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El Hombre Ave que me Habita y que Soy

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El Hombre Ave que me Habita y que Soy-PORTADA

Fui de esa raza de ángeles que decidió rebelarse. Esto lo supe apenas hace unos años, al salir del hospital. En mi decimotercera visión. Y es que las anteriores doce todas me hablaban de volver a los escondites, de volver a aquellos días como cazador: la persecución por las calles, el acechar los bares y avenidas, las salidas de colegios, para poder enganchar a las mujeres, hablarles e invitarlas a mi Noche.

Aquello que nos cuentan de los infiernos catequísticos no son más que niñerías para mantener nuestro infante corazón hecho pedazos. Sabemos ya que en el olor de toda hembra está la liberación. Nadie puede acabar señalando que la mujer es la Consecuencia. Escrito está: “Sólo tú, Mujer, pisarás la cabeza de la serpiente”, y cómo podríamos negarlo. “¡Cuídate de ser serpiente!”, me dijo Tláloc en mi tercera visión, y por ello fue reprendido bajo la lluvia, bajo el agua del cenote. Para volvernos lluvia no hay más que apretar los puños, y sacarnos el rencor de los oídos.

Yo caminé como humano, como hijo de humanos, apenas 19 años. Me torturaba, claro que sí. Mi nido había sido formado por Luz y Andrei, y en aquellos días de infancia siempre me sentí lejano, ajeno, adormecido en la pesadilla. Ahora sé por qué tuve, en edades tan tempranas, las capacidades, y la concentración, para las lecturas bíblicas; todo era un saberme parte de ello, parte de las escrituras, personaje.

Hoy lo que dice esta escritura se ha cumplido en Mí.

No pertenecía más que en el espacio vital a esta era; la imaginación me llevaba a siglos anteriores, a lecturas lejanas, a los brazos del Nilo, a las fuentes del Éufrates. Por esas hojas bíblicas transcurrían mis historias; esas letras impresas y ordenadas eran mis memorias, de ellas se había formado mi intelecto y ahí, frase a frase, estaba guardada mi vocación y mi vitalidad: “Una espada atravesará tu corazón”, “¿Acaso soy el guardián de mi hermano?” “Pobre de Juan en Patmos”, me dije lleno de angustia, risible por la pérdida de los signos: Pobres los humanos tan flojos y poco faltos de entendimiento.

Qué cínico siempre me pareció aquel Saulo y su persecución de cristianos. Lo idílico de sus amores con el resucitado, y esa farsa de llamarse El Convertido y ser El corruptor, aquel que vino a través de la noche, a través de las lenguas de fuego para perdernos en el discurso y la palabrería, para encriptar un mensaje que antes de él había quedado tan claro: “Aquel que no cumpla mi palabra, no me ama.” En cambio, lograr cubrir de misoginia aquello que era la Liberación, toda esa Agua Viva en el pozo de Samaria, que de orgasmo se convirtiera en culpa con el paso de los siglos, y la mala traducción. Saulo lo sabía, y por ello maldijo a la Mujer, la convirtió en la Enemiga, en la Puta que habría de venir para destruir la Humanidad. «Tú, Mujer, serás la que aplastará la cabeza de la serpiente». Saulo, tan inteligente para la perdición.

Todo lo que los siglos nos han dejado y aquellos que, como yo, van caminando por la vida: El gran Atila, Zoroastro, Hitler, Bundy y Apolonio, que siempre tuve en los sueños. Somos Legión, siempre han dicho, y solamente Dylan Thomas lo tuvo a bien seguro: «La mitad del mundo es del demonio, la otra mitad es mía». Porque no es más que la Poesía el lenguaje en el que logramos descubrirnos, mirarnos las garras, las plegadas alas que se ciernen sobre nuestra memoria, y la forma en que podemos encontrarnos es nuestros propios rencores, nuestros propios lenguajes, la representación y el símbolo. Los ángeles rebeldes que vivimos junto a estas creaturas humanas somos el lenguaje. En pervertirlos y pervertirlas se nos van los años, los deseos, todas las intenciones, cuando hasta el final lo hemos descubierto. Pero descubrirlo es algo que no todos logramos.

