El Sobreviviente de Montejo

By on mayo 22, 2015

imagen1

Aunque camine por el valle de sombra de la muerte no temeré daño alguno, porque tú estás conmigo.

Salmo XXIII de David

Yo en cada noche moría para despertar triunfante cada nueva mañana. No obstante, eran malos tiempos en que vivir. Sólo la temprana luna sabía lo que esconden los viejos ramones del Paseo Montejo debajo de las luces ambarinas. En ese póstumo atardecer, mis sentidos primarios notaron que la siempre airosa avenida se declaraba desierta. ¿Sería porque la gente esperaba a que el bochorno insoportable del día menguara para después salir a pasear? Mirando al tiempo inmóvil, me sentí frustrado en mi empeño, al ver que todo lo demás permanecía inerte.

Y así, sin personas que quisieran dejarse ver por las calles, no existían negocios abiertos, ni automóviles transitando. El viciado ambiente había alcanzado tal pesadez que no permitía que nada se moviese. Los nuevos faroles del alumbrado público languidecían, incapaces de proyectar silueta alguna en las fachadas del lado oriental de la avenida. Algunas veces yo detenía el resuello tratando de descubrir mi propia sombra, y una visión funesta me sujetaba y lo impedía. Era como cosa del diablo.

Pero, ¿quién soy yo entonces? ¿Soy la misma persona que pregunta, o la que debe responder? ¿O soy la que sabe, conoce y cuida de ambas? En ese atardecer no sentía ser el mismo, a pesar de ser el único. Peor aún, ¿puede alguien ser continuamente el mismo, o lo es una y otra vez de manera consecutiva, a una velocidad tal que produce la ilusión de una estructura continua, como en el cine?

Concluyo aquí mi digresión.

Debo regresar de nuevo al final del Paseo, a recomenzar mi itinerario para llegar a la rotonda que, a mitad de la avenida, mira hacia afuera, hacia los suburbios del norte, al futuro, y le da la espalda al pasado, al Centro Histórico. Vuelvo a mirar de cerca la piedra. No me imaginé jamás que tanta laja, tiznada por el tiempo, haya tenido la intención de obstruir el tránsito de los vehículos que a diario la circundan con intensidad insospechada y en mayor número que en 1950, año en que el monumento fue ideado como el más grande e ilustre atractivo de nuestra muy noble y leal ciudad.

Había llegado allí caminando, y tuve necesidad de revertir mi itinerario. Así que tengo que regresarme diez cuadras hacia el sur, tramos de ciento cincuenta metros de largo son en Mérida, para llegar a un altar insólito que debió haber estado allí hace cuatrocientos años: las imágenes de los Montejo, padre e hijo, bizarros fundadores de la ciudad adelantados a su tiempo. El Paseo en este punto se estrecha: la doble vialidad se hace más angosta; las casas a partir de ese sitio ya no tienen frente y enseñan insolentes sus traseros muros. La majestad y gloria de la vía apia se detiene ahí abruptamente. Las fachadas de la acera sur de la cuarentinueve reprimieron de sopetón, en 1965, el ambicioso proyecto urbano según nos cuenta la sección del Diario “La ciudad hace cincuenta años”. De ahí en adelante no se llega a ninguna parte.

La fuerza de los instintos vitales del ser humano puede suponerse como una constante. Sin embargo, los factores naturales apenas pueden explicar la propensión a la muerte en un individuo, o en un grupo de estos. Amar a la muerte representa una psicología patológica; el instinto a la vida es la potencialidad primaria del hombre, y se desarrolla cuando existen las condiciones apropiadas, como una semilla que germina si concurre el ambiente adecuado de humedad, temperatura, etc. Si no subsiste tal entorno, aparecen tendencias que inclinan al hombre hacia la muerte y dominan su persona. De tal suerte, la necrofilia puede apoderarse de los habitantes de una ciudad unidos en creencias regresivas y arcaicas comunes que impiden su desarrollo.

