La sublevación del Brujo Jacinto Canek
XIII
EL PIRÁTICO HIJO DE DIOS
-¿Cómo te llamas? -me dijo.
-¿Yo? Soy hereje. Voy a lavarme. Me vas a bautizar. Voy a cambiar mi nombre, éste de Martínez. Dios Padre, Dios hijo, Dios Espíritu Santo, es mi nombre.
Libro del Chilam Balam de Chumayel.
Y llegará el tiempo en que baje el tributo (en que lleguen a cobrarlo). Cuando lo hayan pagado, levantará a sus guerreros el Gran Padre. No creáis que desperdiciada será para vosotros esta guerra. Con ella viene la redención del pueblo por Jesucristo, el guardián de nuestras almas. Y así como en la tierra así recibirá también vuestras almas en su Santo Cielo el verdadero Dios. Amén.
Palabras de Antonio Martínez y Saúl, Libro de Chilam Balam de Chumayel.
I
UNA MEMORIA DE PIRATAS EN AMERICA
El índice de piratas que aterrorizaron las costas y los mares de América (y de Yucatán en particular) en los siglos XVI, XVII y XVIII es excesivo; el saldo de homicidios, conturbador. Violaron, saquearon, asesinaron con impunidad asombrosa. Fundaron un infierno sobre las aguas y sobre las abatidas playas del Mar Caribe y del Golfo de México. Los documentados tratados del asunto fijan la Isla de la Tortuga y Jamaica como los núcleos de la acción bucanera de esos siglos gastados en oprobios. Nos interesa particularmente la primera, transmutada, de un perdido punto caribeño empleado como depósito de pieles y carne salada para vender a hambrientas tripulaciones españolas, en una poderosa base corsaria gobernada por un noble francés. La Isla de la Tortuga se constituyó así en un venturoso resguardo atiborrado de nombres de piratas que fueron alternando su funesta celebridad por los mares de América.
LOS DESLUMBRANTES MALHECHORES
Preciso nombrar, entre esos deslumbrantes malhechores, a Hawkins, a Drake y Morgan, a Mansvelt, a Bartolomé Portugués, al atroz Olonés y a Barbillas. Eran todos hombres siniestros, duchos en la persecución y saqueo de barcos de alto bordo y en el asalto de poblaciones costeras. Desalmados en la lucha, los piratas se manejaban, sin embargo, por un rígido código de honor. Mostraban señalada preocupación por la suerte de sus camaradas mutilados en compaña. El padre Labat (quien encuentra piadosos a los piratas con la iglesia) ha revelado las compensaciones asignadas a los bucaneros por sus mutilaciones: una pierna o un brazo arrancados: seiscientos escudos; el pulgar, el índice de la derecha y un ojo: trescientos; cien escudos para cada uno de los otros dedos.
En el alto mar, el abordaje precisaba la insensibilidad. Todo pirata era hijo del demonio y la indulgencia le estaba vedada. Muchas veces, aburridos de navegar sin divisar embarcaciones, resolvían el ataque a las costas. Favorecían la invasión nocturna o por la madrugada, cuando todos dormían. Al sigilo de la ocupación proseguía la impiedad de la embestida, el saqueo de los comercios, la violación de las mujeres, el secuestro de los acaudalados. Por éstos exigían rescates exorbitantes.
Una caterva de mercaderes, jugadores tramposos, taberneros y prostitutas aguardaban con ansiedad el retorno de los facinerosos a la Isla de la Tortuga. Ocurría entonces el desvalijamiento (a través del consumo ilimitado de bebidas espirituosas, de los juegos de naipes, del comercio carnal) de los súbitamente enriquecidos asaltantes. Otros filibusteros dilapidaban su parte del botín de diferente manera. Recojo el relato de aquel bucanero dueño de una abyecta felicidad que se instaló con un tonel de vino en medio de la calle. A punta de pistola obligó a los transeúntes a compartir su borrachera.