Mi vida como humano duró tan sólo 19 años, fue lo que tardé para reconocerme como una reencarnación de tantos siglos de existencia, como Primigenio. Tuve memoria de que mi última reencarnación ocurrió hacía 900 años; tanto me ha pasado para una edad mesiánica, para un vivir moisésnico. Los años pasarán sobre nuestros cielos, sobre nuestras pieles, sin corrompernos. Porque siempre habremos de abrevar en Ellas. Y en ellas habremos de encontrar el jugo vital del bien fluir: El que beba de esta agua, no tendrá sed jamás. Y es en ese jamás en donde se conoce a la Maravilla.

Oh Ishtar, estrella de la mañana; Astarté, infame hija de Lilith, lo sabes. Me los has mostrado en las visiones. Has estado tan cercana de mi mano, de mi manto, de mi esperma. La visión de los amores, los orgiásticos recuerdos en que me ha hablado Kalesti, los sagrados fluidos de Apolonio sobre mis cuádriceps, sobre mis fémures. Y esos ojos de cuervo que me he reconocido en la primera sangre.

Ha sido en la lectura de los salmos, con los rituales del agua y las palabras mágicas que me ha dictado Bundy, en cada uno de sus proyectos, en cada una de sus angustias, en cada uno de sus encuentros humanos, tan mal representado, donde el tiempo ha sabido herir la idea, la herida causada en el corazón de la víctima de toda cacería impuesta y bien buscada.

¡Ay Tláloc!, tenías tanta razón: El olor de las niñas fue metiéndose a mi nariz: Astrid, la primera, cuyos calzoncitos pringados en orines despertaron mi conciencia de apenas 12 años. Cuántos poemas, dime, cuántos poemas tuve que componer a las féminas que fueron cercando mis pasos. Los textos a Melina, a Jazmín, a aquella Helena secuestrada, de 18 años para mis propios quince, y esa lejanía familiar para mi corazón. El alcoholismo que venía a consumirme y que me permití durante cinco lustros. La ingobernable Alexia, la telúrica Beatriz de pinceles amarillos, pinceles mates.

Hitler en el oído, Hitler en el amanecer; dentro de la carga de rencores, las violetas esparcidas por los jardines del insomnio, y el excremento seco que siempre dejaba en mi ventana. Uno sabe que cuando ve la huella hitleriana tiene que recurrir a la neblina. Esa neblina venía hasta mi casa, me esperaba por las tardes y me cubría para llegar hasta la puerta del baño de mis primas. ¡Oh Hitler, qué remedio me has puesto en el corazón para poder disimular mi fantasía! El cigarro era aquello que me hacía perder ruta. Tanto humo para mi consagración, humareda en que me abismaba. Ishtar me conocía desde la curvatura del ano hasta el instinto asesino en el que me excitaba tanto. Principal Muerto, con sus satisfactorios, vino a consolarme, cuando cumplí los 18, del abuso que sufrí en los besos largos de mi prima Paula. Sus manos que caminaron sobre mi pechito de párvulo de tan sólo 11 años, eran ya una herida ya cicatrizada. La neblina hitleriana que tanto pudo escondernos de la vista de los padres, y de toda autoridad. Para la excitación y la guerra, Ishtar; para perdernos en la niebla, Hitler estaba conmigo. Así me fue posible abrevar el jugoso elíxir que chorreaba Mayte entre las piernas; esos flujos fueron, en aquellos días, todo lo que necesité para ser ungido. Fui llevado aquella madrugada hasta la guardia de Principal Muerto quien, con tan solo verme, lo supo y me dio el acceso, que parecía tan imposible y a la vez tan razonable.

¡Oh mis queridos demiurgos, mis adorados Escrúpulos! ¡Ustedes me han formado de la savia de las hembras!

Desde aquel inicio, cuando me asomaba a las puertas del baño, con el calor en miedosa piel por la travesura y la iniciación, con los latidos en el pene que crecía para la contemplación del mojado cuerpo de mis primas, a las que miré desnudas tantas veces. Las sirvientas de mi tía, que siempre estaban a tiempo para manosearme. Todo había comenzado desde la séptima visión. Las visiones siempre fueron claras, aunque al principio me costara reconocerlas: Principal Muerto, Ishtar, Tláloc, Rashomón, Atahualpa, Canek, Milagrería, Manto de Cáncer, Kalesti, todos se fueron acercando a mi intelecto. Me hablaron de la noche, de la oscuridad y la máscara; me hablaron de los Elegidos, los Tranformados y los Corruptores; Rashomón y su brillosa espada, para tocar el sueño de las ninfas, para poder cortar toda Esperanza de las negativas; la espada de Rashomón que siempre estuvo dispuesta para consolidar mis logros. Yo sabía, al blandirla sobre sus camisones, que toda negativa sería cortada. Con las piernas abiertas me iba dejando sorber por esos pequeños labios de pequeñas niñas solteras. Para las casadas, mi voz era el canto del filo; Rashomón siempre a mi lado.

