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El amigo Idel en tres tiempos (2do tiempo)

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Letras

Juan José Caamal Canul

-Segundo tiempo-

Dijimos en anterior colaboración que el profesor recién graduado, inquieto y con ideas nuevas por aplicar, estaba ejerciendo su ministerio educativo en la primaria Guillermo Prieto.

Entonces…

Un año realizó el montaje de una ceremonia maya con tunkules con

escenificación incluida del sacrificio humano. Si lo pensamos y reflexionamos ahora, un sacrificio con extracción del corazón era más azteca que maya, pero nuestra generación abrevó en los libros de texto gratuito que se escribían y editaban en el nostálgico D.F., ahora CDMX, y que se distribuían por todo el país. Supimos antes del imperio mexica y la caída del México Tenochtitlan que de la conquista y colonización de Yucatán.

En aquellos años, en el pueblo no existía una biblioteca pública. Ocurrió tiempo después, en el marco del programa Red Nacional de Bibliotecas Públicas, y todavía trascurrieron algunos años más para que en el pueblo se hiciera presente una biblioteca; se le asignó un espacio provisional, anexo al Palacio Municipal, que ha devenido en espacio fijo y sin expectativas, tanto en aquel entonces como ahora, de mejoramiento, ampliación y/o modernización.

La Camisería Kantún era el espacio único de lectura, digamos una tribuna abierta para la lectura. Ahí tuvimos contacto con revistas como Juan Sin Miedo, Águila Solitaria, Sensacional de Vaqueros, El llanero solitario, entre otras muchas. Para efectos de esta remembranza, estos títulos son lo que traemos a colación. Era el lugar donde nos rentaban las revistas que nos permitían conocer más de la conquista, usos y costumbres del Oeste Norteamericano.

Si un día, al andar por las calles, nos hubiéramos topado con alguien con la vestimenta de los indígenas norteamericanos, o en la plaza se hubiera levantado un tipi, nos hubiera parecido lo más normal del mundo.

Aquel espacio, inolvidable para mí, fue en cierto sentido la primera biblioteca. Ahí ocurrieron las primeras lecturas. La calidad de lo que se leía no importaba en ese entonces. Ahora, dirán algunos, lo rescatable y valioso, véase por donde se vea, es que ahí se dieron las primeras lecturas extraescolares.

Cómo esas lecturas permearon en nuestra vida diaria que entre un grupo de vecinos recuerdo nos saludábamos levantando la mano y diciendo: Jao, expresión atribuida a los indígenas norteamericanos, sean Sioux o Apaches.

Jao, Hau, ¿de qué estamos hablando? Permítaseme aclarar que “Jao” nunca fue palabra en idioma de ninguna tribu de Norteamérica. Los nativos se limitaron a imitar el “How do you do?” (¿Cómo estás?) de los colonos, pero se quedaban en el famoso “Jao”, que es lo que oían y repetían.

Recordemos Uyu atan (oye cómo hablan), al calachuni (Halach Uinic), y hasta el Coox uotoch (vamos a mi casa) que luego se castellanizó en Yucatán pata convertirse en Cabo Catoche, por mencionar un ejemplo.

Aztecas, Tenochtitlan, Indios Norteamericanos, ese tiempo de mi pueblo debió ser una veta de oro, quizá aún inexplorada, para la investigación de antropólogos y sociólogos en el estudio de nuestra transculturación desde la niñez y adolescencia.

Nuestras costumbres mayas por sabidas eran y son tan comunes, tan yuxtapuestas a nuestra forma de ser y estar, que eran y son, por así decirlo, invisibles, y sin embargo vivas.

Así las cosas, Teodoro sería el Sumo sacerdote. En uno de los ensayos, el profesor le encasquetó un tocado de plumas y le dijo: “Maaaaa, pareces más apache que maya.” Ahí quedó para siempre el sobrenombre de El Apache para Teodoro. Teodoro es, hasta donde sé, un próspero profesional que ejerce la abogacía en alguna ciudad del estado vecino de Quintana Roo.

Relato a continuación la anécdota que nos tocó compartir.

Nuestra generación vivió la época de la música grabada en cintas magnéticas y soportes compactos denominados en aquel tiempo casetes, reproducidos en artefactos que se conocen en los museos y la memoria de quien vivió esa época como radiocaseteras.

Por supuesto, paralelamente estaban presentes el disco de vinilo, y en su fase final el cartucho de ocho pistas. Sin embargo, la cinta –el casete– era lo más accesible para nosotros.

En el verano del año en el que concluyó nuestra adolescencia se organizaron bailes de música disco o de “luz y sonido”, como se les conocieron.

Otra de las cosas inolvidables es que acudían chicas a las que quizá nunca veríamos si no fuera por esa música y por esos bailes. ¿Por qué? Por vivir en otro sector del mismo pueblo, con mejor estatus económico familiar, los papás no consentían, ni consentirían jamás, que prosperara alguna relación, ni siquiera amistosa.

Hubo y existe una división social del trabajo y, por extensión, prejuicios de índole familiar y social, ya no digamos en referencia a los apellidos.

A pesar de todo, aquellos bailes fueron un espacio efímero que propició algo bonito. Ahí, pese a los prejuicios socioeconómicos, se dieron los primeros noviazgos y también, por qué no, los incipientes y definitivos hartazgos.

Suenan en mi mente alguno títulos: Diseñador de música, Tarzán boy, El pájaro Loco, Kharma Chameleon, Las chicas solo quieren divertirse.

El amigo Idel lograba que los bailes se organizaran en su casa. Contaba con la anuencia de sus abuelos, que le consentían a él y a sus hermanos.

Pero un día llegó Carmelo, el hermano mayor. Lato era su sobrenombre, dada su semejanza en apariencia física con el futbolista polaco Grzegorz Lato. Ya en este ámbito, hubo otro vecino que fue apodado Kempes, por el argentino Mario Alberto Kempes. Vivíamos un mundo de semejanzas y similitudes futbolísticas con el mundo interior del pueblo y de afuera.

Estaba el baile en lo mejor cuando…

Continuará…

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