales y, al doblarme, me pegó en la cabeza, quebrándomela y haciendo que me desmayara. No supe cuánto tiempo me golpeó en el suelo –estuve inconsciente– hasta que la madera y los huesos de mi mano se hicieron añicos. Al ver que con nada lograba recobrar el sentido, se asustó y huyó de casa.

Han pasado tres días, llevo la mano enyesada, y me cuesta trabajo limpiarme el culo.

Me encanta aquello de la equidad que pregonan todos de un lado a otro. Todos tienen siempre algo que decir al respecto. Sin embargo esa tarde, en medio de las miradas, las reprimendas y acusaciones de la directora, la sicóloga, la trabajadora social y la abogada, acabé firmando todo lo que quisieron. Le cedí la casa, firmé el divorcio y lo único que obtuve fue el carro, al cual ella le había roto el panorámico y el medallón a pedradas. Hay que saber llevarse.

Luego de firmarlo todo, invité a mi ex a comer para platicar con tranquilidad. La he dejado en la que ahora es su casa, luego de unas pasionales horas de hotel.

Mañana veré a Rebeca, una de las trabajadoras sociales con quien terminamos tomando terapia para lo del divorcio. No es joven. Tiene una hija de ocho años y es divorciada desde hace tres. Me encanta verla usar tacones, las nalgas se le levantan de manera graciosa y disfruto escucharla hablar.

Adán Echeverría

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