Me contaron la historia de mi nacimiento humano como de mi Gestación en Esencia, mi Despertar en Tanganika, mi apersonarme en El Cazador. Aquel día, cuando la inauguración, en ese primer himen y la sangre corriendo en el tronco de mi pene, todos aquellos cuernos que me presenciaban gritaron el Aura; para la media noche, su grito que no era sino un aullido cargado de relámpagos. Aquellas alas empezaron su desarrollo molecular, su formación de tejido, su crecimiento, su materialización que permanece en el espejo, en todo reflejo, y que los seres humanos no tienen posibilidad de ver. Solo los espíritus que han sabido leer las siete primeras premoniciones pueden conseguirlo. A mis 25 tuve la oportunidad de constatarlo.

Me vi parado en esa torre y, desde ahí, sin miedo, sabía que podía caer a la libertad; me lancé sin premura, sin método, sin enseñanza, sabiendo de mi capacidad demiúrgica. “¿Y qué de mis años de párvulo inocente? ¿Qué de Luz y Andrei?”, pensaba mientras caía. ¿Dónde estuvo la magia? Lo supe cuando Canek, la serpiente estrella, apareció a media plaza de armas, traspasado por la Fe, y lo gritó muy claro: ¡Los hombres ave solo nacen cuando una mujer humana es atrapada en la vanidad y el egoísmo! Comprendí aquello de haber ganado la partida en una noche de amor. Mis alas se abrieron, y la noche toda se cubrió de mi Gloria. Había surcado el Abismo, había encarnado al Sol. Mi semen corría por sus labios, por sus párpados, y yo volaba atravesando las mareas del Mar Océano, mientras los Siracusas quedaban con las anginas abiertas y los ojos desgarrados. Esa fue la ceguera humana; esa fue la impostura máxima de que me habían hablado mis propios demiurgos. Los humanos jamás verían mi esencia, ni mis alas, ni mis dientes, ni mi luminosa cara. Los humanos apenas eran eso: humanos, el alimento de nuestro ánimo. Y nosotros, ángeles entre ellos, no podíamos más que despreciarlos, despreciar una vida habitando entre seres imperfectos, entre seres perecederos.

Mi presencia humana no fue ocurrente ni premeditada. Como todo hombre ave, rompió con los esquemas de la humanidad. Soy de los que se rebelaron a la divinidad, que desde el inicio la encontraron atroz, y cada que nos llamaba a su presencia, más nos afianzaba en nuestra decisión: Hay que saber odiar para poder odiarse. Nos alejamos. Cuando tuve que hacerme carne, humana forma, aquel que fue mi padre, Andrei, había ya caído presa de una hermosa bruja en Tzucacab. Estaba prometido con mi «madre» Luz, pero el sexo tiene ese poder, y aquella bruja hermosa bien supo cómo tenerlo a su servicio, como a muchos otros. Andrei había consumado su cinismo en su cuerpo, y tenía ya la marca de la bruja apretando su garganta.

La bruja le dejó viajar a Mérida, donde la prometida esperaba, y ellos volvieron a verse. La bruja sabía su destino, mi encarnación. Permitió que Andrei recuperara a Luz, y festejaron el casamiento. Mi «madre» que casi se había librado de Andrei, volvió, presa de sus propias palabras. Como siempre dijo Dylan Thomas: «ante la pobre paz yo canto», y ahí se infundió el veneno; lo que tienen de bello los posesos, lo que tienen de mágico los encuentros y las infidelidades, lo que tiene de poderoso el sentir que se entrega el perdón, la conquista, el sexo por lástima, el sexo de reconciliación. Fue su belleza, la belleza de Andrei, el motivo de su pronta fornicación, la belleza y su deseo fueron quienes consiguieron el permiso, e hicieron a Luz otorgar el perdón en una noche de paz reconciliadora que tuvo que servir para mi nacimiento. La bruja, luego del orgasmo de los amantes, entró en la habitación, apartó a Andrei, y puso la semilla en el vientre de mi madre. ¿Qué cosa era yo como semilla, sino solo cápsula de luz latente?

