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El suplemento cultural

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Remembranza

Recuerdo de una época y otro tiempo

Juan José Caamal Canul

Por diversos motivos, principalmente salud mental, cada determinado tiempo reviso, cambio de lugar, y reacomodo los pocos libros que conforman mi biblioteca. Para el reducido círculo de conocidos y amigos, no es secreto que guardo revistas, muchos recortes de periódicos y pocos libros. Mientras desempeñaba esta actividad, me he topado con un sobre de papel manila en la cual están reunidos un conjunto de suplementos del otrora Novedades de Yucatán.

Entonces, en 1984, tenía quince años y, en mi búsqueda por encontrar alternativas y en cierto modo ampliar mis lecturas –puesto que no disponía de recurso pecuniario alguno para adquirir libros–, me agenciaba el suplemento dominical de los diarios que en ese tiempo llegaban y circulaban en el pueblo y que cada domingo, como un lujo, el abuelo o papá compraban, pues permanecían más tiempo en casa y eso les daba tiempo de hojear primero, y luego leer. El abuelo es quien le dedicaba más tiempo, hasta el martes o miércoles, releyendo los reportajes y editoriales que se publicaban con periodicidad semanal.

En el pueblo se podían adquirir dos medios impresos: uno de ellos, como dije, era el Novedades de Yucatán; por alguna razón se compraba un periódico y otro no, el que no se compraba era el citado Novedades.

Sin embargo, lo que a mí me importaba, por los enfoques e intereses que defendieran en ese allá y en este más acá, eran los suplementos, porque presentaban temas de la historia local, se comentaban libros recién publicados y se publicaban historias en fascículos semanales.

Los escritos con conocimiento de la historia local, revestidos del afán de investigación en el lugar de los hechos y aconteceres, en su mayoría eran redactados con premura, aunque sin escatimar la calidad periodística. Eran, por lo tanto, dirigidos a la divulgación.

Pensemos ahora “idealmente” en la educación de las personas que quizá no tenían otros medios para adquirir conocimientos e información.

Sucede que en el pueblo se avecindaba una dama de edad imprecisa. Doña Maruxa, tal era su apodo, permaneció soltera hasta el fin de sus días. Habitaba una de las casas que tiene –porque permanece en pie todavía– un diseño moderno: jardín, terraza, cochera, amplios ventanales, áreas interiores específicamente determinados. Las demás construcciones o casa habitación, tanto antiguas como recientes, eran, he oído decir y valga el símil, cajas de zapato.

Los sábados por las noches, mi madre, mi hermana y yo salíamos a “dar la vuelta” al parque. Bien dicho, íbamos a la Plaza Principal. Casi siempre escogíamos uno de los puntos más frecuentados y animados frente al cinema.

Ese espacio, que de común acuerdo denominábamos “La Avenida”, era una acera o camellón amplio, con dos andadores a los costados, con bancas de granito, con lámparas de luz blanca en la parte central, y algunos árboles de ornato como casuarinas, laureles de la india y lluvias de oro.

Al centro de este paseo, un busto de Felipe Carrillo Puerto, de piedra cuyo nombre desconocíamos en ese entonces; luego supimos que es tezontle, piedra volcánica. Aquel busto miraba de frente al cinema, como en espera de que alguien realizara la película de su vida, recreando alguno de los muchos hechos significativos que conformaron su biografía y son leyenda e historia del gran luchador social.

El arte escultórico tiene en sí muchos significados: la postura, la mirada, los objetos que porta en las manos o a los pies, incluso la orientación. “Yaax ich” no mira hacia Motul, no mira hacia Mérida, o hacia Chichén, sino hacia el cinema, hacia esa ventana que también fue nuestra para mirar al mundo.

Los que a lo largo de la avenida se reunían, consumían el antojo más popular en el pueblo –en cualquier pueblo, en ese y este tiempo–: pepitas (semillas de calabaza, tostadas al comal y saladas) y cacahuates. Ahí se encontraban madres, abuelas y nietos.

Esta dama, Maruxa, hacía varios recorridos de ida y vuelta, por lo menos cincuenta veces. En las manos unas veces llevaba una bandeja redonda de metal, otras un aparador cuadrado pequeño de cristal, como una pecera, en la cual acomodaba gelatinas de diverso colorido y, supongo, sabores ­–enseguida sabrán el porqué del supongo–, además de flanes.