LA ENCOMIABLE DESHONRA DE WILLIAM PARKER
Hacia mediados del siglo XVI merodeaban (sin atacar) las costas de Yucatán dos piratas ilustres: John Hawkins y Sir Francis Drake. Por fines de esa misma centuria advendrá su compatriota William Parker (Guillermo Parque para los españoles). Parece que ha llegado en son de paz y se satisface con bordear mansamente la costa de Campeche. Trae un barco de alto bordo, un patache y un lanchón. Pero el bucanero inglés es hombre sagaz: obtiene contactos importantes con un residente del lugar llamado Juan Venturate que lo conduce a un desembarco silencioso por una ruta clandestina. Después, todo fue una noche de perros: los hombres de Parker saquearon la población, esparcieron desordenados incendios por todas partes y lograron reunir su gorda cuota de vecinos destripados.
Sin embargo, el acumulado coraje de los invadidos rechazó finalmente aquella despreciable presencia bucanera: con el providencial auxilio de refuerzos militares repelieron a los atacantes: los despojaron de lo robado y los devolvieron al mar. Vanamente mantuvo Parker (fondeado a discreta distancia) esperanzas de regresar y recuperar el botín. Al fin, hastiado, desapareció con su muchedumbre de apaleados maleantes después de una vigilia de diez y siete días. Falta saber la suerte del traidor Venturate a quien ejecutaron en forma asaz bárbara: dos pardos inmensos aferrados a tenazas espeluznantes se alternaron en la hórrida tarea de arrancarle la carne a pedazos.
OTROS BUCANEROS ILUSTRES
Otros desalmados proseguirán las homicidas huellas de Parker: arribará a las costas de Campeche una novedosa estirpe de bucanero: el americano Diego el Mulato, nativo de La Habana, cuya madre agotaba su vejez en la isla. Ahí la visitará Thomas Gage por instrucciones del vástago rebelde. Con Diego el Mulato surge Pie de Palo, cuyo verdadero nombre es Cornelio Jol, de oriundez holandesa. El destino de Pie de palo será perecer en un naufragio frente a las playas de Cuba. No hay que omitir al sofisticado corsario Jacobo Jackson (que ensaya una presencia real, la del Conde de Santa Catalina) al mando de una formidable escotilla de trece navíos de alto bordo y de mil quinientos hombres intachablemente pertrechados. Una enconada tormenta cubana deshace aquella escuadra erizada de cañones y las vidas de sus mil quinientos tripulantes. Del bucanero galés Sir Henry Morgan, burgués metido a pirata, azote de las costas centroamericanas, una crónica (aducida por Pérez Martínez) señala: “Sir Henry Morgan fue el segundo de los grandes Maestros Ladrones y gran pirata que Inglaterra ennobleció… Murió en 1688 sin ningún amigo cerca de él, salvo Satán de quien fue emisario de primer orden”
RETRATO DE UN BORRACHO BRUTAL
No se puede llevar un registro puntual de los filibusteros en América sin memorar la figura de Rock Brasiliano (cuyo sobrenombre acaso despierte marcadas analogías con los de algunos de esos deplorables pop singers de nuestro tiempo), pirata bestial, especialmente con los españoles a los que solía asar vivos por motivos triviales. Era un borracho brutal que corría por las calles acuchillando gente. Un retrato lo determina henchido de crueldad: casi leonina la nariz, los ojos impiadosos, los abultados belfos coronados por un bigote nauseabundo. El insolente sable de abordaje en la mano derecha. El fondo del cuadro convalida la ferocidad de la efigie: lo contaminan turbias y malvadas hogueras, humo, muerte; unos caballos satánicos ensayan carreras sobre los cadáveres de las víctimas.
