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El rescate de Diana

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Letras

XXXIX

Vi desde mi ventana cómo se llevaron a Diana. Los dioses ahogaron mis gritos con la mano de un hombre sobre mis labios. Peregrinas ausentes de un pueblo sin soldados, éramos ofrendas robadas para los templos de nuevos dioses. Viajeras temerosas en el aliento de la noche. Tu respirar es mi dios y sigo tus pasos.

Llanto y gritos iluminaban el camino. La luna se ocultó en el otro lado del mundo para no ser cómplice del rapto. Yo escuchaba atenta, buscando tus sollozos.

Le pedía a Atenea, a nombre de mis abuelos, que supieras que no te abandonaba. Busqué entre mis ropas un arma, segura de que Minerva me la proporcionaría para luchar por ti hasta la muerte. Pero mis ropas no guardaban armas, tan sólo el coraje de entregar mi vida antes que perderte.

Confundí los caminos y los mares, los días y las noches. Confundí tus ojos entre las miradas castañas que atravesaba mi horizonte. Creí ver tu pelo perfumado de oro entre las mujeres que dormían.

Amaneció y vi mil rostros de mármol. Nos fundimos en un coro de lamentaciones. Lloré por mí, inútil guerrero del sexo débil.

Afrodita, que me dio tus senos y el cauce de tus ríos, que bendijo el lecho donde nos hicimos mujeres, que aspiró el aliento de nuestras bocas y lo hizo brisa, no vino a rescatarnos.

Fue Minerva quien con una espada de luz iluminó el grupo donde ocultabas tus miedos. Todas lloraban por sus hombres, yo sé que tu llanto era por mí.

Repartieron las mujeres y las más fuertes se fueron primero; las bonitas le siguieron con sus labios carnosos temblando. Sé que Afrodita, oyendo mis ruegos, te había hecho un encanto y por eso de estar con las más hermosas te había salvado.

Así llegué a tus brazos y te oculté entre mis pechos, dispuesta a defenderte de los faunos. Para llevarte se necesitaron diez hombres, para llevarme fue uno solo, a quien seguí con la esperanza de verte.

Expulsé de mi vientre sus diez orgasmos. Mi cuerpo ya no era ni mío, ni tuyo, su dolor me era ajeno. Mi pensamiento estaba contigo, te limpiaba el sudor y las lágrimas, te decía que eras una diosa para que olvidaras al fauno que navegaba por tus mares.

En los días de calma y de noches tormentosas, las mujeres vivíamos encerradas. Por la ventana veía a los hombres que llevaban leña y víveres a sus casas. Yo me negaba a comer, a atizar el fuego, y dormía de pie, arrullada por tus recuerdos.

Las primeras mujeres salieron atadas de sus chozas; después, algunas ya marchaban libres. Yo seguía en la cueva del fauno. Entonces comencé a poner leña en el fuego, a comer cuando él me veía. Habló y pensé que era una promesa en su lengua. Pensé que pronto saldría a buscarte.

Recorríamos la aldea y con los ojos saludaba a mis paisanas. Nuestras manos atadas hablaban de nuestra resistencia.

Entregué mi cuerpo a la bestia, fui dócil a su mando para seguir saliendo. Nunca cruzaste por mi camino. Una mujer me señaló la casa donde vivías e imaginé que sufrías un suplicio. Decidí ir a rescatarte para huir contigo hacia el monte, hasta encontrar la ruta de regreso a nuestra tierra.

En mis noches en vela recorrí el camino hasta tu casa en mi mente, donde aparecías con los brazos abiertos repitiendo mi nombre. Extrañaba el olor de tu cuerpo, el sabor de tus pezones, las sensaciones en las yemas de mis dedos.

Una noche tomé su puñal cuando dormía profundamente. Sabía que era el momento indicado porque esa mañana entró por la ventana un pájaro amarillo, la señal que esperaba para partir. Pensando en ti, hundí el puñal en su pecho. No lo vi morir, salí a la oscuridad envuelta en su capa.

Me escabullí entre las chozas, ocultándome de la guardia, Decidida y emocionada, llegué hasta la puerta de tu casa. Me asomé por la ventana y te encontré arrodillada junto al lecho del fauno. Sentías mi aliento y volteaste sorprendida. Nunca te amé más y estaba segura también de tu amor, así que confundí las señas que me hacías para que me alejara. Abriste la puerta y entré presurosa. De la pared colgaba una espada y la desenfundé para matar al fauno, pero detuviste mi brazo y pediste que tocara tu vientre.

No pude contarte finalmente nuestra historia. Ahora voy corriendo en el monte tratando de escapar del dolor que siento en la palma de mis manos. Voy huyendo sola, mientras tú velas el sueño de tu nuevo marido. A lo lejos estoy escuchando el aullar de los lobos.

Patricia Gorostieta

Continuará la próxima semana…

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