Supongamos que el corazón de la ciudad, constituido de viejas casas, tuviese un mal aspecto, edificaciones tan añejas que de una en una se estén cayendo a pedazos. En realidad, es mi solar patrio, es mi lugar, es donde vuelvo cada año a revisar sus fachadas, yendo de un lado a otro en un intento de rescatarlas del abandono, y debo darme varias vueltas para, al final, regresar frustrado a casa. Si mis fantasías lograran trascender un ápice en el ánimo de los emeritenses, en la Plaza Grande podría merecer un estruendoso homenaje por mi hazaña.

Tengo cincuenta años más y la ciudad ha envejecido conmigo varias generaciones; los que vivieron aquí en los años cincuenta han muerto o están más decrépitos que yo. Ya nadie parece entender el castellano que se hablaba entonces, ni la maya: hoy intentan aprender el inglés; los urbanistas de ahora, para entenderme, tendrán que traducir con especial detenimiento mis notas. Habita ahora aquí una raza que puede considerarse extraña, y que pretende ser superior a lo que fue la nuestra. Y colijo lo que harían conmigo, decano ejemplar de rara procedencia, si acaso me dejase atrapar: sería consignado al zoo del Parque Centenario.

Una vieja fábula afirma que para ahuyentar al diablo es necesario, primero, pintarlo, para luego maldecir su imagen en la pared; tan horrible que es el maligno, al ver su figura en el muro, huiría pues le teme a su propia estampa. No me cabe duda que la historia se repite, que es circular y regresa siempre a lo mismo, como un disco rayado (artefacto utilizado en el siglo XX para reproducir música).

Mas hoy, en un contexto milagroso, el camino a la gloria se ha abierto de nuevo a todo el pueblo. Las trompetas de Josué y los gritos estridentes de la gente buena, la mayoría silenciosa, han derrumbado las murallas de Jericó emplazadas en la cuarentinueve. La picota ha llegado mucho más adelante, a las calles que hoy atraviesan el Paseo Montejo: la cincuentiuno, la cincuentitrés, la cincuenticinco, hasta el pequeño jardín de la sesenticinco, sitio donde el Paseo Montejo rodea y enmarca el antiguo Palacio de Correos, hasta concurrir en la sesentisiete. Se ha demolido por segunda ocasión el mercado Lucas de Gálvez, construido en 1948 de manera inexplicable a mitad de la calle cincuenta y seis, adefesio que, desde entonces, ha mantenido dividida en dos la gran ciudad. Los antiguos portales de granos del lado poniente de Correos y el “Paseo de las Bonitas” constituyen ahora, en su conjunto, el atractivo principal de la ciudad.

Advertido por el miedo, he pintado el diablo y maldecido su imagen, y he logrado que el maligno haya huido de la ciudad, pues tuvo miedo de su propia estampa. De manera inexplicable, he sobrevivido al desastre y regreso a mi hotel en un moderno autobús que cubre la ruta de un tirón desde el Circuito Colonias del sur, franqueando sin obstáculos los mercados de la sesentisiete, para entrar al paseo Montejo.

Me quedaré en Mérida varios días más a gozar de su gastronomía, de su cultura y de su gente en los nuevos sitios de ocio del Paseo Montejo del primer cuadro que permanecen abiertos noche y día, todos los días de la semana. Hoteles, posadas, librerías, museos, peñas literarias y de trova, etc., con amplios espacios de aparcamiento, retienen por más tiempo al turismo nacional y extranjero, gozando a cielo abierto de la hermosa avenida que ha duplicado su longitud. Además, la economía del centro de la ciudad se ha recuperado, y el tránsito de vehículos y peatones se ha hecho posible, para beneficio social e interés público. Ya no existirán jamás “las dos Méridas”: el sur de súbito se ha unido al progreso que siempre ha tenido el norte de nuestra fenomenal metrópoli.

Cuando desperté la campaña electoral ya estaba ahí.

Hoy se han propuesto homenajear al exgobernador, Armagedón Patraña, y a la expresidenta municipal, Apocalipta Saurio, et al, por sus esfuerzos para enfrentar a las fuerzas del mal que detenían el progreso de la ciudad.

Aunque Mérida se haya reinventado con cincuenta años de retraso, más vale tarde que nunca.

Enrique Solís Márquez

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.