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De mal en peor

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Perspectiva

Muchos recordamos aún con molestia los desplantes desde el poder que durante más de 70 años el priismo endilgó a nuestro país.

Muchos vimos cuán perjudicial resultaba no acotar ese poder que emanaba desde la presidencia, para manifestarse en las cámaras legislativas y judiciales, atropellando derechos a diestra y siniestra, abrogando leyes y creando otras a modo, escondiendo las huellas de sus cochupos, generando hornadas de políticos ricos mientras la mayoría de los mexicanos se hundía en la pobreza.

Luego vimos cómo, en plena transición democrática al nacer el nuevo milenio, los nuevos dirigentes caían en muchas (aunque no en todas, es justo reconocerlo) de las trapacerías que aquellos que reemplazaron cometieron.

El sueño de cambio no resultó ni tan manifiesto ni tan inmediato como se esperaba; a pesar de todo, algunas instituciones se crearon con el afán de generar mayor certidumbre en los procesos democráticos y administrativos nacionales, intentando así alejar el fantasma del autoritarismo, intentando revertir la rampante corrupción y opacidad en el ejercicio presupuestal y en el ejercicio del voto.

Muchos eligieron al actual presidente de México cuando con sus palabras incendiaba corazones y mentes, apuntando todas estas deficiencias, prometiendo que las cosas serían completamente diferentes, que los beneficios a los mexicanos serían tan numerosos como instantáneos, todo con tan solo votar por él.

Algunos de nosotros, que conocimos su opaca trayectoria política, su intransigencia y su afán de esconder sus errores sin reconocerlos, mucho menos asumirlos, cuando fue regente del entonces Distrito Federal, sepultando bajo argucias legales los detalles y presupuestos de sus obras faraónicas de antaño, sacudimos la cabeza porque ya sabíamos cuán peligroso resultaría al asumir la presidencia y dominar las cámaras.

El cambio se dio durante las elecciones del 2018, apoyado en las esperanzas de bienestar insufladas por las arengas del líder, apoyadas por los escándalos de corrupción del peñanietismo. No era difícil pronosticar el tipo de administración que llegaría: tan solo observando cuántos ex-priistas ocuparon puestos clave en el gobierno era de esperarse que el cambio no fuera tal, escuchándolo decir que buscaba funcionarios con 10% de capacidad y 90% de honestidad.

Hagamos un breve recuento después de cuatro años de los logros de ese cambio: el anhelado bienestar simplemente no llega y nuestra economía nacional depende como nunca de las remesas que envían los migrantes desde otras naciones, en vez de generarse dentro de nuestras fronteras; la inseguridad y el narcotráfico ha aumentado exponencialmente en todo el país, al igual que las responsabilidades y presupuestos adjudicados a los militares; la corrupción continúa, sin llevar ante los tribunales a los culpables, a pesar de tantas evidencias, con procuradurías cuyo nivel de fracaso se traduce en una impunidad del 98% de los casos que alcanzan a denunciarse.

Ahora, por si al rosario de calamidades le faltaran cuentas, a través de sesiones legislativas que no cumplen con los requisitos camerales, se pretende regresar a ese mismo autoritarismo de antaño, supeditando los poderes legislativo y judicial a los deseos del ejecutivo, desapareciendo instituciones que han demostrado su valía, bajo la excusa de que son onerosas, cancelando programas de apoyo en todos los sectores.

En vez de apoyar las necesidades de la población en cuanto a medicinas, servicios de salud, seguridad, generación o impulso para la creación de fuentes de trabajo, atestiguamos brutales dispendios económicos en los proyectos insignia de este gobierno (el AIFA, el Tren Maya, la refinería de Dos Bocas, et al), oneroso e insultante cuando el número de pobres crece y no aparecen soluciones en el horizonte, tan solo gastos que, para variar, estas siendo escondidos por ser de «seguridad nacional».

Las mismas deficiencias de ese aciago pasado del que vinimos, ahora se manifiestan y magnifican en el gobierno que pretendía cambiar todo para mejorar, que destruyó todo sin tomarse el tiempo de analizar qué valía la pena conservar, qué modificar para que fuera mejor.

El presidente dice que “gobernar no tiene ciencia”; un día sí y otro también endosa sus fracasos al pasado, nunca a su fallida administración o a sus equivocados conceptos y tergiversada visión del país y del mundo.

Desde el púlpito mañanero del verborreico y cada vez más atrabiliario mandamás de nuestro país se acicatea la división entre nuestros ciudadanos y otras naciones; las palabras del líder deben tomarse como evidencia de que todo anda bien, exigiendo que no se le juzgue con los mismos indicadores con que hemos medido el desempeño de sus predecesores, indicadores de los que se sirvió para llegar a su puesto actual.

El tiempo transcurre y la atención presidencial se centra en el béisbol y en las elecciones próximas, con una displicencia mayúscula ante las agobiantes condiciones de sus gobernados. Su gobierno es de palabras, no de hechos que beneficien a las mayorías.

Tenemos un presidente en campaña perpetua que está convencido de que viajando y predicando tres horas todos los días solucionará los complejos problemas de nuestro país. Olvida que, como muchos antes de él, lo acompañarán sus resultados hasta el último de sus días, que en los hechos está quedando a deber, que alguien más adelante lo juzgará, y que el juicio de la Historia es implacable.

Los mexicanos nos merecemos algo mejor. Es tiempo de hacerlo realidad eligiendo cuidadosamente a nuestros próximos representantes y gobernantes.

Desde esta perspectiva, ojalá para nuestro México resulte cierta aquella frase que dice que siempre hay más oscuridad antes del amanecer. Como corolario, ojalá la negrura sea breve…

Así sea.

Sergio Alvarado Díaz

sergio.alvarado.diaz@hotmail.com

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