Como cualquier niño, se imponía el antojo y, en consecuencia, la petición a mi madre. Ella me rebatía el deseo, argumentando razones de higiene y calidad del producto, aunque en el fondo quizá (seguramente) yacía la razón verdadera, la financiera. Así, poco a poco me iba minimizado el deseo de consumirlo. Finalmente, cancelaba el tema con la promesa, siempre cumplida, de que haría uno o lo otro en casa.

La dama pasaba, se detenía, platicaba y retomaba su andar. Casi todas las semanas decía: “Qué grandessss están tuuuuus niñossssss. ¿Cómo se llamaaaannnn?” Siempre me pareció una extraña forma de hablar. Preguntaba por nuestra abuela paterna, o de tal o cual persona que fuera de vecindad, amistad o familiaridad común.

Se expresaba como he escrito líneas arriba, de una manera pausada, arrastrando las palabras. “Gelatinaaaaaass, flaneeeess,” pregonaba, no a voz de cuello, viva voz o grito pelado, sino que lo decía en voz baja, perfectamente audible.

Supongo que en ese detenerse y referirse a mi madre ­–“Holaaaaa, Reginaaaa” ­– y vernos junto a ella fue como me identificó. No fui un total desconocido cuando me presenté ante ella.

Cierto día, acudí con el agente o corresponsal del periódico en comento, imaginando tal vez que guardaba o almacenaba los periódicos que no se vendían. Don Pablo me dijo, con toda la cortesía y amabilidad del mundo, que los periódicos que no se vendían se devolvían a Mérida, que por qué no iba con doña Maruxa, podría ser que ella los guardase. Por alguna razón, me confió y reorientó hacia aquella dama.

Con ímpetu adolescente, me acerqué a la casa. Recuerdo que fue algo que hice por mí mismo, después de los saludos, porque una de las características de los que han vivido en un pueblo son las fórmulas de cortesía. Le pregunté si me vendía los periódicos pasados, si es que los tenía. Me preguntó: “¿Vas a hacer piñataaaaaasss?” “No, son para que yo lea,” dije de manera seca y directa. Me respondió en seguida: “Llévate esos y los revisas.”

Cargué con cinco kilos de periódicos pasados que tenía en un rincón de su sala y me los llevé a casa, para seleccionar los suplementos dominicales que pudiese encontrar.

El martes o miércoles siguiente, le regresé las demás secciones. A la siguiente semana, volví a requerirle si no tenía algunos más.

– “¿De verasssss no estás haciendo piñatasssssssss?” insistió.

Finalmente me sinceré: “Es que busco los suplementos para leer.”

– “Aaaaaaah, bueno. Si quieressss, ven los domingos por las tardessssss a buscarlos, yo no los leo.”

Así que todos los domingos, a la tres o cuatro de la tarde, hacía un viaje hasta la casa de la dama para ir por ellos. Iba por una calle alterna a la calle principal, “hal pach”, como se dice en el argot campesino.

Me pregunto cuántos suplementos habrán sido en total, hoy solo conservo cuarenta, cuando recuerdo que por lo menos acudí casi un año por ellos, hasta que me ausenté del pueblo. Aun así, una vez los juntó y se los llevó a mi madre: “Como dejoooooó de ir, pues se los traigo,” explicó. “Gracias, doña Maruxa,” respondo en el tiempo.

A Doña Maruxa la trajeron sus familiares por cuestiones de salud a Mérida. Más no supe luego de ella. Ahora, al revisar estos suplementos con el papel amarillento, viejos, me llega la nostalgia de ese tiempo y me envuelve un sentimiento y una resolución: no deshacerme de ellos y conservarlos hasta donde sea posible. Por supuesto, incluyo un homenaje a la memoria de doña Maruxa.

Esta es la anécdota.

Ahora, permítanme recalcar que los suplementos culturales, como he mencionado, fueron la guía de mis primeras lecturas. Otras fueron las revistas, pero eso entra en otra historia. Precisamente los suplementos, entre otras razones, tenían como finalidad ser aperitivos, abriendo el camino hacia la lectura en forma constante y sostenida.

Me hace sonreír la incertidumbre de algunas personas adultas y jóvenes cuando comentan: “¿Qué puedo leer? ¿Por qué autor o título empezar?” Algunos, considero, no tuvimos esa incertidumbre, porque leyendo los periódicos y, por extensión los suplementos, encontramos la veta de una gran mina.

Hoy, ya casi o para siempre, han desaparecido las secciones y los suplementos culturales de los periódicos. Una vez lo señaló Víctor Roura, ex director de la extinta sección cultural de “El Financiero”. Palabras más, palabras menos, dijo que “en tiempos de crisis, lo primero que desaparece es la lectura y la cultura en sus más diversas manifestaciones.”

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