“Tuvo que ser así”, dijo Atahualpa. Tu oscuridad se marcó en la caverna, y Belial rasgó de nuevo las cortinas del Templo: Ha llegado, preparad las visiones, las trece visiones para que poco a poco vayan llegando a él. Y envío a mis demiurgos: Principal Muerto, Ishtar, Tláloc, Rashomón, Atahualpa, Canek, Milagrería, Manto de Cáncer, Kalesti… “Vayan por él”, dijo, y ellos vinieron, obedeciendo. “Destruyan su alegría, incendien su pasión, aprueben su manto taciturno, la contemplación, su pastoreo, su decisivo liderazgo; y su portentosa lascivia. Ha vuelto a la vida nuestro hermano, y hay que celebrarlo; ustedes tendrán que acompañarlo en su deceso, para hacerlo recordar.»

A mis quince años, la Tormenta en el Desierto de Irak fue una forma de entenderlo. La masacre, la huida, las persecuciones en que los humanos suelen regodearse. Yo cumplía quince y Belial me había regalado las Escenas de la Muerte, tan necesarias. ¡Cuánto tiempo aullaron en mis orejas esas noches! Para aquel 1994, cuando todo se había dispuesto para entregarme a la muerte, mediante el suicidio, ese espacio decisivo para la salvación humana, Manto de Cáncer tocó mi pulmón izquierdo y me hizo orinar sangre.

Mis padres humanos tuvieron que darse cuenta. Había un divorcio entre ellos, pero corrieron a mi lado. Hospitales y enfermeros que pudieron alejarme de mi necesidad de ponerme fin, de destruir lo que soy de envase para mi espíritu. Qué bien lo habían preparado. La farsa estaba hecha; las máscaras de Dios sabían agitarse. En ese hospital la Pesadilla estaba aclarando mi cuerpo, lavando mi memoria, las lecturas volvieron a mí, y por mis ojos fue instalado de nuevo el poema. El sexo apenas dibujaba sus conocimientos, y yo sabía bien que podía desangrarme, o desangrarla. Era entonces la Milagrería.

El cáncer guardó sus palpos bien adentro, y la sombra fue retirándome su espada. Salí del hospital repuesto, y con aquella llama en los adentros, para que la soplara Atahualpa. Esa fue la visión: Atahualpa, maldito ser, milano de la noche, cóndor del alba. Era mi cuerpo aquel que sabiamente poseíste, y desde tus cumbres peruanas viniste a reconocer como hijo del sol, como pedazo de cielo, como Ojo vidente que todo lo contempla, mi equinoccio; mi luz se hizo sombra, mi sombra fue un estallarse para adentro. Una implosión de mi conciencia. Las niñas fueron sucediéndose en redondel: Mari, Yarie, Tes, Kardén, Ilion, Yenia, y tantas otras que espumearon mi semen con sus manos, que llenaron de su jugo mis amígdalas. Era yo Profeta de mi propia Profecía, era el Elegido para mi propio ser Poema, era yo mi propia lengua Mítica, mi propia Corona de Espinas. Era yo mis alas, mi pico y las garras para atrapar al codiciado Amor.

Oh Saulo de la noche, lo presentías; tú el Gran Corruptor, lo has dejado claro. Era yo uno de esos ángeles que se rebelaron, y ahora he podido darme cuenta. La noche cayó sobre mi ombligo. Toda la feminidad de Kalesti, de Isthar, me refugió, me dio esos dones tan necesarios para el chantaje, para buscarlas y tenerlas bajo mi dominación. Todo fue la cacería que se ha ido prolongando. Una cacería que se ha extendido, que ahora no consiste en salirlas a buscar, sino en mantener la espera, en lograr la posesión de sus almas, en habitar sus memorias, en consumir sus nostalgias. Todas esas almas destruidas que he dejado a mi paso me muestran la vida eterna, la celebración de saber que he conseguido servir a mi destino: Ser el hombre ave, que siempre estará presente para comerse la calma de las mujeres humanas, y perpetuar nuestra raza. Una raza de angustia, sufrimiento, celos, carestía y desesperación. Hay que afilar las garras, abrir las alas, y seguir volando en este infierno, en el que competimos con los habitantes de la tierra, pobres e indefensos.

Yo lo sé. Soy uno de esos ángeles que tuvo a bien rebelarse, en el inicio de este Tiempo, de todos los Tiempos.

Así sea.

Adán Echeverría

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