LA EXTRAÑA MUTACION DE CHEVALIER
Roberto Chevalier: he aquí un chap inglés oloroso a lavanda que se hace pirata para vengar antiguas indignidades étnicas y religiosas padecidas por sus compatriotas. Su destino lo preside un desenlace dichoso pocas veces previsto en las extenuadas vidas de los filibusteros. Por 1667, cuando su fama todavía esplende, Chevalier defecciona de esa conducta execrable. Reaparecerá (ese mismo año) bajo diferentes circunstancias. Prevenido con la seguridad de un flamante nombre español (el de Alberto Caballero, casi una transcripción literal de su nombre de pila) se desposará con la hija del sargento mayor de la villa de Campeche. Ese corsario converso tuvo muchos hijos, muchos cargos y mucha fama de hombre decente entre sus indulgentes (o desmemoriados) contemporáneos. Desempeñó con notable celo castellano el oficio de artillero del Castillo de San Benito en la ciudad de Mérida, puesto que le confirió el rey de España. Consagró la dilatada vigilia de su ancianidad a reedificar el arrumbado recuerdo de su vida pirática, hasta su tranquila muerte el 11 de octubre de 1716, en Mérida.
UN HOMBRE POBLADO DE INIQUIDADES
Procedo con el Olonés, cuyas expectantes víctimas resolvían el suicidio antes de caer en sus despiadadas manos. Su astucia le simplificó la fuga de múltiples calabozos españoles. Regresaba siempre por venganza. Los relatos de su conducta depravada son incontables. Un retrato lo representa renovado en su ferocidad: la mirada yerma de compasión, vulgar la nariz, oprimidos los labios que rubrican un bigotillo falaz; el sable en la diestra pronto a la acción homicida. Existe un grabado que registra Pérez Martínez (confieso no haber tenido ocasión de examinarlo) publicado en The Buccaneers of America, obra de Esquemeling, que propone la horrible visión del Olonés con sus hombres en la abominable tarea de obligar a un prisionero a ingerir el corazón del compañero recién desollado.
A tanta saña perpetrada por ese satánico corsario tenía que corresponder una muerte de equivalente horror: el Olonés acabó sus días devorado por los indios antropófagos del Darién.
EL CABALLERO Y EL RUSTICO
Una perversa pareja reclama su trozo de perennidad en la fatigada historia pirática de la Península de Yucatán: Van Horn y el Caballero Grammont, holandés el primero, francés (de París) el otro. Van Horn es un traidor a su patria contra la que ha combatido. Este insigne perjuro ha sido marino antes de tornarse pirata. Es bronco e insustancial. El Caballero Grammont es lo opuesto de Van Horn: lo denota su traza gentil y su remarcada elegancia; su conversación es ática y despejada. Lo consolida, en fin, ese preclaro cúmulo de impecabilidades que suele atribuirse a la hidalguía. Anduvieron juntos muchos años dando horror a las playas americanas. Una postergada venganza provocó un día la muerte de Van Horn a manos del corsario Lorencillo, un holandés monumental recolector de homicidios y pletórico de odios, cuya infalible puntería con la pistola y con el cañón asombró a los punteros filibusteros de su tiempo. Para no refutar su fama de hombre civilizado, el Caballero Grammont minimizó el incidente fatal y determinó aliarse con el asesino de su amigo. Asociados en torno a aquella culpa, Grammont y Lorencillo prosiguieron asolando las costas americanas, acrecentando su saldo de homicidios y sus fortunas. La historia bucanera explica que Lorencillo recibió por ese tiempo un despacho del gobierno de Francia nombrándolo teniente del Sur de Santo Domingo. Mudado en deslucido burócrata, acabó por abjurar de la piratería. Grammont, caballero hasta el fin, se esfuma graciosamente.
LOS POSTREROS PIRATAS
El Siglo de las Luces contempla la paulatina extinción de la piratería en las costas de Yucatán. Por 1708 un ignominioso corsario apodado Barbillas se complace en arrasar esas resignadas playas peninsulares. Se le describe fornido y ambicioso. De su rostro cuadrado derivan, inútiles, los dilatados bigotes que se elevan tranquilos.
Queda, por último, la mención de un oscuro pirata de rostro como la luna, quien, en excepcional y descoyuntada simbiosis, equilibró con relativo suceso las protervas labores bucaneras con el sublime ejercicio de la divinidad.
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…